jueves, 15 de noviembre de 2012

¿Mercancías o servicios?

Oí hace algunas semanas en la radio una noticia divertida pero, al mismo tiempo, de las que hacen pensar. Ante la reciente subida del IVA que grava los productos culturales, una empresa teatral española había decidido vender, en lugar de entradas, zanahorias. En vista de que el IVA de las zanahorias es el más bajo actualmente vigente, la venta de zanahorias como justificante de pago para asistir a una representación teatral permitiría a la empresa mantener el precio de las entradas, o incluso rebajarlo a una cuantía más asequible.

Por divertida que nos parezca la imagen de una larga cola de espectadores esperando para entrar al teatro con una zanahoria en la mano, lo interesante de la noticia no es el detalle anecdótico, sino una consideración de mucho mayor alcance. Lo que realmente había sucedido es que el empresario de aquel teatro había vinculado un servicio a una mercancía.

Tras la revolución industrial, el comercio de servicios ha ido en aumento en todo el mundo, hasta el punto de que, en los países desarrollados, más de la mitad de los puestos de trabajo se desenvuelven actualmente en el sector terciario. Sin embargo, en los últimos años, la aparición de Internet está desencadenando un nuevo cambio cualitativo de la economía mundial. En efecto, la posibilidad de comprar prácticamente cualquier cosa imaginable sin salir del hogar augura un futuro poco risueño para los negocios tradicionales de venta al público, basados en la compra o alquiler de un local, la dotación de unas instalaciones adecuadas y la contratación de dependientes que atiendan a los posibles compradores. En el mundo virtual de Internet, todos esos gastos desaparecen prácticamente, y el negocio se reduce a lo estrictamente esencial: un contrato con una empresa de logística y -lo único realmente importante- un conocimiento a fondo del mercado y de los productos que uno desea vender. En igualdad de condiciones, lo que decidirá la viabilidad o no de un negocio será su componente más abstracto: el conocimiento.

Todo esto es válido para los productos tangibles, es decir, aquellos que no pueden ser digitalizados y transmitidos por una red electrónica. Al menos, mientras alguien no invente el transportador de Star Trek, que permitiría a sus usuarios apretar un botón y trasladar instantáneamente un tomate de la huerta a su frigorífico. Pero hay una categoría de productos, hasta hace poco tangibles, que pueden ser sustituidos por su equivalente virtual, no sólo sin pérdida de eficacia, sino con ventajas añadidas.

La prensa escrita y los libros son el ejemplo más evidente. Cuando uno tiene acceso a Internet veinticuatro horas al día, parece absurdo molestarse en acudir a un kiosko a comprar un manojo de hojas de papel que, desde el momento en que han salido de la imprenta, estaban ya obsoletas. Del mismo modo que parece absurdo acumular una biblioteca que, además de acaparar muchos metros cuadrados de pared, pesa centenares de kilos, especialmente indeseables en caso de mudanza, cuando uno puede sustituirla por un único dispositivo de lectura ligero y manejable, capaz de acceder instantáneamente a millones de publicaciones en cualquier idioma.

Lo que en realidad ha sucedido es que los periódicos y los libros no eran realmente mercancías, sino servicios. Aunque nunca habíamos caído en la cuenta, el soporte de papel era prescindible, porque lo único que uno necesita de un texto escrito (haciendo abstracción de fijaciones sentimentales asociadas al tacto o el olor del papel, o a la costumbre) es su contenido. Es cierto que todo avance tecnológico deshumaniza un poco la vida cotidiana, pero así viene sucediendo desde que los ciegos empezaron a recorrer calles y aldeas sustituyendo parte de su humana narración por información visual en forma de aleluyas. Así sucedió también con la invención de la imprenta, que barrió a los amanuenses de la faz de la Tierra, y con el cine, que arrinconó el teatro en sólo unas cuantas generaciones.

Pero se puede ir aún más lejos. En realidad, si lo analizamos en términos radicales, el concepto de mercancía se diluye hasta quedar absorbido en el concepto de servicio. ¿Cuáles son nuestras expectativas cuando compramos una manzana? Básicamente, dos: saborearla, y alimentarnos. Ninguna de estas dos funciones está estrictamente vinculada a la adquisición de una manzana. Los sabores no son sino señales eléctricas de ciertas neuronas en nuestro cerebro y, si en un futuro lejano alguien consigue la transmisión de energía a través del aire (cosa que es técnicamente posible), tanto el deleite de saborear una manzana como sus efectos nutricios en nuestro organismo podrán ser prestados como servicios, incluso a través de una red como Internet.

Si ese futuro lejano llega a hacerse realidad algún día (y yo espero no estar aquí cuando eso suceda), el concepto de mercancía pasará a los diccionarios históricos como reliquia de un pasado tan primitivo y pintoresco como es para nosotros ahora la producción de fuego a base de yesca y pedernal.

La principal conclusión que cabría sacar de todo esto es que, si desean sobrevivir, tanto la prensa escrita como el mundo editorial tendrán que asociar de alguna manera sus servicios a mercancías tangibles, igual que hizo aquel empresario de teatro con las zanahorias. O bien patrocinando productos tangibles, o vendiéndolos como medio para acceder a sus servicios virtuales, o haciendo uso de su imaginación para encontrar alguna idea viable. Estoy seguro de que acabarán encontrando unas cuantas.

¿Os apetece leer la última novela de Stephen King? Nada más fácil. Acercáos al supermercado más próximo, cocinad un sabroso cocido madrileño, y...  a vuestra butaca favorita. La lectura está servida.

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