domingo, 1 de marzo de 2009

Barbarismos

Debía de ser yo muy niño cuando oí por primera vez la palabra 'barbarismo'. Gracias no sé si a la escuela o al cine, yo me representaba a los bárbaros como unas tribus primitivas que se paseaban por los libros de Historia asolando ciudades y comiendo cordero asado con los dedos. Aunque en seguida comprendí que los barbarismos eran simplemente vocablos extranjeros, en algún rincón de su significado me quedó para siempre agazapada aquella imagen de un Atila sin afeitar entrando a sangre y fuego en el mundo civilizado para no dejar piedra sobre piedra.
Pero aquella imagen mía tan cinematográfica no estaba tan desencaminada. El barbarismo, en fin de cuentas, era la entrada en nuestro vocabulario de palabras gamberras que degradaban nuestra lengua 'civilizada'. Hasta aquel momento, nunca se me había ocurrido que una lengua pudiera degradarse por hacer uso de palabras. Yo habría pensado, más bien, que una lengua se degradaba cuando perdía utilidad, no cuando ganaba recursos. ¿Qué había, pues, de malo en hablar de rock and roll, neceser, tren, fútbol o estribor?
Sencillamente, que eran extranjeras. El criterio para rechazarlas no tenía nada que ver con la utilidad, sino con un concepto mucho más atávico: el territorio.
Con el tiempo, sin embargo, descubrí algunas contradicciones. Todo el mundo tiene hoy en su hogar unos cuantos electrodomésticos alemanes o japoneses pero, por alguna razón, esto no está considerado como un barbarismo. Desde tiempos tan antiguos como los fenicios, los españoles han comerciado con otros pueblos, y no me consta que hayan tenido problema alguno con palabras como aceite, almacén, ánfora, grapa o spaguetti. El rechazo a lo extranjero no data de aquella época, seguramente. Incluso después de expulsar a los árabes y a los judíos se siguieron usando corrientemente palabras tan habituales como 'sábado', o 'Alhambra'.

El primer diccionario de español que salió de una imprenta ("Tesoro de la lengua castellana o española", de Sebastián de Covarrubias) se publicó en 1610. En él se define 'barbarismo' como: "El uso de alguna dicción, o escrita o pronunciada, contra las reglas y leyes del bueno y casto lenguaje, comúnmente recebido; y en esta acepción llamamos bárbaros a los que escriven o hablan la lengua latina grosseramente, careciendo de las buenas letras".
Curioso ataque de purismo, si tenemos en cuenta que la lengua española es ni más ni menos que un latín hablado 'groseramente'. ¿Quién decide el momento en que la evolución de una lengua ha terminado? Para tratar de aclarar nuestras ideas, consultamos la definición de 'bárbaro':
“Este nombre fingieron los griegos de la grossera pronunciación de los extrangeros, que procurando hablar la lengua griega la estragaban, estropeándola con los labios, con el sonido de barbar. [...] De aquí nació el llamar bárbaros a todos los extrangeros de la Grecia, a donde residía la monarquía, y el imperio. Después que se pasó a los romanos, también ellos llamaron a los demás bárbaros, fuera de los griegos; finalmente a todos los que hablan con tosquedad y grossería llamamos bárbaros, y a los que son inorantes sin letras, a los de malas costumbres y mal morigerados, a los esquivos que no admiten la comunicación de los demás hombres de razón, que viven sin ella, llevados de sus apetitos, y finalmente los que son despiadados y crueles”.

¿Nos autoriza este texto a sospechar que hay algo en la lengua de un imperio que la hace superior a las demás? Si identificamos imperio con civilización, puede ser. Es mucho identificar pero, aunque así fuera, ¿qué sucede cuando un imperio subsiste pero su civilización entra en decadencia? Peor aún: ¿qué sucede cuando un imperio subsiste ya sólo en la fantasía y su civilización, por falta de contacto con el exterior, se convierte en un espectro de sí misma?

Tal vez esto es lo que sucedió en España a partir de Felipe II. Mientras las posesiones del Imperio, una a una, se le iban desgajando, España, cada vez más enrocada, rechazaba una tras otra la herejía, la reforma protestante, la Ilustración, los sombreros de tres picos, las tropas napoleónicas, los barbarismos y hasta las vías férreas extranjeras.
Y, por supuesto, la Ciencia.

Hace algunos años me encargaron traducir un libro científico sobre olas. Desde las primeras páginas, tropecé con una dificultad constante que pronto se me hizo tremendamente fastidiosa: la palabra 'ola' no tiene adjetivos. Existen, sí, pluvial, eólico, glacial, marino o lacustre, por mencionar unos cuantos. Pero nunca he oído a nadie usar calificativos como ólico, maréico, ráyico, escárchico, tempánico o granizal.

Para complicar las cosas, algunos adjetivos morfológicamente impecables han sido 'secuestrados'. La expresión 'intensidad tormentosa' nos podría hacer pensar en algún poema de Lord Byron, y 'volumen níveo', en la anatomía de una pastora renacentista. 'Solar' puede ser el adjetivo tanto de sol como de suelo. Los mareos y sus derivados tienen una relación únicamente tangencial con las mareas, y un 'índice terrenal' sólo podría pertenecer a alguna mano implicada en una escena bíblica.

En español, las connotaciones tienen más importancia que el significado. Peor aún: hay palabras que, según algunos, "suenan mal". Pero nadie sabe explicar por qué. Suena bien torear, pero no monitorear. Indeleble, sí; deleble, no. Y lo contrario de insignificante no puede ser significante, sino significativo.

En fin, un lío. Pero lo que más rabia me da cuando tengo que traducir ciertos textos científicos es un término que en cualquier país normal estaría en todos los diccionarios de meteorología. En España, sin embargo, ningún meteorólogo se ha atrevido todavía a tomárselo prestado a sus secuestradores. Por favor, déjenme usarlo. Me estoy refiriendo a la palabra... rociero.

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