Domingo. Me desayuno con Post Secret, donde leo el relato siguiente. Algo así como una novela condensada en cinco frases telegráficas:
Me enamoró.
Me enganchó a la heroína.
Él se desenganchó.
Yo no pude.
Me dejó.
Esto sí que es una novela bonsai, y no lo que escribía yo en los primeros 2000. La historia me ha impresionado porque me recuerda las grandes novelas del siglo XIX, aquellos tiempos en que los personajes tenían que enfrentarse no a un stream of conciousness, a un dictador latinoamericano o a un séptimo divorcio por adulterio, sino a algo un poco más serio: su propio destino.
Me enamoró.
Me enganchó a la heroína.
Él se desenganchó.
Yo no pude.
Me dejó.
Esto sí que es una novela bonsai, y no lo que escribía yo en los primeros 2000. La historia me ha impresionado porque me recuerda las grandes novelas del siglo XIX, aquellos tiempos en que los personajes tenían que enfrentarse no a un stream of conciousness, a un dictador latinoamericano o a un séptimo divorcio por adulterio, sino a algo un poco más serio: su propio destino.
El destino, en este caso, está trazado desde el momento en que su protagonista se abandona a una pasión irresistible: el amor. Alguien te invita a un crucero por los mares del sur, y a mitad de camino decide que prefiere irse a vivir a Alaska y te abandona en una isla desierta. Pero ¿por qué querría nadie abandonar las costas de Tahití para irse a vivir a Alaska?
Tal vez por miedo a las tempestades o a los tsunamis. Tal vez el barco hace agua, y tarde o temprano terminará hundiéndose. Pero, ¿por qué embarcarse con una compañía que corre tantos riesgos? ¿Acaso no había otra más segura?
Speak easy
La respuesta es: no. Si la hubiera, nuestra protagonista y su amado podrían haber vivido muchos, muchos años viajando de paraíso en paraíso. Podrían haber sido felices y comido perdices, porque el problema no eran los mares del sur. Era el barco.
Para entender mejor lo que quiero decir, introduzcamos un pequeño cambio en la historia, y describámosla así:
Me enamoró.
Me enganchó al café.
Él se desenganchó.
Yo no pude.
Me dejó.
Suena cómico, ¿verdad? Para que la historia sonara trágica tendríamos que imaginar que el café es una sustancia psicotrópica que conduce a un abismo de perdición. ¿Cómo demonios podemos llegar a imaginar una cosa así?
No es tan difícil como parece. De hecho, el café estuvo prohibido en varias ocasiones a lo largo de la Historia. En 1511, un tribunal religioso de La Meca prohibió su consumo en el Imperio Otomano, y lo mismo sucedió veintiún años después en El Cairo, donde los expendedores y proveedores de café fueron además saqueados. Y en Etiopía el consumo de café estuvo prohibido durante casi un siglo por decisión de la Iglesia Ortodoxa de aquel país. Pero eso no es todo. A finales del siglo XVII había en Inglaterra más de 3.000 cafeterías abiertas, que el rey Carlos II trató de erradicar, debido sobre todo a los debates sobre política y religión que en ellas se habían empezado a entablar. (Aunque el lobby cervecero aportó también su granito de arena).
Wie schmeckt der Coffee süsse!
Medio siglo después, en Leipzig, el café suscitaba actitudes contrapuestas, pese a que era de los pocos lugares de Europa donde las mujeres estaban autorizadas a probar la chispeante bebida. Muchos alemanes acogieron el café con alborozo. Beethoven, por ejemplo, era un bebedor -de café- empedernido. Podríamos incluso decir que Beethoven estaba 'enganchado' al café, aunque probablemente fue superado, años después, por Balzac, que por aquel entonces estaba todavía muy ocupado jugando con un ratoncito de madera.
Pero muchos otros alemanes fruncieron el entrecejo. Hasta tal punto llegó a estar mal visto el café en Leipzig que su consumo estuvo legalmente prohibido -excepto para el Rey y la Corte, ojo-. Se creó incluso la figura del olfateador de café, que denunciaba a las autoridades la presencia de tan exquisito aroma en hogares, talleres y tugurios. Una de las pocas cantatas profanas que compuso Bach nos narra la historia de una joven cuyo padre termina accediendo a sus ruegos y consintiéndole que beba café... En fin de cuentas -concluye él, suspirando- la madre y la abuela de la joven practican también ya esa nefasta costumbre.
Un abismo humeante
Durante varios siglos, pues, la historia alternativa que hemos imaginado sustituyendo la heroína por el café no habría sido cómica, sino que podría haber sido tan trágica como la original. Pero, para que la comparación sea más eficaz, vamos a situarla en nuestros días. Teniendo el ejemplo bien documentado de la Ley Seca en Estados Unidos, no es difícil imaginar cómo se habría desarrollado el drama. Imaginemos.
Ella no sabe que él es adicto al café. Es un muchacho animoso, siempre alegre y lleno de vitalidad, hasta el punto de que ella se enamora de él. Un día, él le confiesa su secreto vicio. Ella siempre había visto el café con aprensión, pero el amor obra milagros, y un día se decide a probarlo. Y le encanta. Se sientan él y ella juntos en el canapé del salón, degustan la deliciosa bebida, se miran y se sonríen. Sus pupilas se dilatan. Su ritmo cardiaco se acelera y su agilidad mental aumenta. Conversan alegremente, e intercambian comentarios más ingeniosos que de costumbre. Son felices.
Pero la felicidad nunca es gratis. La venta y el consumo de café están prohibidos, y hay que conseguirlo en el mercado negro. Es un mundo peligroso, dominado por mafias que han amasado enormes fortunas con el cultivo y la venta ilegal de café. En los bajos fondos hay a veces tiroteos entre bandas rivales, y la guerra del Gobierno contra ellos se cobra a menudo vidas humanas, incluso entre la población civil.
Por supuesto, no es concebible ir a comprarlo al supermercado de la esquina. Hay que tener un contacto que te lo suministre, a un precio exorbitante. Además, desde el productor hasta el consumidor los paquetes de café molido pasan por muchas manos, todas las cuales corren un alto riesgo y, en compensación, adulteran sistemáticamente el producto para maximizar las ganancias. El resultado es que el café que nuestros protagonistas beben contiene casi siempre elementos extraños: achicoria, cebada tostada, fertilizante, avecrem, alquitrán, ceniza, minas de lapicero trituradas, regaliz, y probablemente hasta carbón.
Además, hay una campaña sutil pero constante de los políticos y de los medios de comunicación para demonizar el café. Está justificado: el café mata. No sólo mata niños en los tiroteos de los barrios lumpen de -pongamos por caso- Tijuana. Además, al igual que el 100% de los medicamentos que venden en las famacias, tiene muchísimas contraindicaciones y efectos secundarios. Pero, en realidad, lo que más mata del café es el fertilizante, el alquitrán y las minas de lapicero machacadas.
De modo que él, agobiado por la culpabilidad y por el futuro de su salud, decide un día dejarlo. No es fácil. Durante meses, la abstinencia le provoca ansiedad, nerviosismo y sudores. Para calmar la ansiedad, come más de lo necesario y engorda ocho kilos. Pero, finalmente, se le pasa. El problema ahora es ella.
La zarzaparrilla está servida
Ella, por amor, lo intenta dejar también, pero no puede. Por las mañanas tarda una o dos horas en despabilarse del todo. En el trabajo ahora apenas rinde, y corre el peligro de ser despedida. Además, la ausencia de cafeína en su sistema nervioso le ha permitido descubrir que sus compañeros de trabajo la aburren soberanamente, y las sobremesas sin café son una tortura. De pronto, la vida es gris y anodina. No, no lo puede dejar.
Pero él no está dispuesto ya a seguir frecuentando callejones y personajes tenebrosos para abastecerse de café. Varios amigos suyos han destrozado su salud a causa, no del café, sino del alquitrán, el estiércol y la tinta china que lo adulteran. Uno de ellos estuvo incluso internado con fuerte taquicardia: por una mala casualidad le habían suministrado un café sin adulterar y, sin sospecharlo siquiera, se había bebido una dosis suficiente para matar a un caballo. Además, con lo que él se ahorra ahora, se puede permitir caprichos que hasta hace poco eran prohibitivos. Definitivamente, sin café se vive mucho mejor. Y abandona a su amada.
Bromuro para Stalin
¿A que la historia no tiene ya tanta gracia? Pues podríamos imaginar miles de historias paralelas sustituyendo el café por valium, jarabes para la tos, prozac, ibuprofeno o aspirina. Entre 2002 y 2007, por ejemplo, el número de recetas de benzodiazepinas prescritas (valium, tranquimazin, etc) aumentó de 69 millones a 83 millones sólo en Estados Unidos, y entre 1990 y 1996 su consumo causó la muerte de 1.810 personas en el Reino Unido (más que todas las drogas ilegales juntas, incluidas la cocaína y la heroína). Para no perder la perspectiva, recordemos que una receta equivale a unas 20 o 30 dosis.
Pero ninguna de esas personas está en la cárcel por comprar en la farmacia. Y la vida sigue. Muchos de ellos conducen automóviles o autobuses, manejan aparatos de alta precisión o toman decisiones que pueden cambiar el rumbo de una empresa. En algunos casos, incluso el rumbo de la Historia: Bismarck y Goethe, por ejemplo, eran adictos al opio, que por aquel entonces todavía no era ilegal. En cambio, no tenemos noticia de que Stalin o Hitler tomasen bromuro, cannabis o infusiones de adormidera regularmente.
En realidad, la moraleja de esta pequeña digresión está en las farmacias. El cliente mayor de edad compra libremente un producto que contiene exactamente lo indicado en el embalaje, se informa de los efectos y riesgos que conlleva gracias al prospecto... y lo consume. Si los clientes de las farmacias, los paracaidistas y los alpinistas no son tratados como menores de edad, ¿por qué los demás tendrían que serlo?
La respuesta la dio Einstein hace unos cuantos años:
"Sólo hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana. Y con respecto al Universo no estoy del todo seguro".
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