jueves, 19 de marzo de 2015

Un día en el D.F.

Scherzo en ¡guau! bemol

Estoy en la colonia Narvarte y dentro de casa hace frío. Es una temperatura inhabitual para este mes de marzo, y en todas las conversaciones se desliza inevitablemente algún comentario al respecto. Desde la ventana de mi dormitorio tampoco se ven ya las jacarandas en flor de la calle Pitágoras. Un edificio de nueva planta ocupa su lugar. Han pasado once años desde la última vez, y más de treinta desde aquel primer amanecer de aguada, anaranjado y violeta, que me regalaron mis siete horas de jet lag recién estrenado.

Este edificio solía ser tranquilo, pero ahora todos los vecinos tienen perros o gatos. Locuaces. Hay momentos en que la sinfonía animal que atraviesa las ventanas es un pandemónium difícil de soportar. Mis anfitriones han salido hoy de buena mañana y no regresarán hasta la hora del almuerzo. Es temprano. Las nubes se han disipado, y en el cielo sonríe por fin el sol. ¿Qué hago yo aquí encerrado? Sólo media hora de metro me separa del centro de la ciudad. Me visto a toda prisa y salgo a la calle, pletórico. Como en los viejos tiempos...

Los nombres de las cosas reencienden mi memoria. División del Norte es una vía rápida, pero también una estación de metro. La acera se va estrechando. Dejo a mi izquierda el taller de automóviles y la taquería de la esquina con sus columpios en lugar de asientos, y me asomo un instante al Sanborns donde tantas horas nocturnas pasé, tiempo atrás, hojeando revistas. En algún lugar de mi corazón este es también, todavía, mi barrio.

... Y Quetzalcóatl creó el Universo

Línea 3. Dirección: Indios verdes. Siempre me ha fascinado ese nombre. He preguntado a mis anfitriones, pero ninguno de ellos sabe decirme cuál es su origen. En el andén, el metro no tarda en llegar. Entro al vagón. Las puertas se cierran. Arranca. Los nombres de las estaciones retornan a mi memoria. Algunos son extraños, casi surrealistas. Niños héroes. Camarones. Agrícola oriental. Misterios. Talismán. Otros, musicales o evocadores. Nopalera. Peñón viejo. Mixcoac. Insurgentes. Azcapotzalco.

Me apeo en Hidalgo. Mi punto de partida será, como antaño, el Museo de Bellas Artes. Hoy es lunes y estará cerrado, pero es un edifico muy hermoso, y desde una de sus fachadas se accede a la trama de calles que conduce al Zócalo. Es temprano, y apenas se ven paseantes. Callejeo sin rumbo, buscando la sombra y asomándome a los comercios que encuentro abiertos. En una esquina, un limpiabotas lustra los zapatos de un caballero con sombrero tejano que, sentado bajo un toldito agitado por el viento, lee el periódico plácidamente. Les saco una foto procurando que no me vean y pocos metros más adelante desemboco en el Zócalo.

Aquí nada ha cambiado. Tal vez México DF es una ciudad hechizada o eterna, como Roma o Verona, como Toledo o Budapest o Santiago de Compostela. Con una diferencia: el DF es la vida. Hierve de vida. Me alejo de los soportales de las joyerías del Zócalo, almuerzo en el viejo Sanborns de fachada de azulejos, cerca del museo de Diego Rivera, y reemprendo la marcha como a mí me gusta. A saber: sin rumbo fijo.

Voltios y enchiladas

Son ya las doce y media, y todas las calles son ahora un río humano. Pero hoy no me agobian las multitudes. Me vienen a la memoria aquellos versos de Vicente Aleixandre:

Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo, 
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido, 
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado...

Al llegar a la Torre Latinoamericana, de improviso, decido apartarme de los caminos trillados. Sin pensarlo apenas, doblo a la izquierda y me interno por una calle desangelada, medio desierta. Me aseguro de que no corro peligro, fotografío una fachada en ruinas y emprendo un zigzag de calles improvisado que termina desorientándome. Mejor así. Sorpréndeme, oh mágica Tenochtitlan.

Y Tenochtitlan me sorprende. Ni por un momento dudé que lo haría. He venido a parar al barrio de las tiendas de accesorios eléctricos. Motores, compresores, pilas, lámparas, enchufes, batidoras, voltímetros, celulares, computadoras. You name it. Son varias cuadras repletas de tiendotas, tienditas y tiendititas que orlan las aceras y se internan como madrigueras de topo en las profundidades de los edificios. Afuera, en la linde con la calzada, los primeros vendedores callejeros exhiben ya su mercancía.

La trascendencia del caldo de gallina

A partir de aquí las aceras se espesan con las hileras de puestitos donde uno puede recargar su celular, comprar un dulce para el niño o un reloj de pulsera, comerse unos tacos de arrachera con mole coloradito o incluso hacerse cortar el cabello bajo un toldo improvisado, en mitad de la multitud. ¿Es posible sentirse más vivo? Posible, puede, pero fácil no es. No me canso. Camino y camino, y camino. Me deleito con las ráfagas de elote y chile y frijoles refritos, escucho a mi paso retazos de conversaciones, palabras suavemente entonadas, sin ásperas ces ni zetas, y órale y ándale y pendejo y chihuahua y jale y pues qué onda y ni modo y la chingada. (Con perdón.)

Entonces, de repente, la revelación. La verdadera vida es un río, y la verdadera felicidad es dejarse llevar. Toda esta muchedumbre que me rodea no se interpone en mi camino. Fluyen conmigo, cada uno en su propia dirección. Es la armonía perfecta. El nirvana con aroma de tamales y caldo de gallina. Por un instante, creo levitar. Ojalá que este día durara eternamente.

La travesía del desierto

Pero las leyes de la entropía son implacables, y al llegar a Cuauhtémoc las aceras se despueblan. No importa. Cambiaré de aires. Caminaré hasta el Paseo de la Reforma y me sentaré a descansar en un café con wifi. Mis amigos no saben dónde ando, y seguramente me esperarán para ir a cenar. Consulto el mapa de mi teléfono móvil y encamino mis pasos hacia La Condesa. Sin embargo, hay algo con lo que no había contado: es fiesta nacional, y en este barrio todos han hecho puente. No hay cafeterías abiertas. Sólo de tanto en tanto algún restaurante repleto de familias escandalosas, en algún caso con grandes coches negros mal aparcados y escoltas de gafas oscuras en las inmediaciones. Una voz interior me dice que no voy a encontrar lo que busco, pero mis piernas no pueden ya parar de caminar. Sólo una vez se vive.

Cuando por fin encuentro el anhelado oasis estoy ya a dos pasos de Chapultepec, a bastantes kilómetros de mi punto de partida. El sol y la altitud me han dejado exhausto. Me dejo caer en el asiento, pido un refresco con mucho hielo y me lo bebo en un suspiro. Efectivamente, mis anfitriones, que me andaban buscando hacía rato por las ondas herzianas, me esperan para cenar. Les digo que regreso en el metro, y media hora después llego a casa. Estoy agotado. Es ya casi de noche. Pero no me arrepiento de nada.

Fin de fiesta. Favor de no comerse el césped

Es más. En cuanto me dicen que iremos a cenar a una taquería me recupero al instante. Y allá que nos vamos. Es un restaurante de diseño, inhóspito y feo, con grandes pantallas de televisión en las que unos sujetos en camiseta dan patadas a un balón y, sobre todo, entre ellos. Pero en cuanto llegan los platillos a la mesa me olvido del football, del diseño, del cansancio, de La Condesa y de la mismísima chingada (con perdón). Por favor, no me molesten. Estoy en misa, y estas tres salsas de chile son para mí, si usted me disculpa la herejía, la Santísima Trinidad.

Por la noche, duermo como un bendito. Nunca mejor dicho.

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