jueves, 14 de agosto de 2008

Penumbras

Es decir, fronteras borrosas. Que no tienen por qué ser más rechazables que las fronteras nítidas. ¿A quién no le ha parecido absurdo alguna vez tener que detenerse ante un semáforo en rojo que, en ese punto y hora, era evidentemente innecesario?

Incluso fronteras tajantes como esta han de desdibujarse a veces ante prioridades más perentorias: en ciudades con alto nivel de delincuencia, los semáforos se vuelven neutros a partir de cierta hora de la noche, para evitar peligros propios de las junglas de asfalto.

Curiosamente, a nadie se le ha ocurrido todavía ordenar que los semáforos estén siempre en rojo, para evitar totalmente los accidentes. Los semáforos son de cumplimiento obligatorio, pero expresan una convención social fundamentada, en gran medida, en razones prácticas: si no nos ponemos de acuerdo en quién pasará primero, o en si conducimos (todos) por la derecha o por la izquierda, el transporte será un caos. ¿Tienen, pues, ideología los semáforos? Yo diría que no.

Para que todos las cumplan, las convenciones se constituyen en leyes. Una ley es ya un paso más allá de la mera convención, porque implica la existencia de policías que la hagan cumplir y de jueces que penalicen su incumplimiento. Las convenciones están basadas en acuerdos libres entre personas libres de avenirse o no. Las leyes están basadas en la realidad de que muchas personas pueden más que una persona.

Es una vieja fórmula: el interés de la mayoría siempre prevalece. Claro, que habría que definir claramente qué se entiende por mayoría y hasta qué punto la imposición de sus intereses es tolerable para los individuos que no los comparten. La democracia, en el primer caso, y los derechos humanos en el segundo son aproximaciones más o menos tolerables a la solución de un problema que, probablemente, no tiene solución: la naturaleza del ser humano.

Otras veces, sin embargo, la realidad es que unas pocas personas pueden más que todas las demás juntas. Es el caso de las dictaduras. Una dictadura puede reflejar en mayor o menor medida los intereses de la sociedad, pero generalmente refleja la propia ideología de los dictadores. Hace muchos años recuerdo haber visto, junto al palacio presidencial del dictador Duvalier, en Puerto Príncipe, un enorme cartel que declaraba que la democracia y la libertad eran el bien más sacrosanto de los pueblos y el fundamento irrenunciable del Gobierno de Haití. Cuentan que, en aquella misma mansión, Duvalier tenía el comedor decorado con las cabezas de sus enemigos (que eran casi todos de su propia familia), y a pocos metros de aquel palacio despampanante me encontré con un barrio de chabolas inmundas a cuyos habitantes, según comprobé, se les respetaba en aquel momento el derecho de respirar.

En realidad, la historia de las sociedades está directamente determinada por la capacidad de convicción de sus gobernantes. Sean o no dictaduras, las sociedades cuyos líderes no convencen son inestables, y por eso los gobernantes, al igual que las empresas, utilizan tan a menudo un recurso propio, equivalente a la publicidad: la ideología.

La ideología es una maravilla: cohesiona a las masas, refuerza las estructuras de poder, y simplifica muchísimo los razonamientos: el mundo se divide en buenos y malos. Y nosotros somos los buenos. Punto. Alguien podría pensar que estoy describiendo no las ideologías, sino las religiones. Cierto. Pero si las llamasen religión perderían adeptos y, en el mundo moderno, para hacer publicidad hay que saber guardar las formas.

Lo cual nos lleva a una conclusión no tan inesperada: el mundo no está en manos de los políticos, sino de los medios de comunicación. Porque, para poder convencer, los políticos necesitan de los mass media, esos profetas del mundo moderno que difunden entre los mortales la Verdad y la Palabra.

Sólo que, con el paso del tiempo, los profetas se han modernizado. Y es que por fin han comprendido que una Imagen vale más que mil Palabras.

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