domingo, 28 de agosto de 2011

Las raíces (camaleónicas) cristianas

Para una ciudad acostumbrada a las resacas, no es de esperar que la visita del Papa haya sido un episodio traumático. A algunos como yo, desde luego, todas las multitudes nos horrorizan, y las multitudes cristianas no son una excepción. No he estado en Madrid últimamente pero, en comparación con las algaradas troglodíticas que montan los aficionados al balompié, las molestias causadas por los cristianos no habrán pasado probablemente del machacón repertorio de sus cánticos, que son al gregoriano lo que Julio Iglesias al bolero, y, excepcionalmente, de una presencia mayor de monjas en las calles que de mujeres con hijab.

Además del Papa y -eventualmente- Dios, nadie puede estar seguro de conocer las intenciones que anidan en el corazón del Sr. Ratzinger. Pero, a la vista de la única confrontación ideológica de que parecen ser capaces en España la izquierda y la derecha, no es descabellado pensar que, además de cumplir una misión pastoral, con su viaje a Madrid el Papa ha movido ficha.

Lo tiene fácil. España es más un país de abanderados que de personas con criterio. Es la única explicación que se me ocurre cuando oigo, por ejemplo, a los liberales exaltar las "raíces cristianas" de Occidente. Entiendo que a esos compatriotas les asuste la perspectiva de que sus hijos terminen arrodillándose todos los días sobre una alfombra orientada a La Meca y que sus hijas tengan que guardar la decencia como hicieron sus cristianas abuelas. Pero el cristianismo no es la única alternativa al islam, ni su antídoto. En Uruguay no se celebra ninguna fiesta religiosa y (pese a llamarse, irónicamente, República Oriental del Uruguay) no me parece que sus habitantes sean menos 'occidentales' que yo. Muchos millones de asiáticos profesan el budismo, pero el budismo es una filosofía de vida y una moral, no una Verdad revelada por un Ser altamente conjeturable.

Yo no sé si soy agnóstico o ateo, y tanto me da. El que tiene que dar explicaciones es el que cree en los gigantes, no en los molinos de viento. Me educaron en la religión cristiana, y no puedo decir que esas enseñanzas me alegraran la vida. Entiendo que a más de un potencial Al Capone tal vez no le vendría mal un baño de temor de Dios, pero durante mi infancia y adolescencia la presencia de la Iglesia católica en la vida cotidiana era lo más parecido al stalinismo. Censuraban películas que hoy serían ñoñas, se acataba la cuaresma, había que ir a misa los domingos, el país entero era un gulag sexual y, para colmo, todos los años había que pasar el trance de la Semana Santa con sus llagas, sus cruces, sus coronas de espinas, sus penitentes, sus muertes y sus resurrecciones. Para un niño, en aquellos sórdidos días de vacaciones la única escapatoria que quedaba era salir a la calle y -¡horror!- jugar al football.

La religión católica ayudó bastante a amargarme la infancia, y por eso yo no puedo sentir simpatía por Benedicto XVI ni por sus antecesores o sucesores, que además -dado que ellos siempre están en lo cierto, y los demás, no- seguramente ni siquiera creen que deberían pedirme perdón. Pues bien, Sr. Ratzinger, podía usted haber aprovechado la visita para pedir cristianas disculpas a todos aquellos españoles que tuvimos que padecer la Contrarreforma en pleno siglo XX.

Aunque quizá la culpa fue nuestra por nacer antes de tiempo, porque años después, por arte de birlibirloque, la Iglesia católica se hizo progresista. Los curas amancebados salían del armario, la minifalda y el bikini ya no estaban mal vistos, y en los países del tercer mundo se creaban comunas de catacumba con un cierto halo marxista. Luego, otra vez, no, y el Sr. Woytila se dedicó durante veinte años a demoler el imperio soviético empezando por Polonia. Sería desconcertante, si no fuera porque obedece a la más pura tradición católica romana: adaptarse a los acontecimientos.

No se engañen ustedes: ser cristiano significa una cosa u otra, según el lugar y la época histórica en que uno haya nacido. El ejemplo para mí más revelador es el de la tribu mazateca, que desde tiempo inmemorial celebraba todos los años un rito colectivo. El día señalado, los hombres del  lugar emprendían una marcha de varios días, sin comer, a través del desierto hasta llegar a una cueva, donde ingerían unos hongos alucinógenos y -naturalmente- veían visiones. Cuando los misioneros españoles se enteraron, allá por el siglo XVI, comprendieron que nada ganarían creándose enemigos. "Está bien que celebréis esa ceremonia", condescendieron. "Pero, a vuestro regreso, no olvidéis festejarlo con una ofrenda a la Virgen María".

Y es que Dios no hizo las drogas intrínsecamente buenas ni malas. Así, al menos, lo atestigua la medalla de oro que León XIII concedió en 1899 al vino Mariani, tonificante mixtura de vino de Burdeos con 200 mg de cocaína... Ah, ¿que ahora la Iglesia católica se opone al consumo de drogas? No se lo tomen ustedes muy en serio. Son, simplemente, tics de camaleón.

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