viernes, 7 de septiembre de 2012

Terrorismo sanitario

Me invitaron hace algunas semanas a una comida multitudinaria. Los comensales eran casi todos gente de pueblo, y yo me resistí durante bastante tiempo a aceptar la invitación hasta que finalmente, ante la cariñosa insistencia de mis invitantes, tuve que ceder. Si me resistí en un principio no fue por prejuicio alguno contra la gente de pueblo -que, en muchos aspectos, prefiero a la de ciudad- sino porque tiempo atrás viví en un pueblo, y tenía ya una idea preconcebida de lo que me esperaba: una comilona pantagruélica con raudales de vino, café y licor, con el consiguiente tumulto hasta muy avanzada la tarde.

Pero me quedé pasmado cuando vi que casi todos los asistentes bebían agua mineral y comían parcamente, casi nadie fumaba, y los escasos cafés que se sirvieron eran en su mayoría descafeinados. No pude evitar un pensamiento: aquella buena gente estaba aterrorizada. Algo tremendo tenía que haber sucedido en los últimos veinte años para que todas aquellas personas se comportaran de manera tan distinta a la generación de sus padres. Y empecé a atar cabos.

El cambio de costumbres está ya tan integrado en nuestra vida cotidiana que ni siquiera somos conscientes de él. Pero el terror a la muerte llena a diario los parques de ancianos y jóvenes corriendo, pedaleando o caminando a paso frenético, estresadísimos, como si estuvieran a punto de perder un tren. Nadie pasea ya por el simple placer de pasear. El miedo al colesterol empuja a millones de personas a consumir masivamente una amplísima gama de placebos lácteos, a evitar las grasas y los huevos y a cocinar con aceite de oliva. Las jovencitas acarrean en sus bolsos voluminosas botellas de agua, que se obligan a beber diariamente en cantidades propias de un dromedario. Fumar es ya un hábito tan perseguido como asaltar bancos. El cinturón de seguridad pronto entrará a formar parte de los diez mandamientos. Los gimnasios se llenan. Los ancianos se vacunan contra la gripe. El miedo al sida obliga a millones de personas a descafeinar las relaciones sexuales usando preservativo. Los colorantes y conservantes alimentarios son anatema, y el azúcar y la sal empiezan a ser equiparados a la cicuta o el cianuro. La más mínima gordura está considerada como una plaga de Egipto. El atún pronto sustituirá en los altares al cáliz de la santa misa, y hasta las 'radiaciones' de los teléfonos móviles inspiran a más de uno tanto terror como para atreverse a caminar por la calle hablandos solos.

Todo esto no es casual. Es fruto de una política concienzuda de terrorismo, concebida por un lobby gangsteril de médicos integristas y ejecutada por unos medios de comunicación travestidos de prensa amarilla. Que nadie se engañe. Tan terrorismo es evocar la obstrucción de las arterias por comerse una ración de percebes como amenazar con una muerte violenta por subirse a un avión. El nuevo Pepito Grillo está saliéndose con la suya y, como ya ha sucedido otras veces antes, está causando más dolor y desolación del que pretendía evitar.

En 1962, Rachel Carson, una ecologista avant la lettre, escribió Silent Spring, un libro en el que explicaba que el DDT se transmitía por la cadena trófica, hasta el punto de que se habían encontrado rastros de esta sustancia en la grasa de las focas polares. No sólo nadie había padecido nunca trastorno alguno atribuible a ese insecticida, sino que en algunos bares de Estados Unidos el DDT era un ingrediente más de algunos cócteles, del mismo modo que el zumo de limón o la angostura. La campaña que se desató a continuación, y que condujo a la prohibición mundial del DDT, consiguió purificar el cuerpo de focas y morsas, pero asestó un golpe terrible a la lucha contra el paludismo, que en los años 60 muchos países habían conseguido erradicar. Millones de personas, en su mayoría niños, mueren desde entonces todos los años a causa del paludismo. Es cierto que casi todos ellos viven en países pobres pero, en descargo de los ecologistas, hay que decir también que ninguno de ellos era una foca.

Desde luego, el terrorismo de la medicina preventiva no está matando, sino evitando muertes, pero precisamente ése es el problema. Con su celo por salvarnos de las principales causas de enfermedad, esa política de terror está consiguiendo retrasar nuestra muerte. Pero no nuestra vejez. Con ello, condena a millones de personas al deterioro físico y mental y, en los casos extremos, a la vida vegetativa o meramente animal. ¿Es también eso vida? Probablemente sí, pero no es una vida que merezca ser vivida. La sociedad de nuestros días -en realidad, el fruto de medio siglo de socialdemocracia- está empeñada en eliminar el riesgo de nuestras vidas y, con el riesgo, el aliciente de estar vivo.

La obsesión por la cantidad en detrimento de la calidad es la expresión del paternalismo romo de unos gobernantes -en el mejor de los casos- mediocres. Tras el fracaso de la Unión Soviética, el socialismo consiguió sobrevivir un cuarto de siglo más gracias a una tolerancia relativa del libre mercado, pero en 2008 chocó con un iceberg, y ahora sólo hay lanchas salvavidas para unos cuantos pasajeros, naturalmente de primera clase. En España, el paternalismo del nuevo régimen -el PPSOE- no hizo sino continuar el de su precursor, el general Franco, y antes de éste, el practicado durante cinco siglos por la Iglesia Católica. Por eso el Titanic de la socialdemocracia se está empezando a hundir por su popa, que son los países del sur de Europa. Está por ver si el norte, de tradición protestante, se las arreglará para construir balsas que le permitan llegar a tierra pero, en cualquier caso, el Titanic se hunde. Esperemos que dentro de una generación la vida vuelva a ser una aventura digna de ser vivida.

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