En el Evangelio de San Juan hay unas palabras que con el tiempo dieron lugar a una frase hecha, y que hoy me vienen al pelo para empezar este texto: "el profeta en su tierra no tiene honra". Es decir, cuando uno es profeta todos a su alrededor lo desprecian, lo ridiculizan o lo ignoran. Yo sé lo que es eso.
Butifarras en Alabama
Desde hace muchos años, y por profecías diversas. En los años 90 uno de mis empleadores dejó de contratarme porque traté de convencerlo de la necesidad de flexibilizar nuestra lengua común. Mis argumentos eran sólidos, pero él nunca quiso aceptarlos porque en su interior algo irracional, más potente que la lógica, se lo impedía. Creo que no me equivoco si lo diagnostico como la fuerza de la costumbre. Esa batalla hace años que la he dado por perdida. Mi ex jefe no estaba solo en su confortable conservadurismo, que con los años he comprobado que caracteriza a toda la sociedad hispanohablante, con muy raras excepciones. Los burócratas de las ciencias cognitivas harían bien en estudiar fenómenos como éste, en lugar de experimentar insistentemente con su propio ombligo. Allá ellos.
Por aquel entonces yo me acababa de instalar en Barcelona, y vivía mi nueva experiencia con gran entusiasmo. Pero las elecciones generales se seguían sucediendo, y con cada una de ellas los nacionalistas locales adquirían más competencias administrativas. La sensación de ser tratado como un ciudadano de tercera empezó a hacerse presente en mi conciencia hasta llegar a un punto difícilmente soportable. Por supuesto, no existe nada remotamente parecido a una 'raza catalana', pero aquellos pintorescos individuos se comportaban cada vez más como si ellos fueran del Ku-Klux-Klan y yo fuera un negro de Alabama. Cuando le comentaba a quien quería escucharme que el objetivo era una Cataluña independiente -y racista-, todos lo negaban.
Cosas que nunca bajan (¡palabra!)
En el año 2004 comprendí que el proceso era imparable y emigré. Diez años después, el tiempo me ha dado la razón. ¿Por qué nadie quería reconocer lo que para mí era evidente? Ahora pienso que muchos lo veían tan claramente como yo, e incluso simpatizaban con el ideal totalitario, pero mentían. No todos. Estoy seguro de que muchos creían también sinceramente que la palabra 'independencia' nunca sería pronunciada en el parlamento local. Lo que ocurría es que se negaban a aceptar la evidencia. Otro mecanismo irracional que les regalo a los burócratas de las ciencias cognitivas. De nada.
Estábamos ya en los años de la burbuja inmobiliaria, y pronto comprendí que los precios de las viviendas en España eran absurdos. Se mirase como se mirase, era imposible que un apartamento en un pueblo perdido de Murcia costase más caro que un piso señorial en el centro de Berlín. Sin embargo, por aquel entonces muchos de mis amigos no se conformaban ya con la segunda vivienda en la playa, sino que se embarcaban en una tercera, esta vez para especular, porque, como todos me contestaban con una sonrisa condescendiente en los labios, "la vivienda nunca baja".
En aquella ocasión, el mecanismo irracional que noqueó su capacidad de razonar fue la codicia. Y, por supuesto, ese afán tan español de no ser menos que nadie. Excepto yo, todos a su alrededor estaban hipotecándose, y además por aquel piso que se habían comprado un año antes 'les daban ya' cincuenta mil euros más. Ese 'les daban ya' era una ficción pueril, y ellos lo sabían, porque nadie les había dado nada ni ellos pensaban vender: el valor de su vivienda subiría eternamente, y en su fantasía ellos eran cada mañana más millonarios que la noche anterior. Como en el caso de Cataluña, mis codiciosos amigos negaban la evidencia simplemente porque deseaban fervientemente que la evidencia no existiese.
Los fantasmas de Canterbury
Con el pinchazo de la burbuja vino el llanto y el crujir de dientes, y pronto comprendí que mi horizonte laboral tenía los días contados. "Esto se acaba", le comenté a varios colegas. "No, hombre, no, qué se va a acabar", era invariablemente la respuesta. Sin más. Nadie me explicaba cómo iba a ser posible que un trabajo absolutamente prescindible sobreviviese a la necesidad insoslayable de reducir gastos en todos los países del mundo. Es cierto, los altos cargos seguramente no desaparecerán, porque los amigos de los políticos nunca se quedan en la calle (al menos, en los periodos históricos en que los políticos no son guillotinados en las plazas públicas), pero mi humilde actividad laboral no era ya más segura que una amarilla hoja otoñal sacudida por el viento.
Sucedió lo que tenía que suceder, y los que negaban la evidencia se encontraron con que avanzaban con el paso cambiado. Como en los episodios anteriores, el mecanismo psicológico que había obnubilado su raciocinio era la inercia. Cuando las cosas van pasablemente bien, nadie quiere complicarse la vida reconociendo que pueden ir peor. Sí, podemos sospechar que unos kilómetros más adelante hay una catarata, pero da tanta pereza remar contra la corriente...
Lo que quiero evidenciar con esto no son mis virtudes visionarias, sino la realidad de que el ser humano es bastante más irracional de lo que queremos creer, particularmente cuando comparte su irracionalidad con muchos semejantes. En tales casos, además, las consecuencias suelen ser nefastas. Si uno cree en los fantasmas del castillo de Canterbury, uno es un extravagante. Pero si todos creen que el Sol gira alrededor de la Tierra, entonces no hay más que hablar: El Sol Gira Alrededor De La Tierra.
Desde el gulag con amor
Por supuesto, la prueba irrefutable de que el Sol no gira alrededor de la Tierra no es ninguna medición astronómica, sino la curiosa circunstancia de que decirlo fue tabú. Si uno está realmente convencido de su verdad, ¿por qué prohibir a los demás que afirmen lo contrario? A los místicos, a los monjes budistas y a los físicos experimentales les importa una higa lo que uno pueda decir sobre la Santísima Trinidad, el yang o la fusión fría. Pero el inquisidor Torquemada, los defensores del cambio climático o los militantes de izquierdas no toleran disidencias. ¿Tantas dudas tienen?
En los libros de historia, doscientas páginas después de Torquemada la Inquisición fue una barbaridad, como lo será el cambio climático dentro de otras doscientas páginas. Pero los tabúes de izquierdas parecen resistir el paso del tiempo. Cien años después de Lenin, se mantienen tan lozanos como si se sumergieran todas las mañanas en áloe vera. ¿Cómo hacen?
Si desea usted no pagar impuestos, pulse 1
Para empezar, juegan con ventaja. Desde la caída del Muro de Berlín, la sociedad europea ha ido arrinconando la libertad individual para sustituirla por la libertad de consumo. Nos han convencido de que ser libres es poder escoger entre cien marcas de yoghourt o cien mil aplicaciones para el móvil, y a cambio aceptamos sin rechistar que nos mangoneen en los aeropuertos, que nos impidan fumar sin molestar a nadie, que nos obliguen a ponernos casco para ir en moto o que nos graben cuarenta cámaras diferentes cada vez que salimos a la calle. Poco a poco, deslumbrados por las tarjetas de crédito, las descargas P2P, los 'amigos' de facebook y los vuelos baratos, hemos ido entregando parcelas de libertad que cada día será más difícil recuperar.
Querámoslo o no, la balanza de nuestras vidas se decide entre dos enemigos irreconciliables: seguridad y libertad. Por eso, la pérdida de libertad en Europa ha ido acompañada de una exigencia creciente de seguridad. Que es en lo que estamos. La libre competencia es una entelequia aplastada por los oligopolios y la corrupción, la libertad de voto se reduce a dos o tres opciones alarmantemente parecidas entre sí, la iniciativa privada debe enfrentarse a una legión de regulaciones, normas y trámites burocráticos, y el destino del dinero que uno gana lo decide, en buena parte, el Estado. No me digan que la criatura no se parece a la extinta Unión Soviética.
Pero esto ya no se puede decir, porque toda la sociedad ha interiorizado el modelo y se siente cómoda dentro de él. Ahora la Tierra es plana, y el que lo niegue es un hereje.
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La única diferencia entre dictadura y totalitarismo es que la dictadura es impopular. La ideología franquista nunca tuvo muchos simpatizantes no porque fuera un adefesio, sino porque todos la vivíamos como una imposición. Pero las ministras de cuota, el derecho a una hipoteca, el reciclado de las basuras o España nos roba, siendo un adefesio igual de grotesco, gozan de gran popularidad porque dimanan directamente de 'la Democracia'. Que es algo así como decir las Tablas de la Ley.
Al principio, remar contra la corriente da pereza pero, cuando uno está acostumbrado a la rutina, lo que infunde es miedo. Miedo a lo desconocido y, sobre todo, miedo a la disidencia. La mejor arma de la izquierda ha sido siempre la propaganda, y consiste esencialmente en acusar a todos los demás de 'fascistas'. Sorprendentemente, porque el fascismo fue una escisión del socialismo en Italia, y la palabra 'nazi' es una abreviatura de 'Nationalsozialismus'. No hace falta que lo traduzca, ¿verdad?
No era sólo una palabra. Como buen italiano, Mussolini nunca pasó de los buñuelos de viento ideológicos, pero Hitler acabó con el desempleo en Alemania construyendo autopistas, y Franco creó la Seguridad Social y erradicó el analfabetismo en España. ¿Eso quiere decir que el totalitarismo es bueno? No, pero como mínimo significa que el socialismo no es incompatible con el fascismo. Y de ninguna manera es su antídoto, como se empeñan en hacernos creer los 'progresistas' europeos desde hace medio siglo.
De hecho, en los años 30 el partido nazi en Alemania se nutrió en buena parte de antiguos comunistas, que se pasaron de un extremo ideológico al otro con absoluta naturalidad, del mismo modo que hoy en Francia el Front National está ganando votos en los barrios proletarios de las grandes ciudades, tradicionalmente feudos de la izquierda más recalcitrante.
Las gemelas Pili y Mili
En Europa, la palabra 'socialismo' no describe ya una posición ideológica, sino una tradición. No me estoy refiriendo a las purgas de Stalin o a los millones de chinos exterminados por Mao -que también forman parte de la tradición-, sino a la idea de que el Estado debe decidir por nosotros para salvar a la sociedad del caos y la injusticia. La palabra adecuada, hoy, es 'socialdemocracia', o 'estado del bienestar'. Pero, adoctrinados y acostumbrados al discreto encanto de la seguridad, los ciudadanos europeos no son ya conscientes de hasta qué punto es denigrante esa noción. Que el Estado decida por nosotros quiere decir que no nos considera capaces de decidir por nosotros mismos. Este es el argumento implícito que durante siglos ha justificado, entre otras atrocidades, el esclavismo y la postergación de las mujeres como ciudadanos de segunda categoría.
Pero el Estado del bienestar es proclamado también como una 'conquista' irrenunciable por los partidos de derechas. Ningún partido de derechas se declara dispuesto a liberar al individuo de la tutela del Estado, a reducir los impuestos al mínimo imprescindible o a privatizar la seguridad social. ¿En qué se diferencian, pues, la izquierda y la derecha en Europa?
En muy poco. El discurso, sí, es diferente, pero los principios -si alguna vez los hubo- han desaparecido. Ahora lo único importante son los votos, y los 'derechos' sociales dan votos. Es una espiral vertiginosa: cuantos más derechos, más votos. El Estado del bienestar ahora es imprescindible... para mantener los privilegios de los políticos. La corrupción, por supuesto, es la misma en los dos bandos. ¿O debería decir 'en las dos bandas'?
El paraíso de las cañas de pescar
El problema del Estado del bienestar es que es a crédito. La definición de Margaret Thatcher -"el socialismo consiste en gastarse el dinero de los demás hasta que se acaba"- es esencialmente correcta. Durante años, el maná del crédito fácil hizo pensar a muchos que la utopía había llegado: sanidad universal y gratuita, hipotecas a precios de risa y sin condiciones, ayudas sociales, subsidios, cornucopia de nuevos puestos en los ministerios, trenes de alta velocidad y obras faraónicas. El prestigio del Estado subió como la espuma, pero a costa de pagar la deuda no con unos impuestos razonables, sino con con unos impuestos confiscatorios... y con más deuda. Así, cualquiera.
Entonces ¿es una utopía aspirar a un Estado sin pretensiones que se limite a administrar unos impuestos moderados, a defender la libertad del individuo y a ejercer de árbitro de la libre competencia? En estos tiempos y en Europa, parece que sí. Medio siglo de Estado del bienestar ha inclinado desproporcionadamente la balanza en favor de la seguridad y en contra de la libertad, y los valores sociales están horriblemente deformados. La libertad no es sólo para hacer lo que a uno le dé la gana, sino también para equivocarse. La seguridad atenúa mucho los riesgos, sí, pero reduce mucho la libertad. Y la dignidad del ser humano no consiste en que otros lo vistan y lo alimenten, sino en el orgullo de ganarse la vida con su propio esfuerzo.
Para eso hace falta una sociedad no de amiguetes ni de oligopolios ni de funcionarios, sino de oportunidades. Que no regale pescados, sino cañas de pescar. Y que defienda de verdad la libre competencia, que es la única manera conocida de conseguir los mejores productos posibles al mejor precio posible. Pero no me hago ilusiones. Ya sé que, en estos momentos, todo eso es mucho pedir. El espejismo de los derechos a crédito todavía no se ha roto, y ojalá que la ruptura, cuando llegue, no sea traumática.
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viernes, 19 de diciembre de 2014
La honra del profeta
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Palabras clave: burbuja, cañas de pescar, estado del bienestar, estatal, profecías, sentido común
jueves, 9 de octubre de 2014
Autosuficiencia
Es todavía muy pronto para hablar del ébola con conocimiento de causa. Lo que sabemos de esa enfermedad es mucho menos que lo que sabemos de la gripe o el sarampión, fundamentalmente porque en Africa no tienen, ni de lejos, los mismos medios que nosotros para estudiarla. A decir verdad, ni siquiera tienen tiempo. Por eso, no sólo las personas que podrían estar incubando la enfermedad, sino incluso la información que les llega a nuestros médicos de aquel continente debería ser puesta en cuarentena.
Se insiste en que el contagio sólo es posible si uno entra en contacto con secreciones corporales de un enfermo que tenga síntomas evidentes, y se insiste (o hasta hace unos días se insistía) en que no puede hablarse de ébola mientras la fiebre no alcance los 38.6º. Ambas afirmaciones desafían el sentido común. Para llegar a tener 38.6º de temperatura, todos los enfermos de ébola han tenido antes que tener 37º, 37.5º, 38º, etc., de modo que según ese criterio ningún médico les podría diagnosticar la enfermedad a tiempo. Pero incluso aceptando ese umbral de diagnóstico, ¿estamos seguros de poder descartar la enfermedad en alguien que tiene 38.5º de fiebre? Además, los habitantes rurales de Liberia probablemente no conocen el paracetamol ni de oídas, y no saben que si se tomaran uno o dos comprimidos les bajaría la fiebre.
Pero nosotros -y nuestros médicos- sí lo sabemos. Si se tratara de una enfermedad relativamente benigna, como la gripe, todas estas sutilezas no tendrían mucha importancia, pero cuando la tasa de mortalidad ronda el 50% uno ya no está para bromas. Todas las precauciones son pocas, y esa es la razón por la que todos los días vemos en alguna pantalla esas imágenes impresionantes que hace sólo unos años habrían sido de ciencia-ficción: médicos y enfermeros (el adjetivo 'heroicos' se queda corto para describirlos) vestidos de astronauta, desvistiéndose con exquisito cuidado para no contagiarse. En hospitales improvisados y a temperaturas del aire suficientes para cocer un cangrejo, añado.
Lo que no entiendo es por qué toman todas esas precauciones si sólo pueden contagiarse en contacto con secreciones corporales de los enfermos. ¿No bastaría con unos guantes de látex hasta el codo y una ducha antiséptica después? Vale, añadamos una mascarilla en la cara por si el enfermo estornuda o tose inopinadamente. ¿Por qué tomarse el trabajo de vestirse de astronauta?
Tan poco contagiosa es esa enfermedad que la enfermera que la ha contraído hace unos días en Madrid iba vestida de astronauta, y -supuestamente- siguió al pie de la letra el protocolo de seguridad hasta el momento de quitarse la vestimenta protectora. De modo que, de entrada, nadie sabe cómo se ha contagiado. Aunque, ahora que lo recuerda, cree que en algún momento se tocó la cara con un guante mientras se desvestía. Estoy tratando de identificar alguna enfermedad de la que uno se contagie tocándose la cara un instante con un guante desinfectado, pero no se me ocurre ninguna. Naturalmente, quiero pensar que antes de desvestirse la enfermera fue sometida a una ducha antiséptica.
Ya se sabe que España es el país de la fiesta y del 'todo vale'. No por casualidad es el gran destino turístico de medio mundo y uno de los países con cero universidades entre las 100 mejores del planeta. Quizá por eso no es de extrañar que en las imágenes publicadas por la prensa veamos con frecuencia a personas que, oye, tú, no se agobian más de lo necesario. Por ejemplo, aquel conductor de ambulancia fotografiado trasladando al misionero enfermo de ébola, o uno de los que ayudaban a bajarlo del avión, que llevaban, ambos, el traje de astronauta con la cremallera abierta. Ya se sabe, el calor... Total, no pasa nada, hombre.
Esa autosuficiencia, tan española pero sobre todo tan madrileña, no es sólo patrimonio del imbécil de a pie. También el imbécil electo la padece, y la cosa es tanto más grave cuanta más responsabilidad recae sobre sus hombros. Pero si la responsabilidad es evitar la versión 2.0 de la peste bubónica en el planeta Tierra, habría que preguntarse si nuestros gobernantes deberían andar sueltos hoy. Yo me lo pregunto, pero me temo que la policía y los jueces se limitarán a rezongar en privado y, tal vez algún día no muy lejano, caer en cama con 38.6º de fiebre.
Leyendo y mirando las noticias estos días, no he podido evitar acordarme de la lejana crisis del 'Prestige'. El ministro de turno por entonces era Mariano Rajoy, y su actitud frente a aquella crisis fue exactamente la misma que ahora: dejemos trabajar a los expertos. Así, si los expertos se equivocan, la responsabilidad no será de Mariano Rajoy, sino de los expertos. Los expertos se equivocaron con el 'Prestige' y se han equivocado con el ébola, pero ya se sabe que en España nadie es responsable de nada, y mucho menos que nadie los miembros del Gobierno.
De hecho, cuando los miembros del Gobierno adoptan una medida la justifican diciendo que lo hacen porque "les parece oportuno". Ninguna mención a su programa electoral, que es la única razón por la que, en teoría al menos, el votante les da su voto. ¿Y si resulta que les parece oportuno pero contraviene su programa electoral? Bah. No pasa nada. Estamos en España, hombre.
Así que a la ministra le pareció oportuno traer de Africa a un misionero moribundo porque a sus votantes católicos les enternecen esas cosas y porque, además, tenemos la mejor sanidad del mundo (a pesar de que el ranking mundial de universidades -y una visita a algún que otro ambulatorio de la Seguridad Social- no corrobore esta afirmación). Total, pase lo que pase la ministra no va a dimitir. Ya explicó en cierta ocasión que no había reparado en aquel Jaguar nuevo que había aparecido un día en su garaje, y el presidente del Gobierno no encontró razones para cesarla.
Se ha bromeado mucho con la coincidencia de que un banquero se apellide Botín, pero no tanto con la circunstancia de que una ministra de Sanidad se llame Mato. Aunque, para que la broma fuera completa, la ministra tendría que llamarse Olvido. La pobre tiene tan mala memoria que no es capaz de hacer declaraciones sin leerlas, y no hay que descartar la posibilidad de que esa señora pase por el ministerio como por su garaje y sean unos oscuros pendolistas los que le escriben las declaraciones a la prensa.
Parece difícil de creer, pero tengo la impresión de que buena parte de los españoles no son conscientes de la gravedad de la situación. Ayer mismo, en una encuesta improvisada en la televisión, casi un 50% de los encuestados afirmaba no tener ningún miedo a contagiarse de ébola. Mientras aparecían en la pantalla los resultados de la encuesta, tras mi ventana la noche se llenaba de fuegos artificiales. Supongo que esto es lo que los romanos llamaban panem et circenses. No hace falta mucho más. Porque en España, desde el último mono hasta el primer ministro, todos vamos sobrados.
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Palabras clave: contagioso, demagogia, ébola, epidemia, riesgo
jueves, 18 de septiembre de 2014
Homo oficinalis
Maitines para un ateo
Para ser exactos, la angustia existencial comienza a primera hora de la mañana. Encontrarse en un ascensor con muchas personas más siempre ha sido para mí una experiencia incómoda, tanto más cuantas más plantas lo separan a uno de su destino. Uno sabe que lo habitual, nada más entrar, es dar los buenos días a todo el mundo, aunque sean perfectos desconocidos, pero nunca entenderá por qué en la calle no, y en el ascensor sí. De modo que a veces saludo, a veces espero a que los demás saluden y respondo amablemente, y a veces me amparo en la constatación de que, de cuando en cuando, algún que otro descarriado como yo no cree necesario decir ni mu. Es un alivio sólo relativo, porque allá en el fondo de tu conciencia un diminuto pepito grillo te acusa en el acto de incivismo o algo semejante, y uno no puede evitar sentirse remotamente culpable. Shame on you.
Pero el ascensor es sólo la primera estación del largo viacrucis cotidiano. Después del ascensor hay inevitablemente un pasillo, y allí sí que hay que saludar desenfadadamente a quienes se cruzan contigo, como si uno estuviera en su casa, cuando en realidad uno se sabe en las antípodas. Tras el trance inicial de los saludos y la constatación de que no ha sucedido absolutamente nada en el pasillo desde ayer por la tarde, el pequeño rectángulo de la oficina es un oasis bendito en el que uno, al menos, puede respirar. Y respira.
Du côté de chez Parménide
Pero la dicha –aun siendo una dicha tan relativa- nunca es eterna, y más temprano que tarde uno deberá arremangarse mentalmente y afrontar las tareas pendientes, que son invariablemente fastidiosas y, lo peor de todo, innecesarias. Digámoslo claro: las oficinas en las que yo he trabajado son todas perfectamente prescindibles. No sólo las oficinas. Todos los que trabajan en ellas, incluidos el limpiacristales y el director general, podían haberse quedado en su casa todas las mañanas de su vida, y el mundo habría seguido dando vueltas sin inmutarse.
Pero me han dado de comer durante muchos años, y yo soy sin duda un desagradecido de la peor calaña. Además, tiendo a olvidar que gracias a ellos he hecho viajes exóticos, consistentes básicamente en trasplantar los pasillos, los zafarranchos y los saludos a algún destino remoto que casi nunca he podido disfrutar, unas veces porque el hotel en que nos alojaban estaba lejos de la ciudad, y otras porque había tanto trabajo que apenas quedaba tiempo para visitar iguanas, volcanes, chicas en bikini, viviendas lacustres, o aquellas discotecas lejanas donde todavía se baila agarrado, y bien.
Alfanjes en la cafetería
La prueba de fuego para los alérgicos a la oficinas es la hora del café. Las cafeterías de oficina son la quintaesencia del submundo burocrático. En ellas se habla del tiempo, se pasa lista moral a los ausentes, se airean agravios, se traman confabulaciones, se cuentan las crónicas de los niños o del perro y, a veces, incluso se toma café.
En las cafeterías de oficina he vivido trepidantes horas de aburrimiento y sopor existencial. Con alguna rara excepción. A veces, el paisaje tras las ventanas invitaba a una sensualidad imposible, y a veces la compañía femenina era, en el sentido más amplio, deseable. Cuando yo era muy joven y, por lo tanto, imbécil, he compartido ideas políticas que con los años terminé detestando, y he rebatido con ardor opiniones ajenas a veces sólo por llevar la contraria. En suma, he sido un inconformista bastante conformista, al menos mientras pagaban bien.
Abrojos con antojos
En raras ocasiones he conocido en el trabajo a personas particularmente originales, aunque tan escasas como los tres o cuatro buenos amigos que probablemente leerán estas líneas porque conocen mi pseudónimo. Supongo, en fin de cuentas, que en algún momento de mi vida me metí por un camino equivocado, pero me gustaría saber cuál habría sido el bueno después de haber sido universitario, hippie, escritor, pobre, rico, naturista, programador, trotamundos, pianista, donjuán, bohemio, investigador y funcionario, siempre con resultados deletéreos.
Mi salvación ha sido, supongo, no quedarme siempre en el mismo sitio. Contemplar el descenso de la corriente desde la orilla, mojarme sólo a ratos, cuando no ha habido más remedio, y volver a sentarme en la orilla sabiendo, como bien dijo el filósofo, que nadie se baña dos veces en el mismo río. No es la solución ideal pero, si no lo hubiera hecho así, mi vida habría sido un tremendo, espeso e insoportable atasco.
Mí no comprender
A cambio de todas esas cuitas, tengo en mi repertorio mental una galería de personajes pintorescos con los que algún día, si tuviera una paciencia que no tengo, podría escribir una novela. Por alguna razón, los más antiguos eran los más exóticos.
En Viena, por ejemplo, había un mecanógrafo que había ganado dinero a espuertas en los años 50 trabajando... de mecanógrafo. Había sido torero, había acudido al baile de la Opera conduciendo un Lamborghini y había tenido líos con una bailarina rusa, pero terminó casándose con una austríaca de pueblo que nunca aprendió a hablar español. Él tampoco aprendió nunca el alemán, y para comunicarse entre ellos habían desarrollado una jerga que sólo ellos entendían, mitad alemán, mitad no se sabe qué. Oírlo hablar con ella por teléfono era como oír hablar a un jefe comanche en una película de John Wayne.
Había también un predicador evangelista metido a traductor. Aquel hombre se sabía las Escrituras literalmente de memoria en varias lenguas clásicas, pero no hablaba ni una palabra de inglés, que era para lo que lo habían contratado. Un consejero malintencionado lo convenció para que se inscribiera en las clases de inglés que impartía su propio empleador, pero otro consejero bienintencionado se apiadó de él y lo disuadió.
Lord of the flies
No pocos de los personajes que he tratado en mi trabajo se ajustaban al estereotipo de ‘engreído’. Tal vez para compensar lo anodino de su oscura vida burocrática, o la frustración de no haberse atrevido a forjarse una verdadera carrera como profesional. He conocido también casos de malevolencia patológica y de ingenuidad enternecedora. Jefes vagos, mecanógrafas mandonas, alcohólicos, presuntos espías, analfabetos virtuales dirigiendo importantes departamentos, radicales de izquierdas con sueldos exorbitantes, y hasta affaires secretos, consumados incluso en la misma mesa del despacho. En pocas palabras, la Comedia Humana en suaves tonos de gris.
El lector avispado ya se estará imaginando que ahora mismo estoy escribiendo esto en una pantalla de alguna oficina, aprovechando una mañana en que la carpeta de entrada de mi correo electrónico permanece vacía. El lector avispado no se equivoca, pero el día es espléndido, tengo otras cosas que hacer, y en cualquier momento vendrán a buscarme... para tomar un café.
En la cafetería, naturalmente.
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Palabras clave: aburrimiento, cotilleo, oficina, personajes, rutina
miércoles, 3 de septiembre de 2014
El bolso, la bolsa y la bolsita
'Piiiiiiip piiiiiiip'
La puerta blindada no se abre.
'Por favor, deposite los objetos metálicos en los compartimentos de la entrada'
'¿Qué objetos metálicos? No llevo nada metálico'.
La mujer se cachea a sí misma.
'Tal vez los anillos', sugiere su acompañante. 'Más los pendientes y las pulseras... Y las hebillas de los zapatos' La mujer lo mira con incredulidad. Bah. Lo intenta otra vez.
'Piiiiiiip piiiiiiip'
'Por favor, deposite los objetos metálicos en los compartimentos de la entrada'
La mujer suspira. Se quita el collar, los anillos y el reloj de pulsera y los guarda en el bolso. Seguidamente, mete el bolso en la caja fuerte de la entrada, la cierra y se guarda la llave. La puerta blindada se abre.
La mujer y su acompañante entran en las oficinas del banco y se detienen. Miran en todas direcciones. Algo raro sucede. No hay cola ante el mostrador de la caja. ¿Se habrá declarado una alarma nuclear, y ellos no se han enterado?
'Qué se le ofrece', dice entre dientes el empleado de la caja, sin apartar la vista de su smartphone.
'Quiero cambiar este billete de 500 euros. No me lo aceptan en ningún sitio'
El empleado mira a la pareja con desconfianza. Luego recoge el billete y lo examina al trasluz.
'Lo siento. No cambiamos billetes de 500'
'Me lo dieron ustedes la semana pasada'
El empleado menea la cabeza, displicente. No hay nada que hacer. La mujer y su acompañante, con gesto contrariado, salen de nuevo al recibidor de la sucursal. Ella abre la puerta de la caja fuerte.
'¿Qué ha pasado aquí? El bolso ha desaparecido'
'No puede ser'. El hombre mira en el interior de la caja fuerte y comprueba que el bolso ya no está.
Vuelven a entrar en la sucursal. Pero ahora sí hay cola. La habitual.
Veinticinco minutos después, el mismo empleado de la caja termina una conversación inacabable centrada en unos pagos a un proveedor, un resfriado, la crónica de un viaje a Alicante y una discusión sobre cierto trámite que se ha retrasado. Bueno, sólo seis semanas. Es que había un compañero que estaba de vacaciones...
'Usted dirá', dice por fin el cajero, cuando el cliente pelmazo abandona la cola.
'He dejado mi bolso a la entrada y ya no está'
El empleado carraspea.
'Es que ha tardado usted menos de lo previsto en hacer la gestión. Como no había cola...', argumenta con una sonrisa justificativa.
'¿Qué quiere decir?'
'No se preocupe. Su bolso no corre ningún peligro. Se lo devolveremos'
'Entonces ¿lo tiene el banco? ¿Y qué ha hecho con él?'
'¡Ehem! Pues... lo ha prestado'
'¿Que el banco ha prestado mi bolso? ¿A quién? ¿Por qué?'
'La ley de activos bancarios de 1978 autoriza al banco a prestar cualquier activo depositado en sus oficinas. Hasta un máximo del 90%'
'¿Cómo? ¡Pero mi bolso no es un activo bancario!'
'Usted misma lo ha depositado. En este banco. Si la cola hubiera tardado lo habitual, usted no habría necesitado su bolso hasta las dos de la tarde. ¿Qué sentido tiene dejar un bolso inutilizado durante tanto tiempo?'
'¡Pero el bolso es mío, y puedo hacer con él lo que me dé la gana! Yo no se lo he dejado al banco para que lo preste, sino para que me lo guarde'
'De eso no tenga duda. Su bolso está a buen recaudo. Además, la ley de protección del consumidor de 1984 le garantiza a usted el contenido íntegro de su bolso (hasta un máximo de 100 gramos). De verdad, no tiene por qué preocuparse'
'Si me lo estuvieran guardando me lo habrían devuelto. Lo que el banco está haciendo es ganar dinero a costa de mi bolso'
'Sólo si usted no lo usa. Y a un tipo de interés módico. Los créditos del mercado interbancario son a muy corto plazo. Yo que usted no me inquietaría. Espere hasta las dos de la tarde y recuperará su bolso intacto'
La mujer y su acompañante, enfadadísimos, se sientan a esperar. A las dos en punto, ella se asoma al mostrador y exige: 'Son las dos. ¡Mi bolso!'
El cajero sonríe de oreja a oreja, nerviosamente.
'El caso es que... no tenemos su bolso todavía'
'¿No me dijo usted hace dos horas que...?'
'Sí, sí. Es lo habitual. Pero ha habido una incidencia. La devolución estaba prevista para las dos, pero entre tanto el índice de morosidad ha aumentado más de lo previsto'
'No entiendo. ¿Qué me quiere decir con eso?'
'Su bolso ha sido prestado a otra entidad bancaria, pero el acreedor lo ha securitizado.
'¿Securitizado? ¿Qué es eso?'
'El banco acreedor tampoco tiene ya su bolso. Lo ha prestado a otra entidad bancaria. Ya sabe, la ley de 1978...'
'Pero ¡¿me quiere decir de una vez lo que han hecho con mi bolso?!'
'Déjeme explicarle. A cambio del préstamo, el banco acreedor ha recibido un documento acreditativo. Pero después de recalcular el nivel de riesgo han decidido estructurar el pasivo. En otras palabras, han juntado todos los préstamos como el de su bolso en un paquete de acciones y han vendido las acciones en el mercado internacional'
'¿Qué? ¡Sinvergüenzas! ¡Mi bolso!'
'Pero no se apure. Le podemos vender un número de acciones exactamente equivalentes al valor de su bolso. Puede ser un buen negocio. La Reserva Federal ha inyectado 4 billones de dólares en el mercado, y la bolsa está por las nubes. En máximos históricos'
'¡¡¡€~¬@#€¬\~#$%&/!!!' [irreproducible]
'Naturalmente, le descontaremos una pequeña comisión. Ande, deme sus datos y le compro yo mismo las acciones. Ah. Y tenga presente que las acciones son un producto de alto riesgo, y su valor puede subir o bajar a lo largo del tiempo. El comportamiento de las acciones en el pasado no es garantía de su comportamiento futuro. Aquí tiene. ¡Enhorabuena! ¡Ya es usted accionista de Crapbank!'
La mujer se encoge de hombros y recoge el justificante que le tiende el cajero. Al fin y al cabo, todo lo que contenía el bolso era una bolsita de plástico con el excremento de su perro, que no había tenido tiempo de tirar a la papelera. Con un poco de suerte, aquellas acciones que le acaban de vender valdrán más.
'Pero ¿y tus joyas?', exclama su acompañante.
La mujer guarda las acciones en el escote de su blusa.
'Bah. Eran de hojalata'
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Palabras clave: activo, banco, pasivo, preferentes, préstamo, reserva fraccionaria
martes, 22 de julio de 2014
Un enlace
Uno de mis co-blogueros en A propósito me pide que inserte en este blog un enlace a un texto suyo:
http://www.galileonardo.com/The%20Glyph%20Model.pdf
Lleva un año esperando a que Google Scholar lo indexe, sin resultado. A lo mejor ahora lo consigue.
Suerte, amigo.
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domingo, 20 de julio de 2014
Abismos de café
Me enamoró.
Me enganchó a la heroína.
Él se desenganchó.
Yo no pude.
Me dejó.
Esto sí que es una novela bonsai, y no lo que escribía yo en los primeros 2000. La historia me ha impresionado porque me recuerda las grandes novelas del siglo XIX, aquellos tiempos en que los personajes tenían que enfrentarse no a un stream of conciousness, a un dictador latinoamericano o a un séptimo divorcio por adulterio, sino a algo un poco más serio: su propio destino.
El destino, en este caso, está trazado desde el momento en que su protagonista se abandona a una pasión irresistible: el amor. Alguien te invita a un crucero por los mares del sur, y a mitad de camino decide que prefiere irse a vivir a Alaska y te abandona en una isla desierta. Pero ¿por qué querría nadie abandonar las costas de Tahití para irse a vivir a Alaska?
Tal vez por miedo a las tempestades o a los tsunamis. Tal vez el barco hace agua, y tarde o temprano terminará hundiéndose. Pero, ¿por qué embarcarse con una compañía que corre tantos riesgos? ¿Acaso no había otra más segura?
Speak easy
La respuesta es: no. Si la hubiera, nuestra protagonista y su amado podrían haber vivido muchos, muchos años viajando de paraíso en paraíso. Podrían haber sido felices y comido perdices, porque el problema no eran los mares del sur. Era el barco.
Para entender mejor lo que quiero decir, introduzcamos un pequeño cambio en la historia, y describámosla así:
Me enamoró.
Me enganchó al café.
Él se desenganchó.
Yo no pude.
Me dejó.
Suena cómico, ¿verdad? Para que la historia sonara trágica tendríamos que imaginar que el café es una sustancia psicotrópica que conduce a un abismo de perdición. ¿Cómo demonios podemos llegar a imaginar una cosa así?
No es tan difícil como parece. De hecho, el café estuvo prohibido en varias ocasiones a lo largo de la Historia. En 1511, un tribunal religioso de La Meca prohibió su consumo en el Imperio Otomano, y lo mismo sucedió veintiún años después en El Cairo, donde los expendedores y proveedores de café fueron además saqueados. Y en Etiopía el consumo de café estuvo prohibido durante casi un siglo por decisión de la Iglesia Ortodoxa de aquel país. Pero eso no es todo. A finales del siglo XVII había en Inglaterra más de 3.000 cafeterías abiertas, que el rey Carlos II trató de erradicar, debido sobre todo a los debates sobre política y religión que en ellas se habían empezado a entablar. (Aunque el lobby cervecero aportó también su granito de arena).
Wie schmeckt der Coffee süsse!
Medio siglo después, en Leipzig, el café suscitaba actitudes contrapuestas, pese a que era de los pocos lugares de Europa donde las mujeres estaban autorizadas a probar la chispeante bebida. Muchos alemanes acogieron el café con alborozo. Beethoven, por ejemplo, era un bebedor -de café- empedernido. Podríamos incluso decir que Beethoven estaba 'enganchado' al café, aunque probablemente fue superado, años después, por Balzac, que por aquel entonces estaba todavía muy ocupado jugando con un ratoncito de madera.
Pero muchos otros alemanes fruncieron el entrecejo. Hasta tal punto llegó a estar mal visto el café en Leipzig que su consumo estuvo legalmente prohibido -excepto para el Rey y la Corte, ojo-. Se creó incluso la figura del olfateador de café, que denunciaba a las autoridades la presencia de tan exquisito aroma en hogares, talleres y tugurios. Una de las pocas cantatas profanas que compuso Bach nos narra la historia de una joven cuyo padre termina accediendo a sus ruegos y consintiéndole que beba café... En fin de cuentas -concluye él, suspirando- la madre y la abuela de la joven practican también ya esa nefasta costumbre.
Un abismo humeante
Durante varios siglos, pues, la historia alternativa que hemos imaginado sustituyendo la heroína por el café no habría sido cómica, sino que podría haber sido tan trágica como la original. Pero, para que la comparación sea más eficaz, vamos a situarla en nuestros días. Teniendo el ejemplo bien documentado de la Ley Seca en Estados Unidos, no es difícil imaginar cómo se habría desarrollado el drama. Imaginemos.
Ella no sabe que él es adicto al café. Es un muchacho animoso, siempre alegre y lleno de vitalidad, hasta el punto de que ella se enamora de él. Un día, él le confiesa su secreto vicio. Ella siempre había visto el café con aprensión, pero el amor obra milagros, y un día se decide a probarlo. Y le encanta. Se sientan él y ella juntos en el canapé del salón, degustan la deliciosa bebida, se miran y se sonríen. Sus pupilas se dilatan. Su ritmo cardiaco se acelera y su agilidad mental aumenta. Conversan alegremente, e intercambian comentarios más ingeniosos que de costumbre. Son felices.
Pero la felicidad nunca es gratis. La venta y el consumo de café están prohibidos, y hay que conseguirlo en el mercado negro. Es un mundo peligroso, dominado por mafias que han amasado enormes fortunas con el cultivo y la venta ilegal de café. En los bajos fondos hay a veces tiroteos entre bandas rivales, y la guerra del Gobierno contra ellos se cobra a menudo vidas humanas, incluso entre la población civil.
Por supuesto, no es concebible ir a comprarlo al supermercado de la esquina. Hay que tener un contacto que te lo suministre, a un precio exorbitante. Además, desde el productor hasta el consumidor los paquetes de café molido pasan por muchas manos, todas las cuales corren un alto riesgo y, en compensación, adulteran sistemáticamente el producto para maximizar las ganancias. El resultado es que el café que nuestros protagonistas beben contiene casi siempre elementos extraños: achicoria, cebada tostada, fertilizante, avecrem, alquitrán, ceniza, minas de lapicero trituradas, regaliz, y probablemente hasta carbón.
Además, hay una campaña sutil pero constante de los políticos y de los medios de comunicación para demonizar el café. Está justificado: el café mata. No sólo mata niños en los tiroteos de los barrios lumpen de -pongamos por caso- Tijuana. Además, al igual que el 100% de los medicamentos que venden en las famacias, tiene muchísimas contraindicaciones y efectos secundarios. Pero, en realidad, lo que más mata del café es el fertilizante, el alquitrán y las minas de lapicero machacadas.
De modo que él, agobiado por la culpabilidad y por el futuro de su salud, decide un día dejarlo. No es fácil. Durante meses, la abstinencia le provoca ansiedad, nerviosismo y sudores. Para calmar la ansiedad, come más de lo necesario y engorda ocho kilos. Pero, finalmente, se le pasa. El problema ahora es ella.
La zarzaparrilla está servida
Ella, por amor, lo intenta dejar también, pero no puede. Por las mañanas tarda una o dos horas en despabilarse del todo. En el trabajo ahora apenas rinde, y corre el peligro de ser despedida. Además, la ausencia de cafeína en su sistema nervioso le ha permitido descubrir que sus compañeros de trabajo la aburren soberanamente, y las sobremesas sin café son una tortura. De pronto, la vida es gris y anodina. No, no lo puede dejar.
Pero él no está dispuesto ya a seguir frecuentando callejones y personajes tenebrosos para abastecerse de café. Varios amigos suyos han destrozado su salud a causa, no del café, sino del alquitrán, el estiércol y la tinta china que lo adulteran. Uno de ellos estuvo incluso internado con fuerte taquicardia: por una mala casualidad le habían suministrado un café sin adulterar y, sin sospecharlo siquiera, se había bebido una dosis suficiente para matar a un caballo. Además, con lo que él se ahorra ahora, se puede permitir caprichos que hasta hace poco eran prohibitivos. Definitivamente, sin café se vive mucho mejor. Y abandona a su amada.
Bromuro para Stalin
¿A que la historia no tiene ya tanta gracia? Pues podríamos imaginar miles de historias paralelas sustituyendo el café por valium, jarabes para la tos, prozac, ibuprofeno o aspirina. Entre 2002 y 2007, por ejemplo, el número de recetas de benzodiazepinas prescritas (valium, tranquimazin, etc) aumentó de 69 millones a 83 millones sólo en Estados Unidos, y entre 1990 y 1996 su consumo causó la muerte de 1.810 personas en el Reino Unido (más que todas las drogas ilegales juntas, incluidas la cocaína y la heroína). Para no perder la perspectiva, recordemos que una receta equivale a unas 20 o 30 dosis.
Pero ninguna de esas personas está en la cárcel por comprar en la farmacia. Y la vida sigue. Muchos de ellos conducen automóviles o autobuses, manejan aparatos de alta precisión o toman decisiones que pueden cambiar el rumbo de una empresa. En algunos casos, incluso el rumbo de la Historia: Bismarck y Goethe, por ejemplo, eran adictos al opio, que por aquel entonces todavía no era ilegal. En cambio, no tenemos noticia de que Stalin o Hitler tomasen bromuro, cannabis o infusiones de adormidera regularmente.
En realidad, la moraleja de esta pequeña digresión está en las farmacias. El cliente mayor de edad compra libremente un producto que contiene exactamente lo indicado en el embalaje, se informa de los efectos y riesgos que conlleva gracias al prospecto... y lo consume. Si los clientes de las farmacias, los paracaidistas y los alpinistas no son tratados como menores de edad, ¿por qué los demás tendrían que serlo?
La respuesta la dio Einstein hace unos cuantos años:
"Sólo hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana. Y con respecto al Universo no estoy del todo seguro".
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Palabras clave: adicción, café, consumidor, productor, prohibición
domingo, 29 de junio de 2014
Los imbéciles felices
En realidad, el título de la canción es La ballade des gens qui sont nés quelque part. Cualquier día es bueno para acordarnos de los que han nacido en algún sitio. La canción de Brassens decía:
Es cierto, son agradables todos esos pueblitos,
esos burgos, aldeas, lugares y ciudades,
con sus altos castillos, sus iglesias, sus playas.
Tienen sólo un defecto, y es que están habitados,
y es que están habitados por personas que miran
al resto con desprecio desde allá en sus murallas,
la raza de los calvinos, de los que llevan escarapela,
los imbéciles felices que han nacido en algún sitio.
Malditos sean esos hijos de su madre patria
empalados de una vez por todas en su campanario,
que os muestran sus torres, sus museos, su alcaldía,
que os hacen ver terruño hasta bizquear.
Ya sean de Paris, de Roma o de Sète,
o de la quinta porra, o de Zanzíbar,
o incluso de Villaculos, se enorgullecen, canastos,
los imbéciles felices que han nacido en algún sitio.
La arena en que, hogareños, sus avestruces
entierran la cabeza, más fina no la hay,
y el aire que utilizan para inflar sus andorgas,
sus pompas de jabón, es un soplo divino.
Ved cómo, poco a poco, se les va subiendo el pavo
hasta pensar que la bosta que sueltan sus caballos,
aunque sean de madera, es la envidia del mundo,
los imbéciles felices que han nacido en algún sitio.
No es un lugar común el de su nacimiento,
sufren de corazón por esos infelices,
esos patosos nimios que no tuvieron la presencia,
la presencia de ánimo de nacer entre los suyos.
Cuando tocan a rebato en su precaria felicidad
contra los extranjeros más o menos bárbaros,
salen de su agujero para morir en la guerra,
los imbéciles felices que han nacido en algún sitio.
Dios, cuánto mejoraría la tierra de los hombres
si no hubiese ni rastro de esa raza incongruente,
de esa raza importuna que medra por doquier:
la raza del terruño, de los apegados a su tierra.
Qué bella sería la vida en toda circunstancia
si no hubieseis sacado de la nada a esos lelos,
prueba tal vez cabal de vuestra inexistencia:
los imbéciles felices que han nacido en algún sitio.
(Traducción: Ricky Mango)
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Palabras clave: Brassens, imbecilidad, nacionalismo, patria, raíces
miércoles, 25 de junio de 2014
La dictadura del software
El otro día me topé en un sitio web con una tira cómica muy enjundiosa. En la primera de sus dos viñetas, una persona se dirige a su teléfono móvil con ademán tiránico:
'¡Muéstrame mis correos electrónicos!
'¡Navégame hasta la casa de Juan!
'¡Quiero ver las noticias!'
'¡Envía esta foto a Lolita!'
Pero, en la segunda viñeta, descubrimos que también el teléfono le imparte órdenes a él:
'¡Cárgame!'
'¡Búscame una wifi! ¡Rápido!'
'¡Hazme un backup!'
'¡Responde a esta llamada!'
Etcétera. Lo que nos hace sonreír es descubrir que los teléfonos móviles no son tan esclavos nuestros como fantaseamos. Naturalmente, el dibujante de la tira cómica exagera. Todas esas obligaciones que nos ha creado el teléfono móvil son, en parte, el precio que hay que pagar por todo lo que nos permite hacer.
Siempre que lo necesitemos, claro. Si no necesitamos estar en contacto permanente con nuestra cuñada, sus amigas, sus hijos, los nuestros y aquel rapero tatuado que ha visto la foto de una amiga de nuestra sobrina, incluso un teléfono de un euro nos parecerá demasiado caro. Pero, aunque ese no sea nuestro caso, ¿necesitamos realmente un teléfono móvil?
El humo ciega tus ojos
Supongamos que compramos un teléfono que, cada vez que tocamos el iconito aquel en su pantalla, nos administra una dosis de cocaína nebulizada. Parece que la cosa es agradable, así que cuando se nos pasa el efecto volvemos a tocar el iconito. Zas. Otra dosis de nebulizador. Más que agradable, resulta que la cosa engancha. (Por supuesto, nuestra factura de teléfono aumenta en consonancia).
Al cabo de no mucho tiempo, parece evidente que necesitaremos nuestro teléfono móvil. Como el fabricante ha vendido millones de ejemplares, podemos felicitarnos. No sólo formamos parte de la sociedad, sino que además ¡estamos en la moda!
Los fabricantes de teléfonos están sometidos a la ley y, por lo tanto, ni se les pasa por la cabeza vender un modelo que los llevaría directamente a prisión, pero nuestro teléfono imaginario retrata vívidamente el comportamiento de muchas personas con su smartphone. Sí: es adictivo.
Fregar platos y montar en bicicleta
La adicción no es necesariamente perniciosa. Todos somos adictos a comer tres veces al día y a vestirnos para relacionarnos con (la mayoría de) nuestros semejantes. Lo que a mí me inquieta de la adicción a los teléfonos móviles es otra cosa. Mucho más abstracta.
Los primeros PCs u ordenadores tenían también algo de adictivo, pero era una adicción diferente. El placer de habérselas frente a una pantalla de fósforo verde radicaba en las posibilidades que ofrecía de multiplicar nuestro cerebro. Delegando en el computer las farragosas tareas de guardar y mantener datos, liberábamos nuestra mente para menesteres más nobles. Algo así como cocinar sin tener que fregar los platos. Al principio, el lenguaje de nuestros PCs era un tanto difícil de aprender pero, una vez aprendido, compensaba con creces nuestro esfuerzo. Algo así como aprender a montar en bicicleta.
Cuando por fin conseguíamos comunicarnos con nuestro PC, descubríamos una estructura de datos lógica y coherente, a la que nos adaptábamos sin dificultad y en la que íbamos integrando nuestros datos más o menos como estaban organizados en nuestro pensamiento. Pero esa era sólo una cara de los PCs. La otra eran los juegos. Y, desde los años 90, Internet.
Por los mares del Sur
Vayamos por partes. Los juegos de software son adictivos no porque potencien las funciones nobles de nuestro cerebro, sino porque tienen la estructura de las novelas de aventuras. He dicho la estructura. Sus personajes son mucho más pobres que en las novelas, pero la raspa de las novelas de aventuras es esencialmente un videojuego: el protagonista supera una serie de dificultades imprevistas para rescatar a su amada, conseguir un tesoro, destruir a todos sus enemigos o alcanzar una meta.
Algunas novelas de aventuras son atractivas también por la psicología de sus personajes, pero el atractivo de los videojuegos es mucho más inmediato y mucho más condensado y, por lo tanto, probablemente genera muchas más endorfinas. Tal vez no es casualidad que el auge de los videojuegos haya ido en paralelo con la desalfabetización de las nuevas generaciones.
Por otra parte, la aparición de Internet ha multiplicado masivamente la conectividad entre los seres humanos. Al principio había que tener un PC para acceder a Internet, pero pronto se vio que la mayoría de los usuarios de Internet no tenían ninguna necesidad de usar bases de datos, procesadores de texto ni cosas parecidas. Querían, simplemente, intercambiar información a un nivel muy elemental, y para eso la estructura de archivos de los PCs les venía enormemente grande. Tan grande como el propio PC, que con dificultad cabía en una maleta, y no digamos ya en un bolsillo.
Angelitos en la Nube
Al aparecer los smartphones, los PCs quedaron poco a poco relegados a quienes necesitaban estructuras de datos y herramientas para procesarlos: básicamente, profesionales. Pero muchos fabricantes de PCs no supieron subirse a tiempo al tren de los smartphones y empezaron a perder dinero. Por otra parte, los dispositivos de memoria eran cada vez más baratos y la velocidad de acceso a Internet aumentaba rápidamente. Se llegó así a un punto en que las funciones de almacenamiento y procesamiento de datos podían residir en la Red, y los usuarios quedaban liberados de muchas operaciones para las que hasta entonces habían necesitado un PC.
Estaba claro que una parte sustancial de los antiguos PCs empezaba a ser innecesaria. En la práctica, bastaba con tener un buen acceso a Internet, un procesador potente y una pantalla de tamaño suficiente para introducir datos y examinar resultados. Con una diferencia esencial: la estructura de los datos no la decidía ya el usuario, sino que ahora la proporcionaba el proveedor.
Un vuelco tan radical y tan rápido como el de los smartphones ha puesto a los fabricantes de PCs en una situación difícil. Convertir los barrocos PCs en simples procesadores con pantalla implicará probablemente una transformación dolorosa de las empresas fabricantes, y posiblemente su desaparición, ya que conectando un smartphone a una pantalla grande se puede conseguir exactamente el mismo resultado. De ahí el intento desesperado de algunos fabricantes de software (sí, me estoy refiriendo a Windows 8) por incorporar el lenguaje de los teléfonos móviles a sus programas. Adaptarse o morir. O adaptarse y, después, de todos modos, morir.
De modo que la estructura de los juegos, los lenguajes de pantalla pequeña y los proveedores de datos en línea han arrinconado a los primitivos PCs. ¿Qué consecuencias tienen esas tres novedades? Muchas. Y todas ellas deletéreas.
El mordisco del cocodrilo
Los usuarios de videojuegos son individuos libres, pero los videojuegos son algorítmicos. Un algoritmo es una serie de pasos que uno da siguiendo unas instrucciones. Cabe sospechar que el comportamiento de los animales irracionales es abrumadoramente algorítmico, pero también los seres humanos obedecemos algoritmos desde tiempos inmemoriales. Desde los antiguos senderos para atravesar el bosque hasta el enlatado de atún a que lo someten a uno en cuanto entra a un aeropuerto, una buena parte de nuestro comportamiento cotidiano es y ha sido siempre algorítmico.
No nos alarmemos todavía. Las novelas de aventuras tienen también una estructura algorítmica. Cuando el protagonista se encuentra con los malos, los vence, cuando se tiene que enfrentar a un temporal, lo capea, y cuando se estropea la hélice del barco en el que huye de los piratas, la repara. Al final, la amada se arroja en sus brazos y el algoritmo se termina. Fin.
Pero las novelas de aventuras están hechas para disfrutar, no para razonar. La realidad que describen no tiene estructura. No hay ninguna relación mínimamente compleja entre la granada que alguien tira a tu barco y el cocodrilo que se intenta comer tu pierna. Son cosas que suceden porque sí. Naipes que el escritor se va sacando de la manga.
Despacito y buena letra
También la vida es un algoritmo, como saben perfectamente las hormigas, las pirañas y los aficionados al football. Pero en el algoritmo de la vida real es conveniente pensar, a veces mucho, para sobrevivir. Hay que saber encontrar relaciones entre las cosas, porque si no lo hacemos nadie nos va a regalar los recursos de Indiana Jones, la varita del mago de Oz ni los misiles de la tecla Ctrl-J para matar extraterrestres. ¿O eso era antes?
Es tentador pensar que sí. Pero la conversión del ser humano en un animal algorítmico sólo es posible en sociedades hiperprotegidas, en las que el Estado asume nuestros riesgos y nos libera de esa fatigosa manía de pensar. Cada vez más, basta con obedecer el color de los semáforos, las indicaciones del navegador GPS, las flechas en las paredes del museo, las instrucciones de la empresa... y, por supuesto, las leyes.
Las leyes -los algoritmos en general- son uno de los dos elementos básicos que utiliza el poder para perdurar. El otro elemento es la ideología.
Una ideología es una estructura de ideas que justifica unas leyes. Todas las religiones tienen su ideología, y todas las dictaduras, y hasta todos los ministerios de hacienda. Incluso las personas tienen ideología. Pero, aunque una mayoría de la población probablemente opta por lo más cómodo y adopta ideas prefabricadas, todos tenemos -al menos en teoría- la libertad de estructurar nuestras ideas como más nos plazca. ¿O eso era antes?
No lo sé. Y no sé durante cuanto tiempo todavía tendremos libertad para razonar como seres individuales. En la Historia el poder ha cambiado muchas veces de manos, y no hay por qué pensar que no va a volver a suceder. Quizá ni ellos mismos lo sepan, pero los creadores de algoritmos y de estructuras de datos -los amos del software- tienen hoy en sus manos una escalera perfecta para ascender los peldaños del poder. Hasta la cima. ¿Terminarán usándola?
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Palabras clave: algoritmo, iconos, lenguaje, novelas, PC, preconcebido, smartphone, videojuegos
viernes, 16 de mayo de 2014
La nueva generación
Domingo. En Internet he encontrado un sitio web que me intriga. Se trata de una asociación de "educadores de museos". No sabía que hubiera museos necesitados de educación. Incluso suponiendo que quieran decir 'educadores de museo', en singular, es difícil imaginar en qué puede consistir esa profesión, teniendo en cuenta que tan sesudos educadores ni siquiera saben usar su propio idioma.
El nombre de esa sorprendente profesión me recuerda un nuevo producto que estoy viendo desde hace algún tiempo en los supermercados: "tacos de bacalaos". Así, en plural. Ya se imagina uno que todos los tacos del envoltorio no provienen necesariamente del mismo bacalao, pero ¿realmente es necesario aclararlo? ¿O el problema es más bien la incapacidad de abstraer? Al paso que va esto, el día menos pensado me encuentro con los grandes almacenes llenos de relojes de paredes, libros de bolsillos, prendas de veranos, cubiertos de cocinas, bolsos de manos y lindezas por el estilo (¿lindezas por los estilos?).
El caso es que, créanselo o no, todos esos 'educadores' son titulados universitarios, según averiguo en las páginas de la propia asociación. Como mi curiosidad no se sacia, sigo investigando. En la página 'Objetivos' leo que los fundadores fueron un grupo de estudiantes "avalados" por profesores universitarios. ¿Avalados? ¿El objetivo de la asociación es suscribir una hipoteca? A renglón seguido, averiguo que los estudiantes pertenecen a la "onceava edición del posgrado en Educación artística". No nos explican cómo hicieron esos estudiantes para aprobar, no ya una carrera universitaria, sino simplemente el bachillerato, teniendo en cuenta que confunden la 'onceava edición' con la undécima promoción. Pero, a estas alturas, creo que estoy ya preparado para todo (craso error, como veremos). De modo que sigo leyendo:
"El porqué de la creación de esta sociedad, responde a varios factores. El primer factor, alega a la sencilla necesidad de unión..."
Espero sinceramente que a estos 'educadores' profesionales no les dejen enseñar gramática, ni en los museos ni en la boca del metro, al menos hasta que aprendan a redactar, a colocar las comas en su sitio y a distinguir entre 'alegar' y 'apelar'. El resto de la página es igual de deprimente, de modo que paso a la sección de "Actividades".
Y aquí viene el pasmo final. Las dos actividades más recientes han consistido en... pero mejor reproduzco literalmente lo que me he encontrado:
"Propuestas de intervención de los proyectos expositivos desde la perspectiva de la educación artística, todo esto, en colaboración con los mismos creadores".
Olvidémonos por un momento de esas comas dejadas caer a la buena de Dios: ¿qué demonios significa esta frase? No nos lo aclaran. Pero sí nos regalan algunos ejemplos de cómo hay que explicar las cosas a los alumnos para que las entiendan con claridad meridiana. Selecciono el primero de todos:
"Lavoisier comprobó la naturaleza oxidativa del proceso respiratorio, esto es, determinó que el 'oxígeno' es la sustancia presente en el aire, responsable de la combustión que se da en la respiración". Tremenda responsabilidad, la del pobre oxígeno. Pero, minucias aparte, ¡por fin he comprendido lo que es la respiración! Gracias, gracias, clarividentes educadores de museos.
Otra de las actividades de que se jacta la asociación consistía en una exposición... de recetas médicas, bajo el enigmático nombre de "Talleres Caligrafías de la Enfermedad". Como complemento de tan didáctica exposición, proponían resolver una sopa de letras y, a continuación, invitaban al público a ponerse una bata blanca y pasar una consulta imaginaria. Cosa que debía de resultar facilísima, gracias al bagaje de conocimientos recién adquiridos en la propia exposición.
Me pongo al habla con su presidenta, que me explica la elevada misión de los 'educadores de museos' con un batiburrillo de ideas inconexas, todas incomprensibles, pero convenientemente aderezadas con palabras tan tremendas como 'empoderamiento' o 'dinamización'. Así que ya lo saben ustedes: si alguna vez acuden a un museo y quieren ser dinamizados, no hay nada más fácil: acérquense a la ventanilla de información y pregunten por 'el educador'.
Miércoles. En la Facultad de Filología hay un ciclo de cine temático. Este mes el tema será la obra de Shakespeare. Antes de proyectarnos una película soporífera de Akira Kurosawa, uno de los organizadores se sube a la tarima y nos hace la presentación. La primera vez que le oigo referirse a las "novelas" de William Shakespeare doy un respingo. Seguramente me he quedado traspuesto y he oído mal. Pero presto más atención y, sí, el orador repite no una, sino varias veces que la película está basada en una de las "novelas de Shakespeare", concretamente 'Macbeth'. Dudo entre echarme a reír o a llorar. A mitad de la película, desmoralizado, abandono la sala. La depresión me durará hasta el viernes.
Viernes. A falta de otra cosa, encuentro en la tele una película que parece entretenida. Pero a medida que avanza la historia el guión se va cayendo a pedazos. Desde hace algunos años, muchas películas no pertenecen ya al género dramático, sino al género 'videojuego'. El videojuego es una trama en la que las cosas suceden porque sí y los personajes tienen la profundidad psicológica de una ameba. En la escena culminante de la película, el protagonista entra a rescatar a su amada de un incendio pavoroso y, en mitad de las llamas, exclama: "¡Tenemos que salir de aquí!" Ni Truman Capote habría escrito una frase tan memorable.
Vienen pegando fuerte. Son la generación que dentro de poco nos va a reemplazar. Que Zeus nos pille a todos confesados.
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Palabras clave: académico, decadencia, ignorancia, mamandurria, universidad
jueves, 1 de mayo de 2014
La paradoja de Russell
Goto Loop
Si el barbero forma parte de una multiplicidad no abstracta, sino denominable (Pedro, Juan, el barbero, etc.), entonces podremos comprobar si se afeita o no antes de construir cualquier definición. En otras palabras, la pregunta ‘¿se afeita el barbero a sí mismo?’ tiene que tener una respuesta concreta, que llamaremos B. Si nuestra definición de barbero implica la negación de B, que es un dato preexistente, entonces la definición no será aceptable. Sería algo así como definir ‘rojo’ como el color de todas las rosas a sabiendas de que hay rosas amarillas.
Por otra parte, es también debatible el concepto de ‘conjunto que pertenece a sí mismo’. En el sentido extensivo, no parece viable construir un único algoritmo que además de recorrer uno por uno diversos referentes recorra también el referente que designa su totalidad (o cómo viajar desde Madrid hasta Sevilla y desde Sevilla hasta la lista de estaciones del AVE Madrid-Sevilla). En el sentido intensivo tampoco parece viable construir una plantilla capaz de seleccionar no sólo diversos referentes individuales sino, además, su totalidad (con la mira de un fusil podemos apuntar a un soldado, pero no a un batallón). Además, si seleccionar es lo mismo que desambiguar, una multiplicidad de posibilidades no puede desambiguarse en ella misma (algo así como decir que un árbol es una rama de sí mismo).
Después de años buscando, todos los ejemplos que he encontrado de conjunto que pertenece a sí mismo me parecen o incorrectos o imprecisos. La lista de todas las listas pretende ser una definición intensiva de un concepto exclusivamente extensivo, y las definiciones de tipo ‘negativo’ (por ejemplo, el conjunto de los ‘no triángulos’) pretenden definir un conjunto complementario sin especificar con respecto a qué. Me temo que los matemáticos se dejan a veces hipnotizar por los símbolos en la medida en que ven que funcionan, sin plantearse antes ponerse de acuerdo en su significado.
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sábado, 26 de abril de 2014
Frases y libros
Salvo alguna que otra frase suelta que en su momento se me quedó grabada, no recuerdo ninguno de los libros que he leído en mi vida.
Al son de la Marcha Turca
Quiero decir que no los recuerdo del mismo modo que recuerdo la sonata para piano en A mayor de Mozart, el bolero Noche de ronda o el 'Round midnight de Thelonius Monk, cuyas melodías podría reproducir prácticamente nota por nota. A menos que uno sea opositor a abogado del Estado, personaje de Farenheit 451 o autista, ningún ser humano normal es capaz de retener libros enteros en la memoria. Mientras las leemos, vivimos las novelas como recuerdos o fantasías de la propia vida, y de los libros de ciencia, ensayo o historia nos quedamos con lo esencial.
Calisto y Sempronio
Realmente recuerdo pocas frases de todas las novelas que he leído en mi vida, y no estoy seguro de que las recuerde tal como fueron escritas. Hace poco tiempo, por ejemplo, me acordé de una de ellas y la anduve buscando. Primero en papel, y después por Internet. Era una frase de Calisto en La Celestina.
Calisto está decidido a fugarse con Melibea, y acude una noche con Sempronio a la casa paterna de su amada. La calle está oscura y desierta, y la puerta de la casa, cerrada a cal y canto. Entonces Sempronio susurra a Calisto algo así como "cata, señor, que esta puerta está cerrada y aquí no se puede ni entrar ni salir". A lo que Calisto, airadamente, responde: "¡Cómo! ¿Pretendes que un trozo de madera se interponga entre mi amada y yo?" Aquella vehemencia de Calisto me entusiasmó, igual que por aquellas mismas fechas la escena final de la película El graduado, en la que el protagonista arranca a su amada del altar mismo ante el que está siendo casada con un competidor convenientemente más insulso.
Hojas de clavel
Ni siquiera recuerdo una sola frase de cada una de las novelas que más me han gustado. En la Vida del escudero Marcos de Obregón, que fue la novela picaresca que más me hizo reír, una mujer casada se enamora locamente de un estudiante que toca la vihuela, y la criada, tratando de disuadir a su ama de sus lascivas intenciones, le va enumerando los defectos de aquel estudiante zarrapastroso. Naturalmente, en vano.
En cierto momento de la enumeración le recuerda que el estudiantillo, además, tiene sarna. Y la enamorada replica "¿Llamáisle sarnoso por unas rascadurillas que tienen las muñecas, que parecen hojas de clavel? ¿No echáis de ver aquella honestidad de rostro, la humildad de sus ojos, la gracia con que mueve aquella voz y garganta?" Esta frase la he encontrado fácilmente en Internet y es literal, pero la frase de Calisto me costó mucho encontrarla, quizá porque no se parecía apenas a la que yo recordaba, y finalmente la he vuelto a perder.
Humor grueso
No importa. La Celestina sigue siendo el clásico español que más me ha apasionado. Mucho más que el Quijote, cuyo sentido del humor, basado en la fórmula repetitiva de maltratar a un pobre loco, siempre me ha parecido estúpidamente cruel. El Quijote refleja una visión del mundo muy extendida por estas latitudes. Usando un símil taurino, podríamos decir que los españoles son como el toro resabiado que, ignorando la capa, embiste directamente al torero. Cuando se trata de argumentar, el español busca el bulto de la persona, su forma de vestir o su posición social antes que sus ideas. Tendemos a una visión del mundo costumbrista, hecha de estereotipos. Y, si alguien lo duda, bástele echar un vistazo a las series de televisión aborígenes, siempre más parecidas a una corrala de gigantes y cabezudos que a una historia inteligente de detectives o a un buen drama psicológico. Ah, y olvídese usted del humor fino.
Con diez cañones por banda
La poesía es diferente. Quizá la musicalidad de los versos y la rima hacen mucho más fácil -y, por alguna razón, más tentador- memorizar un poema, incluso de gran longitud. De niño me aprendí de cabo a rabo la Canción del pirata, de Espronceda, y más tarde largos pasajes de Don Juan Tenorio y no pocos sonetos de Góngora, Quevedo y otros autores que estudiábamos en el bachillerato. De todos aquellos, no sé por qué, el único comienzo que se quedó en mi memoria fue el de una poesía insignificante y pomposa: A las ruinas de Itálica, de Rodrigo Caro.
"Estos, Fabio, ¡ay, dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa"
En campos de zafiro
Góngora retornó a mi vida años después, después de leer una magnífica conferencia pronunciada por Federico García Lorca en los comienzos de la generación del 27. A Góngora lo he leído de la única manera que es posible hacerlo: palabra por palabra, y con devoción. Cuando por fin decidí hincar el diente a las Soledades, rara vez leí de ellas más de tres o cuatro versos al día.
La poesía de Góngora y los ensayos de Brodsky en Less than one son, probablemente, los textos que con más placer he saboreado en toda mi vida. Pese a ello, tampoco de Góngora recuerdo mucho más que versos sueltos, que flotan en mi memoria como destellos de un universo sensual al que es imposible acceder por cualquier otro medio.
Recuerdo, por ejemplo, la imagen de aquellos neblíes graznando al comienzo de una cacería:
"Quejándose venían sobre el guante
los raudos torbellinos de Noruega"
O algunos versos sueltos de una musicalidad inigualable, como
"... oscura turba de nocturnas aves..."
O aquella descripción del náufrago recién llegado, exhausto, a la playa amiga en la que el sol seca lentamente sus ropas:
"... lamiéndolo apenas
su dulce lengua de templado fuego,
lento lo embiste, y con süave estilo
la menor onda chupa al menor hilo."
A pesar de tener un cargo eclesiástico y a diferencia de sus contemporáneos, Góngora jamás invocaba la religión en su poesía. Sólo en uno de sus sonetos menciona una sola vez a la Virgen María, y de pasada, porque el protagonista del soneto en realidad es... un cirio. En el siglo XVII era muy difícil ser agnóstico pero, si alguno hubo, don Luis de Góngora y Argote es un candidato firme a esa variante del escepticismo religioso.
Aureliano Buendía
¿Y por qué estoy escribiendo esto hoy? Pues porque la muerte de García Márquez me ha hecho pensar en todas estas cosas. Leí Cien años de soledad al poco de ser publicada, y me atrapó desde la primera línea. La leí en un solo día. Al terminar el libro era incapaz de distinguir entre Aureliano Buendía, Aureliano Buendía y Aureliano Buendía, pero la lectura me dejó boquiabierto, deslumbrado.
Desde entonces han pasado años, y ahora me temo que si la releyera no me entusiasmaría ya tanto. De hecho, además de sus cuentos, sólo otra novela suya -El otoño del patriarca- me gustó casi tanto como aquella, y ahora sospecho que mi deleite no le debía tanto a García Márquez como a la circunstancia de vivir yo mismo bajo una dictadura. Por lo demás, la novela que el propio Gabo más apreciaba, El amor en los tiempos del cólera, no me dejó huella, y la Crónica de una muerte anunciada no la terminé de leer porque me aburría.
García Márquez sabía atrapar al lector, de eso no hay duda, pero su uso de los adjetivos era quizá demasiado colorista. El título Ojos de perro azul se acerca bastante a una imagen gongorina, pero no antes de haber pasado por Chagall y los impresionistas. Quizá el ejemplo más significativo, que son las únicas palabras que recuerdo de la obra de García Márquez y precisamente las que han inspirado este texto, es un pasaje de El coronel no tiene quien le escriba, en el que su autor nos dice del coronel que tenía una respiración "pedregosa". Cuando leí aquel adjetivo, me pareció un hallazgo genial. Hoy, ya no estoy tan seguro.
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Palabras clave: Brodsky, Celestina, Fabio, Soledades, Vicente Espinel
miércoles, 16 de abril de 2014
Andalucía
“El cuerpo me pide Andalucía”, escribí hace algunas semanas, y con esta frase dio comienzo mi reciente viaje al Sur. Primero, en expectativa sólo, y por fin, hace apenas cuatro días, en la vida real.
Cádiz es una celda de panal de abejas entremetida en el mar y conectada con el continente por una larga recta desnuda. Sin árboles. Trenes y coches yendo y viniendo en incesante lanzadera. Pero la luz que baja del cielo no es aquí de miel, ni reside en lo alto, como en el Mediterráneo, sino que se vierte en cascada, directa y violenta sobre las cabezas. El adjetivo que mejor la describe es seguramente, sobre todo en estos días de semana santa, ‘bíblica’.
Una vez traspuesta la muralla que delimita el casco antiguo se adentra uno en las callejas de la vieja Cádiz. Llegados a este punto, es absurdo proveerse de un mapa. Uno comprende inmediatamente que se perderá, que tarde o temprano se topará con el océano, y que al cabo de un par de horas de vagar sin rumbo acabará encontrando el camino de retorno. Es así como viaja el verdadero viajero, el que va a la caza no de catedrales o monumentos de guía turística, sino de paisajes habitados por seres humanos. La historia, el arte y el encuadre fotográfico ya irán apareciendo por el camino. O no.
Cuentan las crónicas que Cartagena de Indias fue construida por marineros arribados de la vieja Cartagena ibérica, pero si a alguna ciudad se parece Cartagena de Indias es a Cádiz. Es imposible pasear por estas calles gaditanas y no recordar a la distante hermana gemela cuyos contrafuertes parecen desafíar al Mar Caribe. También allá el sol se derrama vertical y sin misericordia, aunque con una diferencia: en la pariente americana, los rayos bíblicos descienden del norte. Simetría.
Churros y ramos
Es domingo de Ramos, y la plaza del Consistorio es una fiesta de colores. Son las doce del mediodía, pero en las terrazas de los bares todavía hay más de un ocupante tomando churros. Para mí, la tentación es irresistible. En el mapa antropológico de Europa, España se termina donde se terminan los churros. Ante mi mesa discurren ahora sin prisa paseantes endomingados, algún que otro turista poco estridente y, de cuando en cuando, alguna familia portando ramos para la procesión. Me conforta y me alegra haber venido a Cádiz. Es un reconstituyente que los médicos deberían recetar por lo menos una vez al año.
Quizá el único monumento que tengo querencia por ver es el dedicado a ‘La Pepa’. En otras palabras, a la Constitución de 1812. Ahora está rodeado de jardines, aunque yo lo recordaba solitario, erigido en mitad de una gran explanada apenas frecuentada por los viandantes, y aparentemente desconocido de los turistas. En el extremo más meridional de España, en el siglo XIX y mucho más cerca de Africa que de Madrid, Cádiz parecería el sitio menos apropiado para convocar unas Cortes constituyentes, lo cual probablemente vaticinaba ya su futuro en las páginas de la Historia. Comenzaba por aquellas fechas un largo siglo de conspiraciones, de cantones y de caciques. ¿Nos suena de algo esta descripción? A mí, sí.
La línea de Palermo
El Puerto de Santa María no es Europa. Es un centauro en el que se amalgaman a partes iguales Europa y Africa. No hace falta pasearlo mucho rato para darse cuenta de que sus habitantes están vivos, y recorriendo sus calles es imposible no acordarse de otro centauro de esa misma familia: Palermo.
Y cuando digo ‘vivos’ no estoy diciendo ninguna perogrullada porque, en comparación, los habitantes de Valencia son zombies musgosos, aburridamente previsibles, y hasta sospechosos de reproducirse por esporas. Valencia no es un caso único de sonambulismo vegetativo, y la evidencia más llamativa, como en buena parte de España, son los camareros. En esta parte de Andalucía los camareros son todavía los camareros que yo recuerdo de mi infancia: animosos, amables y dicharacheros. Se entiende que servir cañas y tapas no es el trabajo más glamouroso del mundo pero, ya que es lo que toca, por lo menos vívelo con alegría, carajo.
He paseado por el Puerto de Santa María conducido por Ernesto, otro de los blogueros de ‘A propósito’, a quien hasta ayer mismo no conocía en persona. Ernesto, a quien yo imaginaba como la versión andaluza de Bertrand Russell, es en la vida real mucho menos trascendente de lo que yo pensaba. Probablemente él esperaba también encontrarse con alguien más epicúreo que yo, por lo que hemos terminado charlando animadamente ante una procesión de tapas en una de sus tascas preferidas. Gracias a él he saboreado, entre otros, manjares tan sorprendentes como las ortiguillas, los pinchos de rabo de toro y una receta secreta de changurro única en Andalucía. Un detalle anecdótico: si el camarero hubiera hablado en húngaro yo no habría entendido mucho menos de lo que aquel hombre decía. Por fortuna, mi acompañante era el perfecto intérprete gaditano-español. Gracias por todo, Ernesto.
Niños
Estoy escribiendo estas líneas en una pequeña terraza soleada, cerca de la piscina de un hotel, y en la piscina hay varias docenas de niños, pero ninguno de ellos es psicópata. Quiero decir que ninguno de los niños que oigo jugar y chapotear en el agua grita para llamar la atención: en otras palabras, para sacar de quicio a cualquiera que no sean sus padres. Estos niños de aquí, milagrosamente, son normales, y sus gritos no molestan, porque expresan únicamente eso: la felicidad de ser niño. Si desea usted vivir rodeado de seres humanos, busque un país en el que los niños sean felices, y se note.
Churros, caballos y toros
Jerez de la Frontera también es un centauro, aunque le falta un punto de sal. Atrapado en mitad de la algarabía una mañana de mercado, no podría afirmar, aunque quisiera, que Jerez es una ciudad de señoritos andaluces, pero esas pinceladas ecuestres y taurinas en algunos carteles callejeros y esos apellidos ingleses en las fachadas de algunas bodegas parecen evocar un mundo que se me antoja distante de los humildes paisajes del Puerto de Santa María. Aun así, todas las personas con las que he tenido ocasión de hablar eran igual de alegres y amables que las que he conocido desde que llegué a Andalucía.
Estamos ya a martes y mi excursión toca a su fin. La felicidad, por definición, no es eterna, y el país de los zombies me espera mañana de nuevo, allá en el Mediterráneo, palpitante como un corazón de escayola, para reanudar mi rutina cotidiana. Pero, durante muchos días todavía, saborearé el recuerdo de un país real que se podía tocar, donde el sol caía a plomo desde lo alto del Atlántico y cuyos habitantes estaban, en el verdadero sentido de la palabra, vivos.
Hasta siempre, Cádiz.
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