viernes, 5 de marzo de 2010

La soledad de los números primos

Todos los números primos son impares. Desde los tiempos de Eratóstenes, muchos matemáticos se han afanado por desentrañar las razones de su caprichosa aparición en la lista infinita de los números naturales. Entre dos números primos puede haber una distancia tan grande como dos millones de números intermedios, y tan pequeña como uno. Pero tenemos una certeza: no encontraremos nunca dos números primos correlativos.

Ésta es la idea de fondo de la reciente novela de Paolo Giordano (La soledad de los números primos, Ediciones Salamandra, 2009). En la línea pesimista de Albert Camus, el joven Giordano nos relata la historia de dos seres humanos que deambulan por el tiempo y por el espacio sin llegar realmente a encontrarse, pese a la proximidad física que en algunas ocasiones llegan –efímeramente- a alcanzar. Leyendo la novela, se le ocurre a uno que la metáfora de las bolas de billar describiría más acertadamente el zigzag permanente de las vidas de sus protagonistas. Los números no pueden hacer nada por aproximarse ni por distanciarse: su margen de maniobra, a ese respecto, es nulo. Las bolas de billar, al menos, chocan o se alejan, aunque obedeciendo a un impulso que ellas mismas no pueden controlar. Giordano, licenciado en física teórica, sin duda lo sabe, pero la metáfora que él ha escogido es estática. Él ha querido que su existencialismo sea radical: en su novela, la soledad de los seres humanos es intrínseca, cósmica, ajena a toda influencia externa e incluso a su propia voluntad.

En su manera de contarnos la historia, Giordano se inscribe en la línea de los grandes maestros de la literatura desapasionada: Flaubert, Stendhal. En comparación con la abundante hojarasca adjetivada que uno se encuentra habitualmente en las librerías, la narración de Giordano, concisa y directa, reporta al lector un alivio inmenso. El gran mérito de Giordano es que, escribiendo sin adjetivos, consigue transmitir con una precisión diáfana los estados de ánimo de sus personajes. Bajo su mirada de cirujano, los menores gestos o pensamientos intrascendentes cobran un significado que, en muchas ocasiones, ni siquiera el lector se había detenido a analizar. Paolo Giordano tiene madera de gran escritor.

Su radicalismo, sin embargo, es tal vez demasiado juvenil. Para apasionarse con una narración, el lector necesita entender, y ni Alice ni Mattia nos dan apenas pistas sobre los móviles de su comportamiento. ¿Timidez? ¿Culpabilidad? ¿Miedo a vivir? ¿Autismo innato? No importa. El juego funciona, y el misterio mantiene al lector en tensión hasta el final de la novela. El desenlace, sin embargo, nos deja con la incógnita y, al pasar la última página, uno se queda con la impresión de que el material construido por Giordano podría haber dado mucho más de sí. Que nadie deje por ello de leerla. Como en las buenas historias de misterio, confiemos en que la próxima novela de este joven autor avance un paso más en lo que parece una prometedora trayectoria.

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