miércoles, 26 de junio de 2013

Por si alguien quiere

Uno no habla para que lo escuchen. Abrigamos íntimamente la ficción de que nos comunicamos mediante el lenguaje, pero no es exactamente así. Uno no habla o escribe para que el otro se entere. Uno habla o escribe por si alguien se entera. El empeño por hacer llegar el mensaje es el coste de la lucha del ser humano contra la soledad. A veces hay comunicación, y sin duda por eso luchamos. Pero en el camino que conduce a ese feliz evento hay varias etapas.

Primero, expresar bien. Nadie nace enseñado, y muchos, quizá la mayoría, mueren no aprendidos. Todos tenemos a mano un amplio repertorio de ideas adquiridas con las que alimentar la ficción de ser escuchados. Con los años, sí, uno tiende a discernir entre las ideas-moneda y las que reflejan la realidad, pero es un proceso lento.

Ese proceso puede ser -o no- más rápido si nos esforzamos -o no- por perfeccionarlo. No estoy hablando sólo del lenguaje verbal. Otras formas de expresión del ser humano llegan en mayor o menor medida a sus destinatarios, dependiendo de la apertura o cerrazón frente a las convenciones sociales. Y no estoy hablando sólo de música o pintura. Entre decir que la manzana se ha caído del árbol y decir que la masa de la manzana está sujeta a la fuerza del campo gravitatorio media un trabajoso proceso de replanteamientos, de insistencia obsesiva y, cuando la chispa finalmente salta, de formalización.

¿Por qué perfeccionar? Mejor dicho: ¿por qué hacer el esfuerzo de perfeccionar? Hay dos respuestas a esta pregunta. Una, porque la vida empuja a uno por ese callejón, tal vez para alcanzar otras metas. Escribo poesías para que Lolita se enamore de mí. Aprendo a redactar artículos del Boletín Oficial del Estado porque aspiro a ocupar un puesto en la Administración.

Dos, porque aprender, descubrir, elaborar, romper moldes me hace feliz y necesito ser feliz. Los niños inventan historias y personajes sin esperar recompensa. Es como estornudar o parpadear. En algún momento, ese impulso espontáneo se amortigua. Las convenciones son la llave que nos abre la puerta a la sociedad, y también necesitamos rodearnos de un mundo comprensible, aunque sea a trueque de llevar una vida convencional.

Cuando somos niños, los animales pueden ser mitológicos. Las hidras pueden tener muchas cabezas, y los centauros pueden ser al mismo tiempo hombre y caballo. Cuando la realidad nos muerde y nos obliga a prestarle atención, el niño se deja la mitología por el camino. Tiene algo la realidad real que puede más que la fantasía.

No siempre, sólo casi siempre. La naturaleza ha dotado a las mujeres de capacidad para competir con los varones, pero también ha moldeado su cuerpo y su mente para la maternidad, y esa dualidad no siempre se resuelve a gusto de su poseedora. La naturaleza es mitológica. La realidad, no. Al menos, a escala macroscópica.

Tampoco todos los adultos son felices habiendo relegado la curiosidad infantil al baúl de los recuerdos. Hay quien se conforma con las fantasías colectivas, y hay quien no. Para estos últimos, el camino puede estar sembrado de abrojos, y puede terminar conduciendo a una cima o a una sima. En la historia del mundo ha habido de todo. Cole Porter saboreó las mieles del éxito, pero John Kennedy Toole se suicidó porque nadie publicaba su novela.

En cualquier caso, seguid mi consejo, infortunados humanos mitológicos: no abandonéis nunca a la madre que lleváis dentro, si la reconocéis como propia. No reneguéis nunca del niño que lleváis dentro, si os reconocéis en él. Sin la felicidad de ellos, la vuestra es imposible.


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