sábado, 18 de mayo de 2019

Tres países imaginarios

He decidido comprarme un automóvil. ¿Por cuál me decidiré?

Si soy una persona práctica, tal vez me atraigan más los coches de bajo consumo, con espacio de sobra para mi equipaje y para mi familia, sin preocuparme mucho de si son bonitos o feos. O tal vez me preocupa la seguridad, y en tal caso probablemente me decidiré por un automóvil robusto. En cambio, si lo que busco es atraer al sexo opuesto me compraré un deportivo rápido y esbelto, y con que tenga cabida para dos personas me parecerá suficiente. Aunque también puede suceder que mi vecino se haya comprado hace poco un coche despampanante y yo no quiera ser menos que él.

Sea cual sea el vehículo que compre, la decisión que finalmente tome dependerá de lo que yo más valore. En otras palabras, nuestras decisiones y nuestra forma de vida dependen en buena medida de nuestra escala de valores.

No siempre somos conscientes de esto, porque a menudo las personas con las que nos relacionamos tienen una escala de valores parecida. No en el caso de los coches, naturalmente, pero sí en otros muchos aspectos que a menudo nos pasan inadvertidos. En fin de cuentas, cada sociedad es como es porque una mayoría de sus ciudadanos tienen unos valores más o menos comunes. Quizá por eso las religiones, con sus códigos fijos de comportamiento, han sido durante siglos las grandes unificadoras de las sociedades y de las naciones.

Se podrían escribir ríos de tinta sobre el tema, pero hay dos valores cruciales que determinan en buena medida cómo es una sociedad. Esos dos grandes valores son la libertad y la dignidad. Es cierto, todos valoramos la libertad y la dignidad, pero no todos las entendemos de la misma manera. Según cómo interpretemos el significado de esas dos palabras, nos encontraremos con tres tipos de sociedad diferentes, que voy a tratar de describir imaginando tres países ideales. Ninguno de esos tres países existe en la realidad. Son modelos de sociedad exagerados, en los que todos sus habitantes entienden y valoran la libertad y la dignidad de una misma manera. En el mundo real, las sociedades que todos conocemos son, en mayor o menor grado, una combinación de esos tres modelos. A saber:

Libertonia

En Libertonia, la libertad es un tesoro. Además, la dignidad consiste en ganarse la vida con el propio esfuerzo, y quienes lo consiguen son admirados y emulados. El progreso, por lo tanto, consiste en afrontar valientemente los desafíos: vencer dificultades, resolver problemas, luchar por mejorar las cosas y la vida de las personas. Libertonios eran quienes inventaron la radio, la lavadora o el automóvil, quienes descubrieron las leyes de la física o de la biología, o quienes conquistaron los polos o el Everest.

En una pequeña ciudad de Libertonia vive Lulú, que es una cocinera excelente. Tan excelente que, atendiendo a los ruegos de sus vecinos, empieza a venderles tartas para los cumpleaños y otras celebraciones. Inevitablemente, se corre la voz por la ciudad, y Lulú cada día tiene más encargos. Tantos, que llega un momento en que apenas da abasto y, para resolver el problema, sube los precios. El negocio empieza a ser tentador porque, al haber subido los precios, Lulú gana mucho dinero con cada tarta que vende. De modo que, al poco tiempo, otros vecinos de la ciudad empiezan a cocinar tartas y a venderlas a ese mismo precio.

Tanto proliferan los vendedores de tartas que Lulú empieza a tener menos clientes. No es grave, porque el beneficio era muy alto y Lulú puede permitirse bajar un poco los precios para recuperar clientela. Aun así, el negocio sigue siendo muy atractivo, y por todas partes aparecen nuevos reposteros. Es más, algunos empiezan a ofrecer tartas innovadoras, más apreciadas por los clientes, y Lulú pronto comprende que, además de bajar los precios, tendrá que introducir cambios en su negocio. Además de ensayar nuevas recetas, se da cuenta de que, si contrata repartidores, ganará un tiempo precioso. No sólo creará puestos de trabajo, sino que tendrá tiempo para cocinar más tartas cada día. Incluso descontando lo que pague a los repartidores, calcula que podrá mantener o mejorar sus beneficios.

Al principio, los repartidores son jóvenes que se conforman con un sueldo módico y unas propinas. Los jóvenes de la ciudad están encantados, porque los demás reposteros también han echado cuentas y empiezan a contratar repartidores, igual que ha hecho Lulú. Gracias a todas esas innovaciones, la repostería sigue siendo un negocio atractivo. La clientela aumenta. Surgen nuevos cocineros, que a su vez contratan a más repartidores, y llega un momento en que los aspirantes a repartidor empiezan a escasear. Si quieren mantener su margen de beneficios, los reposteros no tendrán más remedio que pagarles más.

Es un momento crítico. Algunos no reaccionan a tiempo, empiezan a perder dinero y tienen que cerrar el negocio. Pero el afán innovador de los libertonios es inagotable, y los reposteros que sobreviven siguen introduciendo cambios para mejorar la calidad y bajar el precio. Gracias al afán de iniciativa de los libertonios, el desempleo disminuye, los precios bajan, las tartas son cada vez mejores y más variadas, los sueldos aumentan, y ahora incluso los repartidores tienen dinero para comprar tartas.

Naturalmente, el desempleo no llega a desaparecer del todo. Siempre hay personas que, por razones de salud o de edad, no pueden trabajar o no dan más de sí. Pero los libertonios son sensibles a esa realidad, y se organizan espontáneamente para ayudar a esas personas. Para ellos es doloroso ver que alguien no puede conseguir lo que ellos más valoran: ganarse la vida con su propio esfuerzo. Así que los más ricos crean escuelas, hospitales y universidades con sus propios medios. Otros donan lo que pueden a las organizaciones de caridad, o se ofrecen como voluntarios de vez en cuando para echar una mano.

Aun así, a veces entre todos no dan abasto, y cuando eso sucede el Estado se ocupa del resto, con cargo a los impuestos. Pero, debido a esa buena predisposición de tantos libertonios, los gastos que debe afrontar el Estado son muy pequeños y, por lo tanto, los impuestos son muy bajos. Los libertonios disponen de casi todo lo que ganan y, por consiguiente, consumen más y se arriesgan más a crear nuevas empresas. Es decir, generan más bienestar y más riqueza para todos. Es un círculo virtuoso. Invencible. Ellos lo llaman ‘progreso’.

Tribalonia

En Tribalonia la libertad también es un tesoro, pero sólo la mía y la de los míos. Además, para los tribalonios la dignidad consiste en que nadie les diga lo que tienen que hacer. Por eso, cuando alguien se equivoca la responsabilidad siempre es de otro. Los tribalonios hablan de izquierda y de derecha, pero son sólo apariencias. En el fondo, les da igual, porque para prosperar en la vida no tienen que hacer méritos trabajando más y mejor, sino que recurren a amistades, parientes, influencias e intercambios de favores.

En Tribalonia, la movilidad social es muy escasa, porque en la práctica es una sociedad de castas. Uno sólo puede acceder a una casta superior mediante amistades, relaciones familiares, matrimonios o intercambios de favores. Además, la honradez de los tribalonios se termina donde se termina su círculo de intereses. Fuera de ese entorno, les parece perfectamente justificada la mentira, el engaño, el soborno, la estafa y la apropiación indebida.

En Tribalonia, Lulú es una cocinera excelente. Alguna vez ha pensado en ganarse algún dinero vendiendo sus tartas, pero no es nada fácil. Todas las tartas que venden en las pastelerías son de marca. Sólo hay tres marcas de repostería, y todas ponen los mismos precios. Además, los trámites burocráticos que hay que cumplimentar y las normativas exigidas para emprender un negocio de venta de tartas son inacabables y muy costosos. Esto es así porque las tres grandes marcas de repostería tienen una gran influencia en el Gobierno de Tribalonia y en su parlamento, y las leyes que se promulgan responden casi siempre a los intereses de esas tres marcas.

De modo que, a la larga, en Tribalonia nada se mueve. Los ricos y sus allegados siguen siendo ricos, y los pobres, pobres. Los tribalonios lo llaman ‘progreso’.

Izquierdonia

En Izquierdonia la libertad es un tesoro, pero el Estado decide quiénes tienen o no libertad y qué libertades les convienen. Además, para los izquierdonios la dignidad consiste en no ser menos que nadie, independientemente lo que cada uno se esfuerce. Por eso los que más tienen son los más envidiados, tanto si lo han conseguido con su esfuerzo como si no. La aspiración máxima de los izquierdonios es que todos sean lo más iguales posible.

En Izquierdonia, la iniciativa personal sólo es aceptable cuando el Estado decide que es buena. Por eso, si uno quiere prosperar lo mejor que puede hacer no es esforzarse, sino estar a bien con el Estado. Muy a menudo es más conveniente crear una organización que fomente las ideas del Estado y pedir una subvención. Ese es el caso de una habitante de Izquierdonia llamada Lulú.

Lulú es una cocinera excelente, al contrario que Mercedes, su vecina, que suele cocinar de cualquier manera porque prefiere tumbarse en el sofá por las mañanas a ver su telenovela favorita. Mercedes hace meses que está desempleada. En su último trabajo la despidieron. Ella había hecho todo lo posible para que la echaran, con el fin de cobrar el seguro de desempleo. La empresa anterior había quebrado, porque sus empleados se escaqueaban siempre que podían. Al fin y al cabo, los empresarios son unos cerdos que ganan mucho dinero gracias al trabajo de los demás. De modo que ahora Mercedes se pasa el día en el sofá y le compra a Lulú sus tartas con el dinero que el Estado le paga por no trabajar. El caso de Mercedes no es único. En Izquierdonia hay muchos desempleados, y para poder pagar todas esas prestaciones de desempleo el Estado cobra unos impuestos asfixiantes.

Un día, Lulú se harta de trabajar para pagar impuestos. El negocio va mal, y Lulú decide pedir una subvención para su negocio de tartas. Gracias a la subvención, Lulú ganará ahora un sueldo decente, e incluso cederá a la tentación de tumbarse en el sofá también ella a mirar una película. Resulta que trabajando menos gana lo mismo que antes, o incluso más. El resultado final de esta política es que los izquierdonios cada vez trabajan menos, y para pagar un número creciente de subsidios el país se endeuda hasta niveles exorbitantes. Naturalmente, para devolver semejante deuda los impuestos tienen que seguir aumentando. Ellos lo llaman ‘progreso’.

Finalmente, los gobernantes de Izquierdonia se hartan de que las empresas privadas exploten a los pobres trabajadores y deciden estatalizar todas las empresas. Se cumple el sueño de todos los izquierdonios: la liberación total de los ciudadanos. Ahora ya nadie tiene que esforzarse por trabajar más o mejor, porque todos van a ganar un sueldo digno, hagan lo que hagan. Antes, Lulú se esforzaba por mejorar la calidad de sus tartas, por crear tartas nuevas y por bajar los precios, pero ahora el responsable político de la Empresa Estatal de Repostería no tiene que preocuparse por nada: su empresa tiene un presupuesto anual, asignado por el Estado, y a él le da igual que la empresa gane o pierda dinero. Lo importante para él es ser fiel al partido y a las consignas de sus dirigentes.

Como nadie tiene estímulo para hacer las cosas mejor, las empresas cada vez ofrecen peor servicio. En poco tiempo se crea un mercado negro que permite conseguir lo que no ofrece el Estado, aunque a precios exorbitantes y sin estar seguro de la calidad de lo que uno compra. Las estafas y los abusos están a la orden del día, y finalmente los estraperlistas acaban organizándose en bandas mafiosas que crean toda una economía paralela y que —no siempre por medios pacíficos— terminan repartiéndose el país por regiones o por sectores económicos. Naturalmente, sin pagar impuestos. Así sucedió, por ejemplo, en la Unión Soviética durante la era socialista, y así ocurre siempre que el Estado se empeña en decidir lo que es bueno o malo para sus súbditos. Sucedió durante la ley seca en Estados Unidos, y sigue sucediendo todavía en casi todo el mundo con el negocio de las drogas prohibidas.

¿Qué porcentaje de cada uno de estos países tiene la sociedad en la que usted vive? Parece una buena pregunta.


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sábado, 4 de mayo de 2019

De juezas y miembras

En los últimos decenios, cada uno a su manera, el sexo y el género han invadido las sociedades occidentales.

Entendámonos. Por 'sexo' quiero decir todo lo relacionado con el deseo sexual, y por 'género', esa elegante manera de sentenciar a los varones antes de habernos juzgado. En mi documento nacional de identidad figura todavía, como reliquia de un pasado inocente, el concepto "Sexo" (curiosamente, acabo de descubrir que para el Ministerio del Interior soy hermafrodita), cuyo significado es hoy ya tan distinto que, en lugar de especificar si Varón o Mujer, parecería más procedente indicar si Sí o si No.

El 'sexo' no diferencia ya a las personas en función de sus atributos reproductores. Ahora esa palabra designa al mismo tiempo los órganos sexuales, su disfrute y todo lo que pudiera imaginablemente conducir a tal fin... excepto, claro, en las películas españolas, en que se trata simplemente de exigencias del guión.

Como cabría esperar de una palabra tan cargada de significados perturbadores, la situación es confusa. Aunque el sexo moderno es algo que todos llevamos puesto, "tener sexo" significa en realidad tener relaciones sexuales, de modo que uno puede “tener” mejor o peor “sexo” con idependencia de la calidad, habilidad o tamaño del “sexo” que uno tenga. Por influencia del inglés, la palabra "sexo" está relegando incluso a otra que empieza a estar ya anticuada: sexualidad. Y que tampoco parecía, por cierto, muy acertada. Si la cordialidad es la cualidad que diferencia a los cordiales de los antipáticos, la sexualidad debería ser más bien lo que nos diferencia a todos de las amebas, sin necesidad de más detalles.

Gracias a esa transformación, el sexo permite ahora seguir diferenciando a los conejos de las conejas, pero no a los maridos de las mujeres, y no digamos ya a los jefes de las empleadas. Lo cual había que evitar a toda costa, porque un nuevo concepto empezaba a abrirse paso en la sociedad (es decir, en los medios de comunicación que la adoctrinan): el abuso de las mujeres a manos de los hombres. Dejando aparte la nebulosidad de que las razones de un delito lo hagan más o menos condenable (¿un terrorista político puede ser menos culpable que un asesino pasional?), el nuevo concepto hacía necesaria una nueva palabra.

En inglés fue fácil. Al igual que en los seres humanos, en inglés hay palabras masculinas y femeninas, y la diferencia entre ellas se denomina 'gender' ('género'). El nuevo problema se resolvió, pues, ampliando el significado de 'gender' para reemplazar al ya anticuado 'sexo'. En español, en cambio, los problemas no habían hecho más que comenzar. Para empezar, en inglés tienen palabras suficientes para distinguir entre 'gender' (género gramatical), 'genus' (género taxonómico), 'genre' (género literario), e incluso 'stuff' (género textil). En español, no. Y, para agravar las cosas, el verbo 'sexualizar' tendría que haberse convertido, por coherencia, en 'generalizar'. Pero es que el español es, además, una lengua 'sexuada' (¿generada?), con escasez de sustantivos neutros, y la incorporación de las mujeres a ámbitos hasta hace poco masculinos obligaba inevitablemente a tomar decisiones. No siempre a gusto de todos.

Hace ya algún tiempo, una ministra española se refirió --aparentemente con ánimo de provocar-- a las 'miembras' de no sé qué comisión. Como era de esperar, la palabra provocó un revuelo. La 'sexualización' de los sustantivos, que hasta hace poco era espontánea, viene dictada en los últimos tiempos por ideologías políticas. Espontáneas fueron “asistenta” y “gobernanta”, pero quizá un poco menos “modisto” y, años después, "jueza". Considerando el grado, a veces cómico, de ideologización de ciertos Gobiernos, no es aventurado suponer que el femenino ”miembra” respondiera a motivos enteramente doctrinarios. Sin embargo, para quienes consideramos el lenguaje como una caja de herramientas lo importante no es eso, sino averiguar si las nuevas herramientas son o no coherentes con las ya existentes.

Así, siendo ya femeninas 'nuez', 'preñez' o 'Aranjuez' (que es “una” ciudad), no parecería necesario añadir la 'a' de 'jueza', y con decir 'la juez' debería bastar. Otros femeninos, como 'ingeniera' o 'arquitecta', concuerdan bien con 'molinera' o 'predilecta', pero también es cierto que ningún maquinista se rasga las vestiduras porque el nombre de su oficio termine en 'a'. Algo parecido sucede con los miembros. La pierna es tan miembro como el brazo, y a nadie se le ocurriría decir que le duele la miembra inferior (¿inferiora?) izquierda. Doña Clotilde puede ser perfectamente “miembro” de una comisión, del mismo modo que Don Salustiano, sin dejar de ser ”una” persona, puede ser una “joya” para su empresa.

El hábito no hace al monje. Al igual que los eufemismos no terminan nunca de enmascarar el significado que tratan de ocultar (piénsese, por ejemplo, en la inacabable progresión desde las 'cámaras' del Siglo de Oro hasta el más reciente 'baño' o 'aseo', pasando por el 'excusado' de mi abuelo, el 'retrete' de mis padres, el 'wáter' de mi generación y el 'inodoro' de la siguiente), las ideologías, permanentemente enfrentadas a la realidad del mundo real, terminan también tarde o temprando pasando de moda, envejeciendo y... sí, muriendo.

Referirse a los ciudadanos llamándonos 'ciudadanos y ciudadanas' es, además de farragoso, innecesario. Y, lo peor de todo, la neurosis morfológica que genera en el hablante (sobre todo si el contenido del discurso es tan vacío como el de un político) puede terminar arrastrándonos al extremo opuesto del “newspeak”. Es decir, a un mundo de votantes y votantas, miembras y miembros... e, inevitablemente, botaratas y botaratos que, de cualquier forma -y esto es lo realmente importante- seguirán sin haber leído un libro en toda su vida.

Aunque, por supuesto, mientras los varones seamos portadores del nuevo pecado original de serlo, los panoramas y los sofismas seguirán sin poder someterse a la operación de cambio de... ejém, género que los convierta en su verdadera vocación: panoramos y sofismos.


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Palabras que aborrezco: género

Todos los regímenes tienen su ideología, y todas las ideologías tienen su vocabulario. En tiempos del general Franco se oían y leían con especial frecuencia palabras tales como 'apostolado', 'redención', 'contubernio', 'cruzada', 'valores eternos', 'anhelo', 'patriotismo', 'gloria', 'forjar', 'abnegación' y tantas otras. Era casi inconcebible escribir un artículo de opinión y no intercalar algunas de ellas, no fuera que alguien pensase que el autor era un elemento antisocial, que no se sometía a lo que modernamente llamamos 'corrección política'.

Las etiquetas de la corrección política son como las señales que van dejando los perros en árboles y farolas. Cuanto más se usan, menos significado tienen. Sirven casi únicamente para demarcar territorio, para separar a los 'buenos' de los 'malos', o a los 'nuestros' de los 'otros'. En su '1984', George Orwell lo puso en negro sobre blanco: el newspeak es la marca inconfundible del totalitarismo. Supongo que esa es la razón por la que siento deseos de salir corriendo cada vez que oigo alguna de las palabras consagradas por el nuevo catecismo moderno, que iré desgranando aquí en varias entregas.

Género

Úsese preferentemente en expresiones tales como 'igualdad de género', 'perspectiva de género' o 'violencia de género'. La igualdad de género no consiste en que todas las mujeres lleven bigote o todos los hombres faldas, sino en que una señora con preparación suficiente para barrer aceras o recoger aceitunas pueda ser nombrada ministra por razones de cuota. Y la violencia de género no incluye, naturalmente, a los maridos asesinados por sus esposas. Pero lo más grotesco de la manía del 'género' es la obsesión por incluir siempre la variante femenina de las palabras genéricas. Ojo, no a la inversa. Oirá usted una y otra vez hablar de 'los hombres y las mujeres' o de 'los ciudadanos y las ciudadanas', pero nunca de 'las personas y los personos'.

Curiosamente, la igualdad de género no es extensiva al reino animal, pese a que más de una especie bien lo merecería. El caso más llamativo es el de la mantis religiosa, cuya hembra devora al macho después de la cópula, pese a lo cual en ningún libro se menciona ni por casualidad al pobre 'mantis religioso'. Por lo demás, los hablantes en general parecen conformarse con el caballo y la yegua, el toro y la vaca o el gallo y la gallina, y no parecen sentir deseos de especificar 'las cebras y los cebros', 'las jirafas y los jirafos', 'las ardillas y los ardillos' o, ya rizando el rizo, 'los gorilas y las gorilos'.

Por suerte, claro, porque se plantearían problemas peliagudos. En las carnicerías, por ejemplo, el etiquetado 'pollos y pollas' suscitaría más de un recelo. En ciertas latas de conserva sería viable indicar, por ejemplo, 'sardinas y sardinos en tomate', pero los 'filetes de caballa y caballo', las latas de  'pulpo y pulpa' o, en Chile, las de 'machas y machos', serían conflictivos. Sin embargo, la igualdad a ultranza tendría que llegar más lejos todavía. Habría que prohibir los machetes y los remaches, habría que hablar siempre equitativamente de 'machihembrar y hembrimachar' y habría que inventar los 'machillos' para no discriminar a las 'hembrillas'. Además, se prohibiría el uso de palabras como 'machamartillo' o 'marimacho', se pondría en cuarentena denominaciones sospechosas, como 'Machu Picchu', y se exigiría al registro civil que rechazase apellidos ofensivos, como 'Machín', 'Machado' o 'Camacho'.

En suma, un proyecto de gran envergadura para cuya implementación la Administración necesitaría contratar una legión de celosos inquisidores... quiero decir, funcionarios.

Que es, en el fondo, de lo que se trata todo esto.


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Estereotipos

Si alguna riqueza tiene el español no es de recursos sintácticos, léxicos o morfológicos, sino de estereotipos. En los últimos tiempos, sin embargo, los estereotipos tradicionales están siendo sustituidos por otros importados o políticamente correctos. Hubo un tiempo, por ejemplo, en que a uno se le hacía "cuesta arriba" regresar a la oficina después de unos días de ausencia. Hoy, en cambio, nos han convencido de que padecemos un "síndrome post-vacacional". Del mismo modo, cuando nos levantamos de un asiento después de pasar muchas horas sentados, uno ya no dice que está "hecho un cuatro", sino que tiene el "síndrome de la clase turista". Antes, uno era un tragaldabas, ahora tiene bulimia. Y los maricones y tortilleras de antaño se han convertido hoy, tout court, en anodinos "gays".

Hubo una época en que el verbo "propasarse" describía exactamente lo que ahora, exageradamente a veces, se llama "acoso sexual". Por desgracia, a nadie se le ocurrió nunca usar un sustantivo (¿propasamiento, propase?), y nos tuvimos que quedar con el cinegético/castrense "acoso", que traduce malamente el inglés "harassment". Hay también algún que otro término que se nos ha instalado directamente sin traducción, como es el caso de "freaky", que ha sustituido, con connotaciones no sé si cómicas o despectivas, eso que antiguamente llamaban "un bicho raro".

Muchos estereotipos, sin embargo, sobreviven. Es cierto, están desapareciendo, pero no más rápido que la mayoría de las palabras del diccionario, innecesarias hoy en día gracias a los iconos del iPad y a la pedagogía progresista. Desde luego, las palabras que usamos tienen que reflejar la sociedad en que vivimos, y nadie espera ya encontrarse con un "bala perdida" sino, en todo caso, con un ludópata, un sexoadicto o un abusador de sustancias. Pero si finalmente, como es previsible, el léxico español termina reduciéndose a diez o quince palabras en total, estoy seguro de que por lo menos cinco de ellas serán estereotipos.

Una buena parte de los estereotipos españoles tienen que ver con lo que el prójimo dice. ¿Quién no ha tenido que aguantar pacientemente alguna vez a los "bocazas", "fantasmas", "soplagaitas" o "cantamañanas" de turno? Un caso particular es el "cenizo", muy mal visto en general pese a que, en ocasiones, lo único que hace es decirnos las verdades que no queremos oír.  Los espabilados y sus víctimas forman también una categoría sólida de estereotipos patrios. Así, los "listillos", "caraduras", "jetas" y "mangantes" que abarrotan nuestra sociedad tienen su contrapunto perfecto en los "pardillos", que deberán ser objeto de burla, y no de compasión.

En el mundo escolar, el "empollón" rara vez es visto con admiración, y tampoco gozan de gran predicamento el "sabelotodo" y la "marisabidilla". No es casualidad que nuestros dos únicos premios Nobel de ciencia se tuvieran que buscar la vida como mejor pudieron (¿como "puta por rastrojo"?).  Curiosamente, parece haber muchos menos estereotipos femeninos que masculinos. La "maruja" es quizá el más conocido, aunque hay por ahí también alguna que otra "bruja", especialmente durante los procesos de divorcio. Por cierto, supongo que ya saben ustedes cuál es la diferencia entre 'bruja' y 'hechicera': hechicera es antes de casarse; bruja, después.

Las "macizas" no son realmente estereotipos, sino señoras o señoritas muy agraciadas de cuerpo, tal vez gracias al tanga de cordoncillo, al milagroso áloe vera (sí, con acento) o a la liposucción. Y es probable que, con la relajación de las costumbres, las "calientapollas" y los "putones verbeneros" estén ya al borde de la extinción. Por cierto, ¿se han fijado los inquisidores de 'género' en que "putón" es masculino?  El que no parece al borde de la extinción, en cambio, es el "pichabrava". Cosas de la testosterona. Y, si además es un "cachas", más fácil lo tendrá: dos por el precio de uno.

Una categoría aparte son los que están "p'allá" (antiguamente, les faltaba un tornillo). Destacan en ella, en particular, el "zumbado" y el "colgao". La actitud ante la vida define también dos tipos de personajes completamente opuestos: el "vivalavirgen" y el "tiquismiquis".  Naturalmente, el tribalismo político no podía dejar de generar sus "fachas" y sus "progres" (antiguamente, "rojos"), todos ellos muy mal vistos desde la tribu adversaria. Y, en términos de buen gusto y mal gusto, tenemos al "finolis" y al "hortera", respectivamente. Los nacionalistas catalanes, por ejemplo, se dividen al 50% entre esos dos estereotipos tan españoles.

Lo cual me recuerda que no podemos olvidar en nuestra galería al "rata" y a la "ardillita", cicateros administradores de recursos financieros. Todo lo contrario que el inmoderado "manirroto", término innecesario hoy en día gracias a la popularidad de las hipotecas subprime y de las tarjetas de crédito.  Hablando de manos, el "manitas" y el "manazas" son los dos polos opuestos de la habilidad manual. Sin olvidar al "chapuzas", uno de los personajes más inevitables del mundo profesional, especialmente en Barcelona.

Aunque sea políticamente incorrecto, no puedo dejar de mencionar también a las "locas", ingrediente especialmente vistoso en las cabalgatas del orgullo gay y otros fastos.  Seguramente me he dejado alguno en el tintero pero, para muestra, basten estos botones. Aunque, bien pensado, creo que voy a terminar esta semblanza con una definición políticamente escandalosa de este ruedo ibérico por el que se pasean tan pintorescos personajes: España, ese país de "pringaos" que vive de los "guiris".

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Cantidades raras

Cuentan ciertos autores que los pirahá, una tribu aborigen de la Amazonía, sólo conocen dos números: uno, y muchos. Aunque a primera vista nos pueda parecer inconcebible, en español tenemos medidas más estrambóticas todavía. Decimos, por ejemplo, que estamos a un tiro de piedra de algún sitio, pero nunca a dos tiros de piedra, y no digamos ya a tres, o a dieciséis coma siete, tiros de piedra. Pero hay más. Se conoce por lo menos un caso en que el doble de uno es igual a uno. Si el lugar del que estamos hablando está muy cerca, con la misma espontaneidad diremos que está “a un paso” que “a dos pasos”.

Los científicos tratan por igual a todos los números, pero en el habla coloquial no sucede lo mismo. Tenemos preferencias. Si no se cumplen nuestras expectativas, nos quedaremos a dos velas, o con dos palmos de narices: ni uno más, ni uno menos. Cuando alguien es muy rebuscado, lo increparán por buscar tres pies al gato. Me habría extrañado menos que lo acusaran de buscar cinco, o incluso más, pies al gato. Pero, pensándolo bien, no debemos olvidar que los tres mosqueteros, en realidad, eran cuatro.

Cuatro puede significar poquísimo o muchísimo, según. Si la fiesta estaba poco concurrida, diremos que había cuatro gatos. Y si algo nos ha salido muy barato, presumiremos de haberlo comprado por cuatro perras. Pero nuestro amor a Lolita lo proclamaremos siempre a los cuatro vientos.

El cinco, en cambio, parece ser sinónimo sólo de escasez. Al menos, para quienes no tienen ni cinco. Pero si han cometido una osadía nos apresuraremos a decir que la cosa tiene tres pares de narices (o sea, seis narices), y si ocasionan una gran trifulca diremos que han montado “un pollo del siete”. Este caso es un poco especial, porque admite una cierta magnitud. Así, si la trifulca era realmente escandalosa, diremos que se se ha montado un pollo del siete “con jardinera”.

Inciso. Esta expresión proviene de una línea de tranvías que circulaba “illo tempore” desde el centro de Valencia hasta la playa de la Malvarrosa. El tranvía, naturalmente, era el siete, y en temporada estival, que es cuando los pasajeros seguramente más ganas tenían de jarana, los tranvías de esa ciudad llevaban acoplado un vagón descubierto, llamado “jardinera”.

Una expresión que siempre me ha intrigado es aquello de “Fulanito es más chulo que un ocho”. Le he dado muchas vueltas pero, pese a mis esfuerzos, la figura humana más parecida a un ocho que se me ocurre es el muñeco de Michelin.  El número más exigente es, sin duda, el que nos permite hacer “la prueba del nueve”. Y el más eufemístico, el que usamos desde hace siglos para evitar ciertas palabrotas, que algunos sustituyen, por ejemplo, por “pardiez”, "rediez" o “me cachis en diez”.

Hay también algunos números incómodos, que no son múltiplos de nada y que parecen no encajar en ningún sitio, los pobres. Por eso, quizá, cuando alguien anda mal trajeado, se dice -o se decía- que está “a las once”.  Teniendo como tenemos diez dedos en las manos, para mí ha sido siempre un misterio por qué el doce es un número de medida tan habitual en muchas culturas. Doce son los meses y los signos del Zodíaco, y doce eran precisamente los trabajos encomendados a Hércules. Además, doce es un número que infunde respeto cuando lo usamos para referirnos a sabios, césares o apóstoles. Aunque también es cierto que ha habido dos películas que designaban más o menos lo contrario: “Doce monos”, y “Doce del patíbulo”.

Trece tiene fama de ser el número de la mala suerte, pero también es el número de los testarudos. Traté de convencer de esto a un amigo que me lo negaba, pero él siguió en sus trece.  Un caso de inexactitud francamente desmesurado es cuando decimos “igual me da ocho que ochenta”. Con criterios como ése, no es de extrañar que la ciencia en España no goce de mucho predicamento. En cualquier caso, a partir de catorce ya no he encontrado ninguna unidad de medida tan pintoresca como la de los pirahá, al menos para cantidades pequeñas. Para indicar grandes cantidades, se consigue mayor capacidad expresiva incluyendo a la familia. Por ejemplo, cuando nos referimos a aquella aglomeración diciendo que había “ciento y la madre”.

Una unidad exorbitante, pero francamente vaga, es “tropecientos”. Claro que, al paso que vamos, se estarán preguntando ustedes cuál de todos los números conocidos ostenta el record de cantidad. Hasta hace algunos años, el mérito había que reconocérselo a esas personas tan impuntuales que llegaban “a las mil y quinientas”. Pero, desde que existen los concursos de la televisión, el concepto que encabeza nuestro cuadro de honor es... la pregunta del millón.  Exactamente en las antípodas del cero patatero.

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