martes, 4 de noviembre de 2008

Bulbos de tulipán


En sólo tres años (1634-1637), Holanda vivió un episodio de fe demoledor.

Todas las religiones tienen un componente de fe: Dios nos premiará o nos castigará según nos comportemos. Pero lo hará en un futuro imposible de verificar: el más allá. Tal vez por eso las religiones han sobrevivido tantos siglos: la fe que las sostiene es, por definición, una expectación constante. Un tantra yoga que estira interminablemente el ascenso a la cumbre y, al hacerlo, convierte un golpe de percepción en un estado.

Pero la fe de Holanda era a corto plazo. Se trataba, simplemente, de enriquecerse.

Los tulipanes llegaron a los Países Bajos en 1593. Eran un producto exótico que venía de Turquía. Un capricho caro. Cierto día, alguien descubrió entre sus tulipanes una variedad especialmente original: sus pétalos aparecían vistosamente flameados con manchas de colores. En realidad, aquellos tulipanes habían contraído una enfermedad benigna causada por un virus que afecta a especies vegetales tan diversas como el tabaco, la lechuga o la rosa: 'el virus del mosaico'.

Era un capricho dentro de otro capricho. El precio de los tulipanes 'flameados' subió, y los vendedores empezaron a ver en aquellas flores vistosas una oportunidad de enriquecerse. No sólo los vendedores. Al ver la rapidez con que subían los precios, muchos otros holandeses empezaron a comprar bulbos de tulipán. Parecía una buena inversión.

El empujón final vino con el invierno. Terminada la temporada de cultivo, había que acumular bulbos para la primavera, y en el mercado especulativo el preciado producto empezó a escasear. Los precios se dispararon. Ahora ya todo el país se lanzaba a una compra frenética del nuevo oro. Hasta los más prudentes dudaban. Se vendían casas y terrenos para comprar los codiciados bulbos, se invertían los ahorros de toda una vida. En un solo mes, el precio de un bulbo de tulipán se multiplicó por veinte. El mercado interior se quedaba pequeño. Ahora Holanda exportaría sus bulbos a otros países y en pocos años, tal vez, el nuevo imperio económico neerlandés dominaría el mundo. Los castillos de naipes crecían y crecían en la fantasía de los compradores. La fe se hizo endémica, y llegó un momento en que con un solo tulipán era posible comprar una casa.

Hasta que, un día, los más sensatos empezaron a sentirse incómodos con todo aquel dinero nominal que nadie quería convertir en moneda por temor a perderse la siguiente subida. Más valía pájaro en mano que ciento volando. Y empezaron a vender.

El aumento de los precios no era ya vertiginoso, y algunos empezaron a sentir miedo. Tal vez, al fin y al cabo, su riqueza no aumentaría eternamente. Más valía, pues, vender ahora, por lo que pudiera pasar. Pero el cambio de tendencia se convirtió en estampida. Cuantos más acudían a vender, más aprisa caía el valor de los tulipanes. Y pocos estaban ya dispuestos a comprar.

La realidad volvía a ser nítida, y muchos se dieron cuenta de que habían cambiado todas sus posesiones por un puñado de cebollas. De hecho, al final de la caída un bulbo de tulipán no valía en el mercado ni más ni menos que eso: una cebolla. De la mano del pánico venía la ruina.

Fue una ruina que se extendió por todo el país, y que afectó también no sólo a quienes habían sabido vender a tiempo, sino a los pocos que se habían resistido a creer en el milagro y habían preferido conservar sus bienes. La economía nacional se vino abajo, y la triste consecuencia de aquel espejismo fue… una depresión económica.

Lo cual parece sugerir que la fe no siempre es recomendable. Pero, ¿cuándo lo es? Es evidente que, en nuestro cerebro, la fe no está relacionada con el sentido crítico, y que las creencias de la masa influyen fuertemente en las convicciones personales. En mayor o menor medida, querámoslo o no, todos los seres humanos somos en parte persona, y en parte masa. Y, cuando nuestro entorno es un río poderoso que fluye en una dirección, nadar contra la corriente puede llegar a ser un calvario.

Galileo sabía mucho de esto, pero no fue el único. Stefan Zweig se opuso vehementemente a la primera guerra mundial para, seguidamente, ver desaparecer de su vida, uno a uno, a aquellos que hasta entonces había creído sus amigos. Y en Europa la sentencia 'Aristoteles dixit' tardó siglos en dejar de ser la demostración irrefutable de muchas teorías (falsas). El concepto de 'ateo' apareció en la Grecia clásica tarde, en el siglo V antes de nuestra era, y significa 'el que no cree'. Se supone, pues, que lo natural es creer.

Es cierto que, si nunca hubiera habido 'ovejas negras' que se negaran a comulgar con ruedas de molino, probablemente yo estaría ahora escribiendo esto con un trozo de sílex en las paredes de una cueva, pero también los rebeldes se han equivocado muchas veces. Goethe creyó haber refutado a Newton cuando lo único que estaba haciendo era un ridículo grotesco. Y el propio Newton, primer gran ariete que consiguió resquebrajar la temible fortaleza aristotélica, escribió muchas más páginas sobre alquimia que sobre óptica, teoría gravitatoria o análisis matemático juntas.

Vistas así las cosas, las convicciones de los seres humanos parecen moverse en un terreno mucho más pantanoso de lo que uno a primera vista creería. Contagiados sin querer de la fiebre posesiva de bulbos de tulipán, de la 'ola' humana que recorre las gradas de los estadios de football, de paradas militares que podrían preludiar incluso nuestra propia destrucción, de los gritos desaforados de parranderos borrachos que se creen los amos del mundo, o fascinados por una falsa intuición matemática, por las resonancias ocultas de la cábala, por códigos da Vinci o por relatos de extraterrestres, tal vez ninguno estamos libres de esa necesidad incomprensible que llamamos fe.

Tal vez por eso el sentido crítico, apasionado y absurdo cuando está movido por emociones pero inmutable y despiadado cuando -quizá por un golpe de suerte- coincide con la realidad, es una de las verdaderas marcas distintivas del verdadero ser humano.
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