martes, 28 de febrero de 2012

En la plaza Bolívar

La niña se acerca al banco donde estoy sentado y mira hacia arriba. Tras ella llegan otros dos niños, que miran hacia arriba también. Uno de ellos, alborozado, señala con el dedo. Allá en lo alto, una iguana como de un metro de largo trepa sin prisa por el tronco de un árbol gigantesco, justo encima de mi cabeza. Es la primera vez que yo veo una iguana en libertad pero, aparte de los niños, nadie más en el parque parece sorprendido.

De pronto, me doy cuenta de que estoy rodeado de niños jugando y no me molesta en lo mas mínimo. Es más, la niña que ha avistado la iguana es un encanto. La sigo con la mirada. Ríe constantemente, y juega con los otros niños. Es perfectamente feliz. No necesita gritar para llamar la atención. No tiene teléfono móvil, ni playstation. Simplemente, juega como todos los niños del mundo han jugado hasta que el primer avieso directivo de marketing descubrió que también la infancia podía ser un mercado.

Tal vez sea un poco descabellado juzgar un país por el comportamiento de sus niños, pero todavía tengo grabada en mi memoria la mirada de felicidad de aquellos pequeños que vi, hace ya años, en un barrio pobre de Nassau, en las Bahamas. Olvídese usted del Prozac y váyase a vivir a un país donde los niños sean felices.

La iguana ha desaparecido, y yo me doy cuenta de que no conozco el nombre de ninguno de los árboles que me rodean, cuyas copas se espesan formando una pequeña jungla más alta que los edificios circundantes. Le pregunto a un paisano que está sentado en el banco de al lado. "Este es almendra", dice con aplomo señalando el árbol de la iguana, que no se parece ni remotamente a un almendro. Después, apuntando a un espécimen formidable con ramas de trazo harapiento, añade: "Aquél es matarratón". Pero no parece saber más. "Y aquéllas son palmeras", agrega débilmente, sospechando que yo ya sé reconocer una palmera.

La estatua de Simón Bolívar ocupa el centro exacto del parquecito, en mitad de una ancha replaza a la que se accede en línea recta desde las cuatro puertas de entrada. Allá afuera, en la calle, varias negras vestidas con el polícromo traje típico de los paquetes de café se dejan fotografiar a cambio de unos pesos junto a un carrito con sandías, bananas, mangos y papayas provocadoramente cortados en trozos de todos los colores. En las cuatro esquinas de la plaza, sendas fuentes murmullan incesantes con un fragor remoto, intercalado aquí y allá por el tintineo de las campanillas de los vendedores de helados.

Nunca pensé que existiera el paraíso, pero la plaza de Simón Bolívar, en esta tarde de domingo, es una aproximación casi perfecta. Nadie parece tener prisa, pero nadie parece tampoco abandonarse al sopor de la sobremesa. Todo es apacible. Perfectamente apacible. Unos cuantos bancos más allá, un hombre sentado mira tranquilamente avanzar la tarde junto a un carrito de libros ordenadamente colocados. "Carreta literaria", leo en uno de sus lados. Es una iniciativa del ayuntamiento. Los libros están a disposición del público, pero nadie se acerca a curiosear siquiera.

Y con razón. ¿Quién necesita libros en una tarde como ésta? Todo en este instante es perfecto. La temperatura es perfecta. El color de la luz es perfecto. La brisa es una caricia, los niños juegan, los pájaros gorjean, los adultos charlan, animados, o callan plácidamente. En el otro extremo de la plaza una mujer ocupa un banco con cinco niños sentados en hilera, y los escasos turistas se funden armoniosamente con el resto de los paseantes. Una tentación irresistible cruza por mi mente. Nunca más leer un libro, nunca más esforzarse por resolver problemas abstractos, informarse de la actualidad política o de la economía internacional. Soltar el equipaje, y descansar. ¿Realmente es necesario dedicar tantos años de la vida a desentrañar símbolos y a sacar conclusiones?

Tal vez no. Tal vez uno ha equivocado su camino, persuadido sin querer por el tráfago de los automóviles y los televisores y los semáforos y los correos electrónicos y los teléfonos móviles. Tal vez la felicidad habría sido vivir con lo justo. Dormir con una mujer amorosa en una cama humilde y comer mango, pan de queso y pescado frito. Y, simplemente, día a día dejar que las horas, que la vida, transcurran, sin prisa, a su propio ritmo.


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