sábado, 22 de mayo de 2010

Anagramas

La lista de las aportaciones de Galileo a la ciencia es inacabable si a uno le quedan unos cuantos minutos de vida, pero sin duda bastante más larga que la lista de las aportaciones de José Luis Rodríguez Zapatero a la Historia del pensamiento universal. Galileo inventó, entre otros, el termómetro de bulbo, el microscopio, un recolector automático de tomates, diversos artilugios para usos balísticos, náuticos y geométricos, un peine de bolsillo que hacía doble uso como cubierto de mesa, un bolígrafo y, en sus últimos años, siendo ya ciego, un mecanismo de escape para los relojes de péndulo. Además, describió un método experimental para medir la velocidad de la luz y sentó la base de la teoría de la relatividad: las leyes físicas son independientes del sistema de referencia, cuando éste se desplaza en línea recta a velocidad constante.

La parte más prolífica de la vida de Galileo, sin embargo, estuvo dedicada a la astronomía. En 1608, el holandés Hans Lippershey anunció al mundo su invención de un instrumento que, años después, un matemático griego denominaría ‘telescopio’. Aunque las explicaciones sobre el nuevo aparato eran vagas, Galileo se las ingenió para construir uno, de tres aumentos, que pronto perfeccionó hasta alcanzar los 30 aumentos. La intención del Sr. Lippershey, probablemente, era espiar los movimientos de los abonados en el palco de enfrente de la ópera, pero a Galileo se le ocurrió apuntar al cielo.

El terremoto intelectual que generó aquella ocurrencia es de sobra conocido. Galileo descubrió que la Luna tenía cráteres y montañas, que el Sol presenta manchas, que las estrellas eran en realidad soles y planetas, y que la Vía Láctea era un amasijo de estrellas más o menos distantes en función de su brillo y de su tamaño aparente. Las cosmologías de Ptolomeo y Aristóteles caían hechas trizas. Pero pocos saben que Galileo Galilei -involuntariamente- hizo también su pequeña aportación a la literatura universal.

En el libro tercero de Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift relata que, en la isla volante de Laputa, los astrónomos han descubierto dos satélites en torno a Marte. Incluso nos informa de sus períodos orbitales: 10 horas para Phobos, y 21 horas y media para Deimos. Ambos datos se aproximan bastante a la realidad. Lo cual es sorprendente, si tenemos en cuenta que las lunas de Marte no fueron descubiertas hasta 137 años después, con un telescopio cientos de veces más potente que los existentes en 1735. Durante más de un siglo, este pequeño enigma ha desatado la fantasía de muchos, y los más exaltados han llegado a afirmar que Jonathan Swift era marciano. La realidad, sin embargo, supera siempre a la ficción.

El caso es que, hacia 1610, Galileo había enviado al astrónomo Kepler una carta con un mensaje cifrado. El texto decía sucintamente:

smaismrmilmepoetaleumibunenugttauiras

Kepler supo inmediatamente que el mensaje estaba en clave. Por aquel entonces, era el medio que utilizaban los astrónomos para patentar sus descubrimientos. Los instrumentos eran aún rudimentarios, y nadie podía estar del todo seguro de lo que realmente se había encontrado en el firmamento. Si el hallazgo se confirmaba, allí estaba el anagrama para demostrar que ellos habían sido los primeros. En caso contrario, bastaba con no revelarle a nadie la solución. En su vivienda de Praga, apenas recibió el anagrama, Kepler se sentó a descifrarlo. Invirtió en ello muchas horas, pero tenía tiempo de sobra: aún no se había inventado la televisión.

Un día, por fin, después de mucho combinar y recombinar letras, depuso la pluma, satisfecho. Su transcripción decía:

Salve, umbistineum geminatum, Martia proles.
[¡Salve, protuberancias gemelas, hijos de Marte!]

En otras palabras: el planeta Marte tenía dos lunas. Exactamente como Kepler había predicho (siguiendo un razonamiento incorrecto).

En realidad, sin embargo, el mensaje que Galileo había querido transmitir no tenía nada que ver con aquello. Era el siguiente:

Altissimum planetam tergeminum observavi
[He observado el más alto de los planetas en forma triple]

Lo que Galileo había visto era el anillo de Saturno, pero las imperfecciones de su lente le habían jugado una mala pasada.

Los malentendidos astronómicos no terminaron ahí. Un mes después, Galileo envió a Giuliano de Medici otro anagrama que decía:

Haec immatura a me jam frustra leguntur - oy
[Esto ya fue intentado por mí en vano demasiado pronto]

Kepler, que consiguió una copia del mensaje, volvió a enfrascarse en él hasta que dio con la siguiente interpretación:

Macula rufa in Jove est gyratur mathem, etc.
[Una mancha roja hay en Júpiter que gira matemáticamente]

Lo cual era cierto. Júpiter tiene en su superficie una gran mancha roja que gira, pero ni Kepler ni Galileo podían saberlo, ya que no fue descubierta hasta dos siglos más tarde.

Sin embargo, no era tampoco eso lo que Galileo había querido decir. Ante las súplicas de Kepler, Galileo reveló por fin el significado del anagrama:

Cynthiae figuras aemulatur mater amorum 
[Las figuras de Cynthia son emuladas por la madre del amor]

En otras palabras, la imagen de Venus que vemos en los telescopios no es siempre redonda, sino que va pasando de creciente a menguante y de menguante a creciente. Como la Luna.

* * * 

lunes, 10 de mayo de 2010

Fuerza bruta

Cuando vi la película 'Matrix', recuerdo que salí del cine indignado. No encontré en toda ella una sola idea original. Desde las novelas de Jules Verne hasta la olvidada 'Total recall', pasando por los cuentos de Ray Bradbury de los años 50, todos los ingredientes de aquella historia parecían haber sido desvergonzadamente copiados de la biblioteca de cualquier aficionado a la ciencia-ficción. ¿Cuál podía ser el secreto de su enorme éxito?, me pregunté. Al ver la edad de los jóvenes que salían del cine, encontré la respuesta: nadie puede entrar dos veces en un mismo río. ¿Qué podían saber aquellos chiquillos de Ray Bradbury? El eterno retorno no importa mucho si uno no va a durar lo suficiente para llegar al siguiente ciclo.

En cualquier caso, combinatorio no es necesariamente sinónimo de agotado. Hasta donde sabemos hoy, la inmensa complejidad del Universo no es más que una combinación de tan sólo cuatro fuerzas conocidas: gravitación, electromagnetismo, interacción fuerte (la fuerza que mantiene unidos los núcleos atómicos) e interacción débil (la fuerza que los desintegra).

A mucho menor escala, también el ajedrez es combinatorio, y dista de estar agotado. Al menos, a nivel humano. En mayo de 1997 el computador Deep Blue ganó por fin una competición al campeón mundial Gary Kasparov. Y eso ya no es nada. Recientemente nos hemos enterado de que en 2011 la Universidad de Iowa espera poner en funcionamiento el denominado Blue Waters, que podrá realizar 1.000 billones de operaciones por segundo. No parece haber planes para ponerlo a jugar al ajedrez pero, después de Deep Blue, ni siquiera merece la pena intentarlo.

El asalto a los juegos de salón no se detuvo en Deep Blue. En 2008 el programa MoGo consiguió ganar una partida de go (de una serie de tres) a Catalin Tanaru, un jugador profesional rumano de categoría Dan 4. Y en julio de 2007 Jonathan Schaeffer presentó al mundo un programa imbatible jugando a las damas. Pero el texto de la noticia era decepcionante: el programa de Schaeffer estaba basado en un método heurístico. Es decir, todo lo contrario de inteligente.

Todos estos intentos son a la ciencia lo que Atila a las relaciones públicas. Aumentando la capacidad de computación se puede llegar a conseguir casi cualquier cosa (excepto, probablemente, la desaparición de Tele 5). La tecnología hincha sus biceps, se arma de un ariete y, por la fuerza bruta, intenta derribar las murallas de Troya. Y, mientras la ley de Moore se siga cumpliendo, el ariete podrá ser todo lo grande que se nos antoje. Sólo hace falta esperar. Nuestros computadores digitales son colosales ejércitos de hormiguitas obedientes que trocean, transportan y recolocan. Como son muchas y muy rápidas, pueden darnos la impresión de que piensan como nosotros, pero nada más lejos de la realidad. Como medio para entender la realidad, los videojegos más sofisticados no alcanzan en inteligencia al rey de los tontos.

Curiosamente, el vertiginoso aumento de la velocidad de computación ha alejado a los computadores del buen camino. Desde el astrolabio hasta el teléfono, los inventos de nuestros antepasados se inspiraron durante milenios -y con buen sentido- en principios analógicos. En la primera mitad del siglo XX, sin embargo, John von Neumann sentó las bases de la computación digital, y a partir de ese momento las hormiguitas se apoderaron de la tecnología (y de no pocos paradigmas científicos). Sus logros, más cuantitativos que cualitativos, han deslumbrado a muchos, aunque se han intentado también otras modalidades de computación. Hacia los años 80 hubo un gran entusiasmo por las redes neurales, los algoritmos genéticos y la lógica borrosa. Y desde hace algunos años se está intentando crear el primer computador cuántico, que, si alguna vez llega a ser realidad, multiplicará hasta el delirio la capacidad de computación. Pero ¿podremos conversar con él?

Mi respuesta personal es: No, si antes no analizamos a fondo el concepto de información y sus implicaciones. Para las hormiguitas computar es, esencialmente, recolocar ceros y unos, pero ésa no es la información que nos interesa. Las cotorras son computadores muy eficaces, pero si yo estoy con mi cotorra en el salón y en la cocina alguien grita "¡Fuego!", es difícil argumentar que tanto la cotorra como yo hemos recibido la misma información.

Es cierto, todo lo que nuestro cerebro procesa proviene en último término de percepciones sensoriales, que en principio podemos medir y convertir en ceros y unos. Pero las percepciones sensoriales son en realidad un amasijo intratable de señales que hay que filtrar, estructurar y almacenar primero para poder después analizar y sintetizar. Al término de ese proceso, lo único que queda son conceptos y relaciones que expresamos mediante palabras. Ése es el proceso que nos interesa.

Quizá el planteamiento que más se acerque a nuestra estructura de conceptos sea la programación orientada a objetos. En ella, los objetos se definen en términos de propiedades y métodos, que además pueden ser heredados. Todos los caballos tienen cuatro patas, una silueta característica y una forma de galopar. El caballo del gran jefe indio, además, se caracteriza por su color bayo y por su andar cansino (propiedades), y suele piafar cuando su amo se le acerca (método). Pero ¿podemos conseguir que un programa informático reconozca en el cielo el movimiento de una gaviota volando a bastante velocidad? El problema no es simplemente determinar una trayectoria mediante un computador digital, reconocer que es una gaviota mediante una red neural y asignarle el valor 'bastante' mediante lógica borrosa. El problema es entender de manera objetiva lo que realmente queremos decir cuando pronunciamos o escribimos cada una de esas tres palabras.

La programación orientada a objetos parece tentadoramente similar al funcionamiento de nuestra mente. Hasta ahora, sin embargo, nadie ha construido todavía un programa capaz de contarnos una película, comentarla mientras la está viendo o extraer conclusiones sobre la ambición humana, el odio, o los motivos de un divorcio. Ése va a ser el gran desafío de este siglo que acaba de comenzar.

 
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