miércoles, 16 de abril de 2014

Andalucía

Bajo una luz bíblica

“El cuerpo me pide Andalucía”, escribí hace algunas semanas, y con esta frase dio comienzo mi reciente viaje al Sur. Primero, en expectativa sólo, y por fin, hace apenas cuatro días, en la vida real.

Cádiz es una celda de panal de abejas entremetida en el mar y conectada con el continente por una larga recta desnuda. Sin árboles. Trenes y coches yendo y viniendo en incesante lanzadera. Pero la luz que baja del cielo no es aquí de miel, ni reside en lo alto, como en el Mediterráneo, sino que se vierte en cascada, directa y violenta sobre las cabezas. El adjetivo que mejor la describe es seguramente, sobre todo en estos días de semana santa, ‘bíblica’.

Una vez traspuesta la muralla que delimita el casco antiguo se adentra uno en las callejas de la vieja Cádiz. Llegados a este punto, es absurdo proveerse de un mapa. Uno comprende inmediatamente que se perderá, que tarde o temprano se topará con el océano, y que al cabo de un par de horas de vagar sin rumbo acabará encontrando el camino de retorno. Es así como viaja el verdadero viajero, el que va a la caza no de catedrales o monumentos de guía turística, sino de paisajes habitados por seres humanos. La historia, el arte y el encuadre fotográfico ya irán apareciendo por el camino. O no.

Cuentan las crónicas que Cartagena de Indias fue construida por marineros arribados de la vieja Cartagena ibérica, pero si a alguna ciudad se parece Cartagena de Indias es a Cádiz. Es imposible pasear por estas calles gaditanas y no recordar a la distante hermana gemela cuyos contrafuertes parecen desafíar al Mar Caribe.  También allá el sol se derrama vertical y sin misericordia, aunque con una diferencia: en la pariente americana, los rayos bíblicos descienden del norte. Simetría.

Churros y ramos

Es domingo de Ramos, y la plaza del Consistorio es una fiesta de colores. Son las doce del mediodía, pero en las terrazas de los bares todavía hay más de un ocupante tomando churros. Para mí, la tentación es irresistible. En el mapa antropológico de Europa, España se termina donde se terminan los churros. Ante mi mesa discurren ahora sin prisa paseantes endomingados, algún que otro turista poco estridente y, de cuando en cuando, alguna familia portando ramos para la procesión. Me conforta y me alegra haber venido a Cádiz. Es un reconstituyente que los médicos deberían recetar por lo menos una vez al año.

Quizá el único monumento que tengo querencia por ver es el dedicado a ‘La Pepa’. En otras palabras, a la Constitución de 1812. Ahora está rodeado de jardines, aunque yo lo recordaba solitario, erigido en mitad de una gran explanada apenas frecuentada por los viandantes, y aparentemente desconocido de los turistas. En el extremo más meridional de España, en el siglo XIX y mucho más cerca de Africa que de Madrid, Cádiz parecería el sitio menos apropiado para convocar unas Cortes constituyentes, lo cual probablemente vaticinaba ya su futuro en las páginas de la Historia. Comenzaba por aquellas fechas un largo siglo de conspiraciones, de cantones y de caciques. ¿Nos suena de algo esta descripción? A mí, sí.

La línea de Palermo

El Puerto de Santa María no es Europa. Es un centauro en el que se amalgaman a partes iguales Europa y Africa. No hace falta pasearlo mucho rato para darse cuenta de que sus habitantes están vivos, y recorriendo sus calles es imposible no acordarse de otro centauro de esa misma familia: Palermo.

Y cuando digo ‘vivos’ no estoy diciendo ninguna perogrullada porque, en comparación, los habitantes de Valencia son zombies musgosos, aburridamente previsibles, y hasta sospechosos de reproducirse por esporas. Valencia no es un caso único de sonambulismo vegetativo, y la evidencia más llamativa, como en buena parte de España, son los camareros. En esta parte de Andalucía los camareros son todavía los camareros que yo recuerdo de mi infancia: animosos, amables y dicharacheros.  Se entiende que servir cañas y tapas no es el trabajo más glamouroso del mundo pero, ya que es lo que toca, por lo menos vívelo con alegría, carajo.

He paseado por el Puerto de Santa María conducido por Ernesto, otro de los blogueros de ‘A propósito’, a quien hasta ayer mismo no conocía en persona. Ernesto, a quien yo imaginaba como la versión andaluza de Bertrand Russell, es en la vida real mucho menos trascendente de lo que yo pensaba. Probablemente él esperaba también encontrarse con alguien más epicúreo que yo, por lo que hemos terminado charlando animadamente ante una procesión de tapas en una de sus tascas preferidas. Gracias a él he saboreado, entre otros, manjares tan sorprendentes como las ortiguillas, los pinchos de rabo de toro y una receta secreta de changurro única en Andalucía. Un detalle anecdótico: si el camarero hubiera hablado en húngaro yo no habría entendido mucho menos de lo que aquel hombre decía. Por fortuna, mi acompañante era el perfecto intérprete gaditano-español. Gracias por todo, Ernesto.

Niños

Estoy escribiendo estas líneas en una pequeña terraza soleada, cerca de la piscina de un hotel, y en la piscina hay varias docenas de niños, pero ninguno de ellos es psicópata. Quiero decir que ninguno de los niños que oigo jugar y chapotear en el agua grita para llamar la atención: en otras palabras, para sacar de quicio a cualquiera que no sean sus padres. Estos niños de aquí, milagrosamente, son normales, y sus gritos no molestan, porque expresan únicamente eso: la felicidad de ser niño. Si desea usted vivir rodeado de seres humanos, busque un país en el que los niños sean felices, y se note.

Churros, caballos y toros

Jerez de la Frontera también es un centauro, aunque le falta un punto de sal. Atrapado en mitad de la algarabía una mañana de mercado, no podría afirmar, aunque quisiera, que Jerez es una ciudad de señoritos andaluces, pero esas pinceladas ecuestres y taurinas en algunos carteles callejeros y esos apellidos ingleses en las fachadas de algunas bodegas parecen evocar un mundo que se me antoja distante de los humildes paisajes del Puerto de Santa María. Aun así, todas las personas con las que he tenido ocasión de hablar eran igual de alegres y amables que las que he conocido desde que llegué a Andalucía.

Estamos ya a martes y mi excursión toca a su fin. La felicidad, por definición, no es eterna, y el país de los zombies me espera mañana de nuevo, allá en el Mediterráneo, palpitante como un corazón de escayola, para reanudar mi rutina cotidiana. Pero, durante muchos días todavía, saborearé el recuerdo de un país real que se podía tocar, donde el sol caía a plomo desde lo alto del Atlántico y cuyos habitantes estaban, en el verdadero sentido de la palabra, vivos.

Hasta siempre, Cádiz.


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