domingo, 28 de junio de 2020

La espiral - 20

(Comienzo)

El apartamento de Katia era bastante más grande que una casa de muñecas, pero aproximadamente igual de cursi. Exceptuando las patas de la mesa, todo era de color rosa. Y con volantes. Katia ahuecó los cojines rosa del sofá, esperó a que yo me sentara y se sentó a mi lado.

"¿Te apetece algo?", preguntó, al tiempo que cogía mi mano y la ponía entre sus muslos. 

Asentí con la cabeza.

"Sí. Mucho"

"A mí también"

"Qué casualidad", dije.

Nos besamos. Katia consiguió sentarse a horcajadas sobre mí y desabotonó mi camisa. El asiento rosa del sofá crujió inquietantemente.

"¿Por casualidad no tendrás un sofá con sábanas y almohadas en lugar de respaldo?", susurré, acariciando sus nalgas por debajo de la falda.

Se rió con una naturalidad inesperada.

"Es lo que más me gusta de ti. Eres inteligente", dijo, besuqueando con coquetería mi cuello y mis mejillas. Gemí. Entre sus ingles y las mías se podía haber asado un entrecot de búfalo. A la brasa. 

"Y, además, sin refuerzos", añadió Katia en tono enigmático. Seguidamente se puso en pie, tomó mi mano con un gesto elegante y me condujo a su dormitorio.

Bajo las guirnaldas del dosel de su cama, todo él frambuesa pálido, Katia se quitó la blusa y la falda, apartó las sábanas estampadas de claveles y se tendió a mi lado. No me sorprendió descubrir que su ropa interior era de color rosa. Pero apenas tuve tiempo de entretenerme en ese detalle. No duró mucho tiempo con ella puesta.

Las ideas que Katia tenía en mente para aquella noche eran en realidad una sola, pero repetida muchas veces. Quizá demasiadas, para un simple detective acaparado noche tras noche por una mujer policía y que, en el fondo, sólo quería olvidar un amor imposible. Cuando los primeros rayos de sol iluminaron las enormes dalias pintadas en las paredes del dormitorio, me dejé caer de espaldas sobre la cama y cerré los párpados, agotado.

"¿Ya?", dijo Katia, jadeando. Y, sin esperar mi respuesta, añadió: "Bueno, supongo que sí. Tú también te has quitado un buen peso de encima, ¿verdad?"

Levanté un párpado y la miré de reojo. Se echó a reír.

"No, no me refería a ese. Un peso sentimental, quería decir"

"¿Tú que sabes? Apenas me conoces"

"Por supuesto. Pero sé distinguir cuando un hombre está enamorado de otra"

"¿Estás segura?", dije entre dientes. Estaba a punto de quedarme dormido.

"¿Sabes cuando alguien transmite la impresión de que el mundo se va a terminar mañana?"

"No se ha terminado", murmuré.

"Cuando te vi salir de la disco, comprendí que no habías ido allí para divertirte, como los demás"

"Estaba trabajando", conseguí pronunciar.

"Puede. Pero lo que yo vi fue un hombre tan desesperado como yo. Por eso te seguí. Además, ya me habías llamado la atención en el Club Náutico. Me gustan los hombres inteligentes. Sin refuerzo"

Me abracé a ella y respiré relajado, dispuesto a abandonarme a las delicias de un largo sueño.

"¿Sin refuerzo? ¿Eso qué quiere decir?"

 "Que tú no necesitas el jarabe de Andy, cariño"

Abrí los párpados de par en par. Había oído bien. En mi interior, algo me decía que la pieza del rompecabezas que andaba buscando acababa de aparecer.

Sólo me faltaba averiguar dónde encajaba.

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sábado, 27 de junio de 2020

La espiral - 19

(Comienzo)

Katia se sentó a mi lado y me tendió uno de los dos mojitos que había traído de la barra. Levantó el suyo a la altura de los ojos, a modo de brindis, y bebió un trago largo. Yo la imité.

"¿Te apetece bailar?", dijo acto seguido, dirigiendo una mirada a la pista de baile.

"Está desierta"

"Por eso"

Sorprendentemente, su voz se había dulcificado. Con un gesto coqueto, apartó el cabello de sus hombros. A nuestro alrededor, las luces tenues y la música suave invitaban a la intimidad. Mi antipatía cedió unos milímetros. Tal vez aquella mujer no se había escapado de un perchero, al fin y al cabo. Se incorporó, me cogió de la mano y tiró suavemente de mí. Me levanté y la seguí.

Nunca había bailado con una mujer más alta que yo. Y mucho menos con una mujer que tomase toda la iniciativa. Al llegar a la pista de baile, Katia enlazó mis brazos alrededor de su cintura y se apretó contra mí hasta que su escote estuvo todo él debajo de mi barbilla. Empezamos a bailar, muy despacio. Su cabeza se inclinó hacia mí y sus labios rozaron el hueco de mi oreja.

"Puedes mirar, si quieres", susurró.

"¿Tengo otra alternativa?", respondí.

Relinchó levemente, divertida. Su cuerpo se estremeció un instante entre mis brazos, sin perder el ritmo de la música.

"No te preocupes", dijo. "Esta noche no te voy a hablar de Andy ni de sus amigos"

"¿Tampoco vas a intentar venderme nada?"

"No me lo comprarías. Por eso estamos ahora aquí"

"Claro. Y por eso te has molestado en seguirme toda la noche. Déjame adivinar: no tenías otra cosa que hacer. ¿Cómo sabías dónde encontrarme?"

"No lo sabía. Te ví salir de la disco y te seguí hasta las dunas. Pensé que la escena de la parejita no te habría dejado indiferente"

Levanté la cabeza. Sus labios, cálidos y húmedos, acariciaron mis párpados.

"¿Tú también los viste?", pregunté.

"Los oí. Y tampoco a mí me dejaron indiferente"

"Te dejaron diferente"

Su cuerpo se volvió a estremecer, pero esta vez no era sólo de risa. Poco a poco, mis manos habían ido resbalando desde su cintura hasta apoyarse en sus nalgas, que la música, lenta, mecía sensualmente.

"Normalmente no salgo por las noches", dijo. "Pero hoy no ha sido un día normal. Hay unas cuantas cosas que necesito olvidar"

"¿Y cómo piensas hacer para olvidarlas?"

"Tengo un par de ideas. Quizá incluso más"

"No me digas. ¿Cuántas?"

"Eso dependerá de ti. Si estás en forma esta noche, creo que muchas"

Mi respiración se aceleraba por momentos. ¿Quién fue el idiota que dijo que el sexo débil eran las mujeres? Katia se apartó un poco y miró la abertura de su escote.

"Todavía no me has dicho si te gustan las vistas", dijo.

"Me dejan diferente", respondí. "Pero, no sé por qué, estoy seguro de que se podrían mejorar"

"Podemos intentarlo. No vivo lejos de aquí. Además, cuando tengas hambre tengo el frigorífico repleto"

"No me digas que has cocinado macarrones"

Su cuerpo ardía. Levanté la cabeza. Sus labios, entreabiertos, se acercaron a los míos. Nos besamos.

"No, tonto", dijo con voz ronca cuando nuestros labios por fin se separaron. "Quiero decir, para el desayuno"

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sábado, 20 de junio de 2020

La espiral - 18

(Comienzo)

Pero, a través del visor de infrarrojos, era imposible saber si esa Belinda que ahora gemía con las piernas levantadas, enlazadas a la cintura de aquel semental, era rubia o pelirroja. Lo que sí parecía evidente era que estaba pasando un buen rato. En aquel rompecabezas que se estaba empezando a vislumbrar, Belinda era la pieza más difícil de encajar. Esposa infiel, amante infiel, tan previsiblemente rubia o pelirroja como las luces de un semáforo, y capaz de desplazarse desde el yate de Andy hasta la playa en menos tiempo del que tardaba yo al volante bajo los efectos de una tempestad de adrenalina. ¿Quién era realmente aquella mujer?

No me atreví a disparar la cámara por miedo a ser descubierto. Además, los buenos ratos como aquel se merecían un respeto. Poco a poco, reptando hacia atrás, me aparté de la duna, me sacudí la arena de la ropa y caminé hasta mi automóvil. Cuando estuve dentro, suspiré con resignación.

"Unos nacen con estrella, y otros nacemos estrellados", murmuré, recordando al mismo tiempo a Belinda entre los brazos de aquel tipo y a Rosario desprendiéndose lujuriosamente de su faja. Naturalmente, mis suspiros eran inútiles. El destino es el único energúmeno que ningún detective ha conseguido jamás investigar. 

Consulté mi reloj. Eran las tres de la madrugada, pero yo no tenía sueño. Rosario había consentido en pasar la noche sin mí y ya no me esperaba. En realidad, no me esperaba nadie. Cuando uno es dueño de su destino también es esclavo de su libertad. Pero la noche era larga, y yo conocía un par de sitios en la ciudad donde disfrutar de esa esclavitud. Puse el coche en marcha y, esquivando siluetas de peatones borrachos y faros de otros automóviles que seguían entrando, me zambullí en el tráfico oscuro de la autopista. 

La luna, amarilla y famélica, acababa de salir. No había ninguna ley que prohibiera a un detective enamorarse. Ni siquiera de la mujer de su cliente o de la amante de un mafioso, igual que no había ninguna ley que prohibiera llover o tener ojos, o volverse loco. Ni siquiera de melancolía. Antes de una semana yo conseguiría tomar las fotos que mi cliente me había encargado y Belinda desaparecería de mi vida. Para siempre. Intuí que aquella noche iba a ser larga. Muy larga.

La luna se diluyó en el resplandor de las luces de la ciudad, que a aquellas horas estaba casi desierta. Dejé atrás el hotel Sebastopol, me desvié a la derecha, y tres calles más adelante aparqué junto a un puesto de pizzas. Mientras aguardaban a que la vendedora cortara sus raciones, una pareja de adolescentes se besaba fogosamente. Antes de salir del coche miré por el retrovisor. Detrás de mí se acababa de detener otro automóvil. Apagó los faros, pero no vi salir a nadie. Hacía ya rato que sospechaba que me venían siguiendo.

Salí, cerré la portezuela y me acerqué a la ventanilla del conductor, pero no pude distinguir a ningún ocupante. Entonces apoyé la nariz en el vidrio y agité la mano, a modo de saludo. La ventanilla descendió lentamente, y unas clavículas familiares aparecieron ante mi vista. Enmarcada en un cabello lacio, presumiblemente cortado con una podadora, la rubia del puesto de helados me miraba, inexpresiva.

"¡Qué sorpresa!", dije, levantando las cejas. "No sabía que tus papás te dejaban salir por la noche"

"Sólo he salido a tomar una copa. Mis papás están en Bulgaria y no se van a enterar de nada"

Por un instante, sus labios dibujaron la tilde de una ñ. ¿Había sonreído?

"Envíales muchos recuerdos de mi parte", respondí, tan cariñosamente como le habría agradecido a mi dentista que me sacara una muela sin anestesia. "Yo tardaré todavía un rato. Puedes comprarte una pizza si tienes hambre"

"¿No me vas a invitar a una copa?", preguntó, sin mover un músculo de la cara. Me pareció que trataba de ser simpática.

"Oye, disculpa mi franqueza, pero no eres mi tipo. Me hace ilusión pensar que esta noche podría encontrarme con la mujer de mi vida", mentí. La posibilidad de que Belinda abandonase esa noche al feliz humano de las dunas para terminar emborrachándose conmigo en un tugurio sin nombre era tan verosímil como una invasión extraterrestre.

"Entonces te invitaré yo", sentenció la rubia con voz gruesa, como si me hablara desde dentro de una caverna.

La portezuela se abrió, y los dos metros de vendedora de helados se desplegaron ante mí. Se alisó desmañadamente la falda y me tendió la mano.

"Katia", dijo, a modo de saludo.

Estreché su mano, pero no dije mi nombre.

Después, me encogí de hombros y eché a andar. Llámame como quieras, pensé.

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domingo, 14 de junio de 2020

La espiral - 17

(Comienzo)

Glamour 1 era una disco tan fea como cualquier otra. Era un edificio de dos plantas en las afueras de la ciudad, no muy lejos de la playa. A su entrada, dos tipos impasibles, posiblemente pertenecientes al género humano, perdonaban la vida a cada uno de los que conseguían pasar. A la mañana siguiente serían tan insignificantes como cualquier otro don nadie escribiendo idioteces en la pantalla de un teléfono. El cielo estaba surcado por haces de luz blanca que salían de la azotea y se entrecruzaban allá en lo alto, sin ningún significado en particular.

Cuando llegué a su altura, uno de ellos se puso delante de la puerta, bloqueando la entrada. En lo alto de su cráneo, una cresta picuda teñida de azul lo diferenciaba sin ninguna duda de una iguana. Era bizco. 

"¿Qué es lo que quieres?", me desafió.

"Entrar"

Sonrió, sinceramente divertido.

"No se puede. Está lleno"

"Verás cómo en seguida se vacía. Traigo un mandamiento judicial"

La sonrisa se borró de sus labios. Me miró de arriba a abajo.

"Es broma, hombre", exclamé, dándole una palmada en un brazo. Su compañero se acercó.

"La verdad es que el juez todavía no se ha decidido", aclaré. "Pero no te preocupes. No tardará"

Estaba desconcertado. Su compañero me preguntó:

"¿Eres policía?"

"¿Tú qué crees?"

"Demuéstramelo"

"Mira, vamos a llegar a un acuerdo. Digamos que yo no soy policía, y el juez por hoy se ha ido a dormir. Quién sabe, quizá nunca se decida. Pero me tenéis que dejar pasar"

Se miraron. El bizco vaciló unos segundos, y después asintió levemente con la cabeza. El otro se apartó, pero él no se movió. Procurando no rozarle, me deslicé entre su biceps y el cortinón que tapaba la entrada y pasé al interior.

Un huracán de gorgoteos electrónicos vapuleó mis tímpanos, y un alud de luces entrecortadas me envolvió en un éxtasis de pacotilla. Por comparación, el infierno de Dante era un remanso de paz. A empellones, me abrí paso hasta la barra y me acerqué a una de las camareras.

"¿Tienes un minuto?", grité, con toda la fuerza de mis pulmones.

"¿Qué?"

Repetí la pregunta. Tampoco esta vez me oyó.

"¿No podemos ir a un sitio más tranquilo?", volví a gritar, ahora prácticamente dentro de su oído.

"¡Pero si aquí está tranquilo...! ¡Donde está la movida es en la planta de arriba!", exclamó, señalando el techo.

Saqué mi teléfono del bolsillo y le mostré la foto de Belinda en el yate de Andy.

"¿La has visto por aquí?"

Se acercó a mirar. Pareció dudar unos segundos, pero en seguida denegó con la cabeza.

"¡No me suena! ¡Pero yo soy nueva. Pregúntale al dueño!", dijo, señalando entre las cabezas.

En efecto, allí estaba. La figura atildada de Andy habría sido inconfundible en mitad del Apocalipsis. Suponiendo que el Apocalipsis consiguiera ser peor que aquella barahúnda. Andy estaba eufórico. Las dos chicas que estaban con él, que él tenía enlazadas por la cintura, se reían a carcajadas. Me pareció que una de ellas era la chica de la tumbona. Me alejé hacia el fondo del local y di una vuelta completa en busca de alguna puerta privada, pero no encontré ninguna. Después, subí a la primera planta y repetí la exploración. Tampoco. Si Andy tenía algo que esconder, no era en aquel edificio. Bajé las escaleras y, sorteando como pude codos, vasos y pisotones, salí al exterior. El tipo de la cresta azul ni me miró.

Respiré hondo. No podía creer que estuviera pisando el suelo otra vez. Necesitaba recuperar el sentido de la realidad. En lugar de regresar al coche, bordeé el edificio y, caminando entre dunas, me dirigí a la playa. El rumor de las olas se fue acercando despacio hasta que, por fin, divisé la orilla allá a lo lejos. Entonces me tumbé sobre la arena y miré al cielo.

La luna no había salido todavía, y la playa estaba desierta. Me sentía como si hubiera escapado de una guerra. Poco a poco, fui recuperando la serenidad. No había sido una noche muy productiva. Mucho ruido y pocas nueces, pensé. Y cerré los párpados. Entonces oí los jadeos.

Era difícil saber de dónde venían, pero no estaban muy lejos. Por suerte, venía preparado. Me levanté sigilosamente y, lo más aprisa que pude, regresé al coche, saqué la cámara de visión nocturna y volví a la playa. Guiándome por la intensidad del sonido, ascendí una duna, me tumbé boca abajo sobre la arena y enfoqué mi cámara hacia los dos bultos.

Allí estaban. Era ella.

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La espiral - 16

(Comienzo)

El yogurt, al menos, estaba delicioso. Rosario llegó de la cocina con una cafetera en la mano, sirvió café en dos tacitas de porcelana decoradas con el emblema de la policía, me acercó el azucarero y se sentó a mi lado.

"Tu amigo Andy es muy escurridizo. Mis compañeros precintaron el local el otro día por orden del juez. Hubo un incidente con una bailarina de striptease. Supuestamente, drogas. Pero no hemos podido averiguar lo que se había tomado"

"¿Qué sucedió?"

"Se desmayó en mitad de una actuación. Estuvo cinco horas inconsciente. Prácticamente sin pulso, como anestesiada. Cuando se despertó, aseguró que no se acordaba de nada"

"¿Y el forense qué dice?"

"No tiene ni idea. Le ha hecho todos los análisis posibles, pero no le ha encontrado nada"

"Entonces ¿por qué dices que estaba drogada?"

"No ha sido el primer caso en la ciudad. Hace ya dos semanas que está sucediendo. Una cajera de un supermercado, dos empleadas de banco y una veterinaria. Siempre mujeres. Sin ninguna conexión entre sí"

Recordé a la chica de la tumbona en el yate de Andy.

"¿Y qué tiene que ver Andy en todo esto?"

"El edificio que hay junto al local de striptease es un laboratorio abandonado. Una de las puertas del local comunica con el laboratorio. Él asegura que nunca la ha abierto, pero sabemos que eso no es cierto"

"¿Y en el laboratorio...?"

"Nada. Sólo mesas y probetas cubiertas de polvo. Habíamos empezado a vigilarlo cuando el juez ordenó precintar el local. Hemos espantado la liebre, pero seguro que tiene otros escondrijos. Andy es un tipo muy listo"

"Humm". Me acaricié la barbilla. "¿Y qué hay del Glamour 1? ¿Existe?"

"Es una disco. Está en las afueras"

"¿En las afueras? ¿Dónde?"

Rosario besuqueó el borde de mi oreja con una eficacia sorprendente.

"No querrás ir allí ahora, ¿verdad? Esta noche tenemos algo que celebrar"

Le dirigí una mirada interrogante.

"Estamos vivos", sonrió. "¿Te parece poco?"

Apuré mi café. Rosario empezó a desabotonar mi camisa y yo me dejé hacer. Cerré los párpados. Cuando los abrí, estaba desnuda.

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La espiral - 15

(Comienzo)

Rosario llevaba puesta una camisa holgada, anudada a la altura del ombligo, y unos pantalones cortos muy ceñidos, a punto de estallar. Me besó en los labios, apartando de mí dos manos enharinadas.

"Ven. Estoy en la cocina. He metido un besugo en el horno"

La seguí hasta la cocina. El aroma que salía del horno era delicioso, y no se veían macarrones por ninguna parte.

"¿Celebramos algo?", pregunté.

"No. Para disfrutar de la vida no hacen falta pretextos. Basta con tener ganas"

Terminó de dar forma a las tres últimas rosquillas que había en una bandeja y comprobó que el aceite humeaba en la sartén.

"Por cierto, tengo noticias para ti. Disculpa, ¿te apetece un vermut? Mira, las aceitunas están en el frigorífico"

Serví las aceitunas en un cuenco floreado y las coloqué junto a dos vasos de vermut sobre la mesa de la cocina. Rosario dejó la espátula apoyada en la sartén, se acercó a mí y se llevó a la boca una aceituna.

"Mmm. Qué ricas. ¡Salud!"

Bebimos. Rosario entonces dejó su vaso sobre la mesa y me abrazó, mimosa.

"¿Tenías muchas ganas de verme?", susurró, y sin esperar respuesta exploró con una mano los relieves de mi entrepierna.

La respuesta era 'no', pero hay automatismos que uno no puede controlar. 

"Vaya, ya veo que sí. ¿Tú crees que podremos esperar hasta esta noche?"

Era una pregunta retórica. Su camisa se había desanudado, y la hebilla de mi cinturón, desabrochada, no podía ya seguir sujetando mis pantalones. Jugueteamos durante un rato, cada vez con mayor entusiasmo, hasta que el olor a quemado fue demasiado evidente. 

"¡Ay, las rosquillas!", exclamó Rosario, y corrió en paños menores hasta la sartén. Tosiendo, fui a abrir la ventana. Los dioses me habían echado una mano. Al menos esa noche, de postre comeríamos yogurt.

Pero los dioses también procuran ser ecuánimes. Cuando el olor a rosquillas quemadas se disipó, la humareda que salía del horno me hizo comprender cuál era la verdadera cena que el destino me tenía reservada.

Macarrones.

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viernes, 12 de junio de 2020

La espiral - 14

(Comienzo)

"¿Cuál de las cuatro le gusta más?"

El camarero larguirucho, con los brazos en jarras, miraba en la misma dirección que yo, aunque sin mucho interés. Seguramente había aceptado ya que ninguna de aquellas chicas se prendaría nunca de su tatuaje.

"Pues no sabría decirte", respondí. "Desde aquí no se distingue muy bien"

"No, no mucho. A mí me gusta la de la tumbona"

"¿Es la misma de ayer?"

"Sí. Se pasa las tardes ahí, en la tumbona. Durmiendo"

Efectivamente, allí estaba otra vez la chica del día anterior. Era morena y esbelta, y llevaba puestas unas sandalias de playa, de colores. 

"Igual está sólo tomando el sol", dije. "Ya sabes, a las mujeres les encanta"

Se encogió de hombros.

"¿Le traigo la carta? Hoy está abierta la cocina."

"Mira, no te molestes. Tráeme una hamburguesa, con un poco de ensalada"

"Claro. Y una cerveza. Bien fría". Sonrió.

Le respondí con una mirada simpática. Dando media vuelta, se echó la servilleta al hombro y, silbando, regresó al interior del local.

En la terraza había otras dos mesas ocupadas, pero nadie me prestaba atención. Empujé hacia adelante la visera de mi gorra, me ajusté las gafas de sol y escudriñé la cubierta del yate. Las otras tres chicas estaban a la sombra, sentadas, y era imposible saber si alguna de ellas era Belinda. Ni Andy ni el tipo de la barba estaban a la vista. 

Es difícil tener celos del amante de la esposa de alguien que lee en la cama mientras frente a él se pasea una diosa saliendo de la ducha. Pero no imposible, y la prueba, naturalmente, era la velocidad a la que galopaba mi corazón mientras pensaba en ello. Instintivamente, palpé mis prismáticos en el bolsillo del pantalón y giré la cabeza hacia el acantilado, para comprobar que mi puesto de espionaje seguía en su sitio.

Pero, en su lugar, dos metros de mujer en bikini se interpusieron ante mi vista.

"¿Te puedo invitar a un helado?", le oí decir.

"¿Hablas conmigo?", pregunté, mirando hacia arriba.

Era una pregunta absurda. El ombligo de aquella mujer estaba tan cerca de mí que casi no me dejaba respirar. Su cabello, rubio y lacio, caía sin gracia sobre la percha cuadrada de los hombros. No era difícil reconocerla. Era la vendedora del puesto de helados.

"Estoy esperando una hamburguesa", contesté, desviando adrede la mirada.

"¿Me puedo sentar, por lo menos?"

Miré sin disimulo las otras mesas vacías, pero no se dio por enterada. Sin esperar mi respuesta, se sentó a mi lado.

"¿Eres tímido?", dijo entonces, con el mismo tono de voz con que un coronel le hablaría a un recluta novato. La miré, sin contestar. La silla le venía pequeña.

"Te vi el otro día en tu coche", dijo. "Pero no te atreviste a bajarte. Pasaste de largo"

"Me estaba esperando mi abuelita. Se enfada mucho cuando me retraso"

Dejó escapar una risa corta. O tal vez un relincho.

"¿Cuánto quieres?", preguntó.

"¿De verdad me vas a invitar a un helado?"

"No me hagas perder la paciencia", suspiró, cruzándose de brazos. "Dime una cantidad"

"¿Me llevarás también a bailar esta noche? Me gustan las chicas altas"

Aquella mujer podía perfectamente haber sido domadora de leones, pero en su mirada había matices sutiles. En aquel momento acerté a distinguir tres: odio, desprecio, impaciencia.

"Cinco", dije, por decir algo.

"Cinco, ¿qué?"

"Mira, cariño. Te voy a decir la verdad. No tengo ni idea de lo que me estás hablando. Ni tú vendes helados, ni yo me voy a poner tacones para bailar contigo esta noche. Tampoco me interesa saber a qué te dedicas. De modo que vamos a dejarlo así. Esta conversación nunca ha existido. Y ahora, si eres tan amable, déjame disfrutar de las gaviotas.

"¿Estás esperando a Andy?", me espetó.

Aquella pregunta no me la esperaba. Empecé a comprender que me estaba metiendo en un rompecabezas en el que me faltaban casi todas las piezas.

"¿Quién es Andy?", contesté inocentemente.

La llamarada que lanzaron sus ojos no llegó a chamuscarme, gracias a que un plato con una hamburguesa se interpuso entre nosotros dos.

"Aquí tiene", dijo en aquel momento el camarero flacucho. "Y la cerveza. Fresquita. ¿La señora va a tomar algo?"

La señora se levantó encorvándose, para que su cabeza no chocase con la sombrilla.

"No, gracias. Ya me iba", dijo volviéndonos la espalda.

Y se marchó.

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La espiral - 13

(Comienzo)

El local de Andy estaba precintado, y a su alrededor el callejón estaba desierto. A la luz del día, el lugar se veía desolado. La pintura del portón, desconchada, dejaba ver aquí y allá remaches oxidados y trazos inconexos de viejos graffiti. Sobre el dintel, las letras del rótulo de neón aparecían tiznadas de un polvo negruzco que había resistido ya muchas lluvias y podría resistir sin dificultad el diluvio universal. El rótulo decía

"Glamour 2"

La m, descolgada a medias, parecía anunciar los pechos de las camareras que esa noche no servirían ya cubalibres a ningún gordo seboso ni balancearían sus nalgas desnudas bajo los focos del escenario. Examiné la fachada. Las ventanas de la primera planta estaban demasiado altas, y el edificio colindante parecía una antigua fábrica abandonada. 

Nadie me veía. Agachándome, pasé por debajo del precinto y empujé el picaporte. No cedió ni un milímetro. La cerradura, de seguridad, no parecía fácil de forzar, como no fuera empotrándole un bulldozer con los frenos averiados. No tenía sentido seguir intentándolo. Salí de nuevo a la acera y me quedé mirando el rótulo. Glamour 2... ¿Existiría un Glamour 1? Saqué el teléfono del bolsillo y marqué el número de Rosario.

"Estoy en la oficina, chati", anunció la voz de Rosario. "Ahora ando muy ocupada, pero salgo a las seis. ¿Te espero en casa?"

"Eee, sí, claro. Sólo quería saber por qué habéis precintado el local de Andy. Ya sabes, el amiguito de Belinda. ¿Qué es lo que ha ocurrido?"

"Yo no estoy asignada a ese caso, pero dime el nombre del local y veré qué averiguo"

"Glamour 2"

"De acuerdo. Luego nos vemos"

"Ah, y averigua también si existe un Glamour 1, y dónde está"

"Vale, lo miraré. Adiós"

Cortó la comunicación. Consulté mi reloj de pulsera. Era ya casi la hora de almorzar. La posibilidad de regresar a casa, comerme la última lata de atún con unas rebanadas de pan de molde y comprobar que la botella de bourbon se había terminado duró sólo unas décimas de segundo en mi conciencia. Caminé hasta mi coche, abrí la portezuela y me senté al volante. Un deseo mucho más irresistible se había apoderado de mí. Irresistible, pero no nuevo.

El Club Náutico estaba a apenas cinco minutos de allí.

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