He decidido comprarme un automóvil. ¿Por cuál me decidiré?
Si soy una persona práctica, tal vez me atraigan más los coches de bajo consumo, con espacio de sobra para mi equipaje y para mi familia, sin preocuparme mucho de si son bonitos o feos. O tal vez me preocupa la seguridad, y en tal caso probablemente me decidiré por un automóvil robusto. En cambio, si lo que busco es atraer al sexo opuesto me compraré un deportivo rápido y esbelto, y con que tenga cabida para dos personas me parecerá suficiente. Aunque también puede suceder que mi vecino se haya comprado hace poco un coche despampanante y yo no quiera ser menos que él.
Sea cual sea el vehículo que compre, la decisión que finalmente tome dependerá de lo que yo más valore. En otras palabras, nuestras decisiones y nuestra forma de vida dependen en buena medida de nuestra escala de valores.
No siempre somos conscientes de esto, porque a menudo las personas con las que nos relacionamos tienen una escala de valores parecida. No en el caso de los coches, naturalmente, pero sí en otros muchos aspectos que a menudo nos pasan inadvertidos. En fin de cuentas, cada sociedad es como es porque una mayoría de sus ciudadanos tienen unos valores más o menos comunes. Quizá por eso las religiones, con sus códigos fijos de comportamiento, han sido durante siglos las grandes unificadoras de las sociedades y de las naciones.
Se podrían escribir ríos de tinta sobre el tema, pero hay dos valores cruciales que determinan en buena medida cómo es una sociedad. Esos dos grandes valores son la libertad y la dignidad. Es cierto, todos valoramos la libertad y la dignidad, pero no todos las entendemos de la misma manera. Según cómo interpretemos el significado de esas dos palabras, nos encontraremos con tres tipos de sociedad diferentes, que voy a tratar de describir imaginando tres países ideales. Ninguno de esos tres países existe en la realidad. Son modelos de sociedad exagerados, en los que todos sus habitantes entienden y valoran la libertad y la dignidad de una misma manera. En el mundo real, las sociedades que todos conocemos son, en mayor o menor grado, una combinación de esos tres modelos. A saber:
Libertonia
En Libertonia, la libertad es un tesoro. Además, la dignidad consiste en ganarse la vida con el propio esfuerzo, y quienes lo consiguen son admirados y emulados. El progreso, por lo tanto, consiste en afrontar valientemente los desafíos: vencer dificultades, resolver problemas, luchar por mejorar las cosas y la vida de las personas. Libertonios eran quienes inventaron la radio, la lavadora o el automóvil, quienes descubrieron las leyes de la física o de la biología, o quienes conquistaron los polos o el Everest.
En una pequeña ciudad de Libertonia vive Lulú, que es una cocinera excelente. Tan excelente que, atendiendo a los ruegos de sus vecinos, empieza a venderles tartas para los cumpleaños y otras celebraciones. Inevitablemente, se corre la voz por la ciudad, y Lulú cada día tiene más encargos. Tantos, que llega un momento en que apenas da abasto y, para resolver el problema, sube los precios. El negocio empieza a ser tentador porque, al haber subido los precios, Lulú gana mucho dinero con cada tarta que vende. De modo que, al poco tiempo, otros vecinos de la ciudad empiezan a cocinar tartas y a venderlas a ese mismo precio.
Tanto proliferan los vendedores de tartas que Lulú empieza a tener menos clientes. No es grave, porque el beneficio era muy alto y Lulú puede permitirse bajar un poco los precios para recuperar clientela. Aun así, el negocio sigue siendo muy atractivo, y por todas partes aparecen nuevos reposteros. Es más, algunos empiezan a ofrecer tartas innovadoras, más apreciadas por los clientes, y Lulú pronto comprende que, además de bajar los precios, tendrá que introducir cambios en su negocio. Además de ensayar nuevas recetas, se da cuenta de que, si contrata repartidores, ganará un tiempo precioso. No sólo creará puestos de trabajo, sino que tendrá tiempo para cocinar más tartas cada día. Incluso descontando lo que pague a los repartidores, calcula que podrá mantener o mejorar sus beneficios.
Al principio, los repartidores son jóvenes que se conforman con un sueldo módico y unas propinas. Los jóvenes de la ciudad están encantados, porque los demás reposteros también han echado cuentas y empiezan a contratar repartidores, igual que ha hecho Lulú. Gracias a todas esas innovaciones, la repostería sigue siendo un negocio atractivo. La clientela aumenta. Surgen nuevos cocineros, que a su vez contratan a más repartidores, y llega un momento en que los aspirantes a repartidor empiezan a escasear. Si quieren mantener su margen de beneficios, los reposteros no tendrán más remedio que pagarles más.
Es un momento crítico. Algunos no reaccionan a tiempo, empiezan a perder dinero y tienen que cerrar el negocio. Pero el afán innovador de los libertonios es inagotable, y los reposteros que sobreviven siguen introduciendo cambios para mejorar la calidad y bajar el precio. Gracias al afán de iniciativa de los libertonios, el desempleo disminuye, los precios bajan, las tartas son cada vez mejores y más variadas, los sueldos aumentan, y ahora incluso los repartidores tienen dinero para comprar tartas.
Naturalmente, el desempleo no llega a desaparecer del todo. Siempre hay personas que, por razones de salud o de edad, no pueden trabajar o no dan más de sí. Pero los libertonios son sensibles a esa realidad, y se organizan espontáneamente para ayudar a esas personas. Para ellos es doloroso ver que alguien no puede conseguir lo que ellos más valoran: ganarse la vida con su propio esfuerzo. Así que los más ricos crean escuelas, hospitales y universidades con sus propios medios. Otros donan lo que pueden a las organizaciones de caridad, o se ofrecen como voluntarios de vez en cuando para echar una mano.
Aun así, a veces entre todos no dan abasto, y cuando eso sucede el Estado se ocupa del resto, con cargo a los impuestos. Pero, debido a esa buena predisposición de tantos libertonios, los gastos que debe afrontar el Estado son muy pequeños y, por lo tanto, los impuestos son muy bajos. Los libertonios disponen de casi todo lo que ganan y, por consiguiente, consumen más y se arriesgan más a crear nuevas empresas. Es decir, generan más bienestar y más riqueza para todos. Es un círculo virtuoso. Invencible. Ellos lo llaman ‘progreso’.
Tribalonia
En Tribalonia la libertad también es un tesoro, pero sólo la mía y la de los míos. Además, para los tribalonios la dignidad consiste en que nadie les diga lo que tienen que hacer. Por eso, cuando alguien se equivoca la responsabilidad siempre es de otro. Los tribalonios hablan de izquierda y de derecha, pero son sólo apariencias. En el fondo, les da igual, porque para prosperar en la vida no tienen que hacer méritos trabajando más y mejor, sino que recurren a amistades, parientes, influencias e intercambios de favores.
En Tribalonia, la movilidad social es muy escasa, porque en la práctica es una sociedad de castas. Uno sólo puede acceder a una casta superior mediante amistades, relaciones familiares, matrimonios o intercambios de favores. Además, la honradez de los tribalonios se termina donde se termina su círculo de intereses. Fuera de ese entorno, les parece perfectamente justificada la mentira, el engaño, el soborno, la estafa y la apropiación indebida.
En Tribalonia, Lulú es una cocinera excelente. Alguna vez ha pensado en ganarse algún dinero vendiendo sus tartas, pero no es nada fácil. Todas las tartas que venden en las pastelerías son de marca. Sólo hay tres marcas de repostería, y todas ponen los mismos precios. Además, los trámites burocráticos que hay que cumplimentar y las normativas exigidas para emprender un negocio de venta de tartas son inacabables y muy costosos. Esto es así porque las tres grandes marcas de repostería tienen una gran influencia en el Gobierno de Tribalonia y en su parlamento, y las leyes que se promulgan responden casi siempre a los intereses de esas tres marcas.
De modo que, a la larga, en Tribalonia nada se mueve. Los ricos y sus allegados siguen siendo ricos, y los pobres, pobres. Los tribalonios lo llaman ‘progreso’.
Izquierdonia
En Izquierdonia la libertad es un tesoro, pero el Estado decide quiénes tienen o no libertad y qué libertades les convienen. Además, para los izquierdonios la dignidad consiste en no ser menos que nadie, independientemente lo que cada uno se esfuerce. Por eso los que más tienen son los más envidiados, tanto si lo han conseguido con su esfuerzo como si no. La aspiración máxima de los izquierdonios es que todos sean lo más iguales posible.
En Izquierdonia, la iniciativa personal sólo es aceptable cuando el Estado decide que es buena. Por eso, si uno quiere prosperar lo mejor que puede hacer no es esforzarse, sino estar a bien con el Estado. Muy a menudo es más conveniente crear una organización que fomente las ideas del Estado y pedir una subvención. Ese es el caso de una habitante de Izquierdonia llamada Lulú.
Lulú es una cocinera excelente, al contrario que Mercedes, su vecina, que suele cocinar de cualquier manera porque prefiere tumbarse en el sofá por las mañanas a ver su telenovela favorita. Mercedes hace meses que está desempleada. En su último trabajo la despidieron. Ella había hecho todo lo posible para que la echaran, con el fin de cobrar el seguro de desempleo. La empresa anterior había quebrado, porque sus empleados se escaqueaban siempre que podían. Al fin y al cabo, los empresarios son unos cerdos que ganan mucho dinero gracias al trabajo de los demás. De modo que ahora Mercedes se pasa el día en el sofá y le compra a Lulú sus tartas con el dinero que el Estado le paga por no trabajar. El caso de Mercedes no es único. En Izquierdonia hay muchos desempleados, y para poder pagar todas esas prestaciones de desempleo el Estado cobra unos impuestos asfixiantes.
Un día, Lulú se harta de trabajar para pagar impuestos. El negocio va mal, y Lulú decide pedir una subvención para su negocio de tartas. Gracias a la subvención, Lulú ganará ahora un sueldo decente, e incluso cederá a la tentación de tumbarse en el sofá también ella a mirar una película. Resulta que trabajando menos gana lo mismo que antes, o incluso más. El resultado final de esta política es que los izquierdonios cada vez trabajan menos, y para pagar un número creciente de subsidios el país se endeuda hasta niveles exorbitantes. Naturalmente, para devolver semejante deuda los impuestos tienen que seguir aumentando. Ellos lo llaman ‘progreso’.
Finalmente, los gobernantes de Izquierdonia se hartan de que las empresas privadas exploten a los pobres trabajadores y deciden estatalizar todas las empresas. Se cumple el sueño de todos los izquierdonios: la liberación total de los ciudadanos. Ahora ya nadie tiene que esforzarse por trabajar más o mejor, porque todos van a ganar un sueldo digno, hagan lo que hagan. Antes, Lulú se esforzaba por mejorar la calidad de sus tartas, por crear tartas nuevas y por bajar los precios, pero ahora el responsable político de la Empresa Estatal de Repostería no tiene que preocuparse por nada: su empresa tiene un presupuesto anual, asignado por el Estado, y a él le da igual que la empresa gane o pierda dinero. Lo importante para él es ser fiel al partido y a las consignas de sus dirigentes.
Como nadie tiene estímulo para hacer las cosas mejor, las empresas cada vez ofrecen peor servicio. En poco tiempo se crea un mercado negro que permite conseguir lo que no ofrece el Estado, aunque a precios exorbitantes y sin estar seguro de la calidad de lo que uno compra. Las estafas y los abusos están a la orden del día, y finalmente los estraperlistas acaban organizándose en bandas mafiosas que crean toda una economía paralela y que —no siempre por medios pacíficos— terminan repartiéndose el país por regiones o por sectores económicos. Naturalmente, sin pagar impuestos. Así sucedió, por ejemplo, en la Unión Soviética durante la era socialista, y así ocurre siempre que el Estado se empeña en decidir lo que es bueno o malo para sus súbditos. Sucedió durante la ley seca en Estados Unidos, y sigue sucediendo todavía en casi todo el mundo con el negocio de las drogas prohibidas.
¿Qué porcentaje de cada uno de estos países tiene la sociedad en la que usted vive? Parece una buena pregunta.
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