sábado, 9 de mayo de 2009

Tres libros

Mi madre solía contarnos en casa historias de la guerra civil. La familia de mi madre y la de mi padre fueron republicanas, y casi todos los varones de sus dos familias participaron en la guerra. Mi tía Alegría había comido amapolas para calmar el hambre. Mi tío Valentín pintó un famoso cartel que colgaba de no sé qué fachada emblemática de Madrid: "Más vale morir de pie que vivir con vilipendio" (esa es la versión que yo siempre oí; la más conocida dice 'vivir de rodillas'). Su hermano Julio pasó el bombardeo de Guernica en las alcantarillas de Guernica, y mi padre estuvo condenado a muerte por el bando franquista. Yo fui conociendo todas estas cosas con el paso de los años, y mi visión de aquel episodio de la historia de España estaba, naturalmente, marcada por aquellas historias.

Mi madre nos contaba cómo toda su familia corría a los refugios cuando sonaban las sirenas, cómo con la costumbre llegaron a hacer caso omiso de esas mismas alarmas, o cómo un obús había atravesado el edificio donde ellos vivían (cuando todavía iban al refugio, es de suponer) y había dejado un agujero vertical que atravesaba de arriba a abajo la cocina. Todas aquellas eran historias vividas en carne propia, pero también nos relataban otras historias que conocían de oídas, y que probablemente eran moneda común en aquella época de poco más que radio, teléfono y boca en boca.

Aquellos relatos tenían aire de leyenda, y probablemente casi todos lo eran. La escena de Manolete toreando y estoqueando a prisioneros del bando republicano sonaba como uno de aquellos cuentos siniestros de los hermanos Grimm, y seguramente no muchos españoles creían a ojos ciegas que los rojos tenían cuernos y rabo como los diablos. Pero en casa teníamos radio, y yo era un gran aficionado a los programas radiofónicos. Por eso, las historias del general Queipo de Llano borracho soltando improperios desde los micrófonos de Radio Sevilla no me parecían tan mitológicas. Pero tampoco llegaba a imaginármelas como reales. Simplemente, eran radiofónicas.

Hace unos meses me enteré de la publicación de las memorias de Queipo de Llano, milagrosamente descubiertas hace poco tiempo, casi íntegras, entre los papeles del general. Sentí curiosidad, y compré el libro. Me pareció una buena manera de contrastar la guerra civil vista desde el otro bando con las versiones que yo tradicionalmente había oído de mi familia. Tres cuartos de siglo después, sigue habiendo en España dos versiones contrapuestas de aquellos acontecimientos, y entre esas dos corrientes de un mismo río me resulta muy difícil nadar en línea recta. Mi abuelo, republicano convencido, era una persona sensata y honrada, y con el paso del tiempo yo también fui conociendo personas de derechas decentes y entrañables. Es evidente que la guerra civil, sean cuales fueren sus causas reales, fue un cúmulo de excesos por ambas partes, y con esa premisa me esfuerzo ahora por abordar los libros de historia.

Efectivamente, el general Queipo de Llano no bebía. Es probablemente cierto que todos los autobiógrafos mienten, y Queipo de Llano sin duda no era una excepción, aunque sólo fuera por contar únicamente los aspectos buenos de su biografía, escamoteando los más sórdidos. El general asegura una y otra vez que su lealtad a Franco era inquebrantable pero, conocedor sin duda del largo historial conspiratorio de Queipo, Franco nunca se fió de él, y terminó exiliándolo educadamente en Roma.

Me contrarió descubrir que en sus memorias el general apenas hace una mención de pasada a sus alocuciones radiofónicas. Él se refiere únicamente al valor estratégico de la radio, y en eso fue un visionario. Pero la bebida no le sentaba bien, y sus discursos ante el micrófono los pronunciaba sobrio. Con todo esto mi curiosidad crecía, y en Internet encontré por fin breves grabaciones de su voz, por desgracia demasiado breves para hacerse una idea cabal. Pero el tono de su voz no cuadraba con la imagen de aquel caballero de honor que él pinta de sí mismo en sus memorias. No he sacado ninguna conclusión, porque no me creo capaz de imaginarme el contexto social en que se desarrollaban aquellos hechos.

Confieso que en algunos momentos he sentido simpatía por el protagonista de aquellas memorias. Por ejemplo, cuando pone en evidencia la mediocridad de Franco como estratega bélico, o cuando expresa abiertamente su desprecio hacia los fascistas italianos y los falangistas. Pero su admiración incondicional por el régimen nazi y su antisemitismo me produjeron escalofríos. Por eso, cuando finalmente terminé la última página del libro, sentí que me había quedado igual que estaba al empezar a leer la primera.

Mala suerte. Entre tanto no lleguen los debates desapasionados y la visión objetiva que la historia de España necesita, me temo que seguiré condenado a nadar contra... corrientes.

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