miércoles, 12 de octubre de 2016

Grietas

“El mejor argumento contra la democracia es una conversación de diez minutos con un votante promedio”.

La frase es de Winston Churchill, y no es fácil de interpretar. La democracia es una forma de gobierno, y gobernar consiste esencialmente en tomar decisiones, a menudo complejas. Los votantes pueden desear que la vivienda sea más asequible, que la asistencia médica sea gratuita o que los sueldos suban hasta el nivel que ellos creen merecer. Sin embargo, el votante promedio no siempre sabe si sus deseos son realizables, cuál es la mejor manera de realizarlos o cuáles serían sus consecuencias. En realidad nadie lo sabe, pero es difícil negar que hay personas más preparadas que otras para tomar decisiones.

Dicho de otro modo: en una sociedad mínimamente compleja, la democracia directa no tiene muchas probabilidades de funcionar. Por eso en las democracias modernas el votante no sólo tiene que manifestar sus deseos. Además, debe decidir quién, según su criterio, aplicará la fórmula más adecuada para hacerlos realidad. Lo cual nos conduce a un territorio más bien inesperado: el éxito de una democracia depende decisivamente del criterio de sus votantes.

Y llegamos al meollo de la cuestión. Nuestro criterio sobre un asunto cualquiera depende, a su vez, de dos elementos clave: la información de que disponemos sobre ese asunto, y la capacidad de nuestras emociones para neutralizar esa información. Por desgracia, ambas cosas son manipulables. Los medios de comunicación pueden omitir información, falsearla, contaminarla más o menos sutilmente de opinión, o apelar a nuestros sentimientos más viscerales. Y los políticos pueden prometer lo que nunca podrán o querrán cumplir, o manejar los medios de comunicación para atraerse las simpatías de los votantes.

Todo eso sucede, día tras día y minuto a minuto, ante nuestros ojos. El votante promedio está manipulado, hasta el punto de que podríamos volver del revés la frase de Churchill:

“El mejor argumento contra la democracia es una conversación de diez minutos con un político promedio”.

Pero todo tiene un límite. La mayoría de los políticos viven en un mundo aparte, escasamente en contacto con la vida real, y cuando el mundo de fantasía que han tejido en torno al votante empieza a chocar con la realidad, el edificio se agrieta. Las grietas pueden ser apenas perceptibles, pero la dinámica interna que revelan puede ser alarmante. Todo el aparato de propaganda oficial, lanzado a toda máquina, no consigue convencer a la mitad más uno de la población. Es lo que ha sucedido en el Reino Unido y en Colombia, y lo que podría suceder próximamente en Estados Unidos, en las próximas elecciones generales.

La primera grieta inesperada fue el Brexit, y el edificio que ya ha empezado a agrietarse es la Unión Europea. La Unión Europea Soviética, como la llaman algunos. Un monstruo burocrático, antidemocrático e intervencionista que se sostiene gracias a unos niveles de deuda insostenibles a largo plazo. Un cuento de hadas que nada tiene ya que ver con la realidad, porque la realidad no son las consignas políticamente correctas de los gobernantes instalados en sus poltronas. La realidad son los barrios y ciudades de Francia, Holanda, Bélgica, Alemania o el Reino Unido que están retornando sigilosamente a la Edad Media, las agresiones sexuales que nunca son noticia en los medios de comunicación, la política de brazos abiertos y subvenciones indiscriminadas, la maraña de normas prescindibles, cada vez más dictadas por la ideología y cada vez más contrarias al sentido común, o la cesión de soberanía de los países miembros.

Esa es la realidad que ha aflorado en el referéndum del Brexit. La realidad de quienes la padecen frente a la realidad de quienes la predican. Si los políticos europeos tuvieran una sensatez –y una honradez– que no tienen, aceptarían que el modelo es inviable y desmontarían buena parte del monstruo que han construido. Los británicos que votaron Brexit sólo quieren dos cosas: control de la inmigración y recuperación de la soberanía. No se oponen a la libertad de mercado, ni al intercambio cultural, profesional o laboral, ni a la mejora de las comunicaciones por tierra, mar y aire con el resto de Europa. No reniegan de Europa, sino de la Unión Europea (soviética). No sería muy difícil complacerlos y llegar a un acuerdo amistoso con ellos, extensible después al resto de países miembros. Pero si los políticos se empeñan en escarmentar a los británicos para tratar de sostener un edificio insostenible, las consecuencias pueden ser nefastas. Y si alguien cree lo contrario, ahí está la historia de Europa para contradecirle.

La segunda sorpresa sobrevino en Colombia. Toda la maquinaria de propaganda del Estado no ha podido convencer a la población de que un acuerdo firmado en La Habana con una banda de comunistas asesinos otorgándoles representación parlamentaria, territorio para cultivar coca y respetabilidad es un acuerdo de paz, y no una rendición. La concesión del premio Nobel de la paz al presidente Santos es una evidencia patética de la desconexión total de la casta políticamente correcta con la realidad del mundo real. O quizá es una evidencia inquietante de hasta dónde puede llegar el poder del dinero.

La tercera sorpresa se llama Donald Trump. La América currante frente a la América exquisita y progresista. Nadie sabe quién ganará las elecciones en Estados Unidos, pero lo que sí sabemos es que todos los medios de comunicación, incluidos los del partido en el que milita Trump, están volcados contra él día y noche, hora tras hora, sin descanso. Y, por extensión, todos los medios de comunicación europeos. Y, aun así, sólo consiguen convencer a los que ya estaban convencidos. Entre todos, sin darse cuenta, lo están convirtiendo en un símbolo. Un símbolo de la realidad tangible frente a la estupidez de los cuentos de hadas oficiales y a la manipulación informativa del establishment.

No sé lo que dicen los periódicos españoles sobre Trump, pero sí sé lo que dice Trump. He escuchado muchas declaraciones suyas y he visto los dos debates que ha mantenido con Hillary Clinton. Contra lo que dan a entender los periodistas omitiendo la mitad de la información, Trump nunca ataca si no ha sido atacado. Es mucho más inteligente que Hillary Clinton (lo cual no es difícil), y no sería peor presidente que ella o que Bush hijo (lo cual tampoco es difícil). Si hacemos caso omiso de sus bravuconadas y chistes malos, que le han financiado casi gratis la campaña electoral, lo que Trump propone es:

- acabar con ISIS, para lo cual Rusia sería un aliado excelente
- auditar la Reserva Federal y acabar con su intervencionismo
- reducir el tamaño del Estado y bajar impuestos, en particular a las empresas, para que no se lleven los centros de producción a otros países
- cubrir las futuras vacantes del Tribunal Supremo con jueces que no sean ideólogos progres
- reducir drásticamente la delincuencia siguiendo el modelo de Giuliani en Nueva York
- controlar rigurosamente la entrada en el país de las personas con religiones antidemocráticas o antiamericanas
- controlar la inmigración ilegal proveniente de México, que quita puestos de trabajo a los americanos legalmente establecidos, que pagan impuestos

Para resumir, Hillary Clinton propone más o menos lo contrario. No propone incrementar la delincuencia, naturalmente, pero sus declaraciones sí hacen temer que podría conducir a Occidente a una guerra abierta contra Rusia. Personalmente, no creo que Trump sea racista, y sí creo que dice en voz alta muchas cosas que mucha gente piensa pero no se atreve a manifestar en público, por miedo a ser tildado de racista, islamófobo, machista, antiecologista, antigay o cualquiera de los sambenitos progres que penden sobre nuestras palabras. La izquierda nunca amó la libertad de expresión.

Algunos ejemplos hipotéticos ilustrarán lo que quiero decir:

1 – Lleva usted media hora en la cola del cine, y de pronto se le cuela una persona. Pero, justo cuando le va a decir que se vaya al final de la cola, averigua que esa persona es un inmigrante ilegal. ¿Lo tratará de la misma manera? ¿Y las demás personas que están en la cola? ¿Y si la cola no es para el cine, sino para buscar empleo?

2 – Una persona acude al registro de partidos políticos para registrar el nuevo Partido Nazi. Usted, que es el funcionario que examina la solicitud, lo rechaza enérgicamente. Entonces el solicitante se va al registro de religiones y solicita registrar la religión nazi, con exactamente los mismos estatutos. Usted es el funcionario que examina la solicitud. ¿La aprobará? (Recuerde que hay que respetar escrupulosamente todas las religiones)

3 – Un blanco le estafa. Usted le llama de todo. Al día siguiente, un negro le estafa. ¿Se atreverá usted a proferir los mismos insultos delante de sus amigos? ¿Y en una entrevista ante las cámaras?

4 – Usted cree que el cambio climático es un cuento chino financiado por la casta política occidental para reducir la dependencia del petróleo de los países de Oriente Medio y de paso culpabilizar a la población. ¿Se atreverá a defenderlo con la misma vehemencia que quienes opinan que el cambio climático es una certeza?


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