La verdad, no entendía nada. Y llevaba ya algún tiempo así, como cualquier otro ser humano que no se haya dejado arrastrar por la histeria colectiva y siga empeñado en hacer uso de su sentido común.
Pero hoy, de pronto, lo he comprendido. ¿Que cómo ha sucedido? Pues conectando dos ideas. Me explicaré. Uno de los fenómenos que más me intrigaban, desde hace ya tiempo, era el ascenso del cristianismo. La religión cristiana, un fenómeno que empezó siendo local, como tantos otros por aquellos tiempos, se extendió en pocos años a todo el imperio, hasta el punto de convertir nada menos que al emperador, que terminó declarándola religión oficial. De entonces acá, la historia ha sido larga, aunque más que una historia espiritual ha sido una historia de poder. La fe --o la credulidad-- de millones de fieles cimentó una formidable estructura de poder que compartió el protagonismo de la historia occidental durante dos milenios.
Resumamos el esquema: credulidad -> fe -> propagación -> poder. Una estrategia imparable. El punto de partida, naturalmente, es la predisposición de los individuos, primero, y de las masas después. Si nos olvidamos por un momento de que estamos hablando de una religión, reconoceremos fácilmente en este esquema el movimiento social que está arrasando hoy buena parte del planeta, a una velocidad nunca vista. Los gobiernos, incomprensiblemente paralizados, callan, piden disculpas o se esfuerzan por parecer buenos feligreses. ¿Por qué?, nos hemos preguntado muchos una y otra vez.
Pues era muy sencillo. La palabra clave es la culpa. El cristianismo se extendió como fuego de pólvora no porque prometiera un paraíso beatífico, cosa que más o menos prometen todas las religiones, sino, ay, porque convenció a sus fieles de que eran culpables. Y el paraíso que anunciaba no era sólo la felicidad eterna, sino, sobre todo, el perdón de los pecados. Incluido el original.
No sólo creyeron los nuevos cristianos que eran pecadores, sino que habían nacido ya con una culpa que ni siquiera era suya. Parece mentira, pero así somos, por lo visto, los seres humanos. Como el mochuelo de aquella culpa era original y nadie era responsable de ella, había que tratar desesperadamente de quitársela de encima, y la respuesta era: Jesucristo.
Pero en sus comienzos el cristianismo era un movimiento pacífico. En realidad, masoquista. Descargaba la culpa del pecado sobre las espaldas del propio creyente, que tenía la obligación de poner la otra mejilla una y otra vez hasta que Dios lo admitiese en su seno y le regalara la ansiada vida eterna.
Una alternativa al masoquismo de los primeros cristianos fue el nazismo. Un pueblo culpabilizado por un tratado de paz no estaba predispuesto a ser masoquista, porque los vencedores sólo exigían el pago de una cantidad, sin ofrecer nada a cambio. El resultado fueron, por una parte, los horrores del Holocausto, que sirvieron para descargar la culpa colectiva, y la invasión de Europa, que representaba la promesa de un paraíso para la raza perfecta. Si uno se fija bien, hay dos elementos en común con el cristianismo: (a) la culpa es insoportable, y (b) quitársela de encima no es suficiente. Hace falta un paraíso.
Ahora regresemos al presente. Hace ya como mínimo una generación que maestros, profesores, periodistas y "científicos" nos repiten, día a día y año a año, que somos culpables. Insoportablemente culpables. Culpables de poluir la atmósfera, de oprimir a las mujeres, a los negros, a los musulmanes, a los alterosexuales. Culpables de xenofobia, de egoísmo, de injusticia, de supremacismo, de discriminación, de ganar peso, de comer carne, de hacernos ricos, de ingerir azúcar y colesterol.
No, este fenómeno no es similar a las cazas de brujas, al MacCarthismo, y ni siquiera al 1984 de Orwell. Si a algo se parece es al nazismo y al cristianismo, y tiene componentes de los dos. Mientras los nuevos sacerdotes predican machaconamente nuestras culpas, originales o no, los más vehementes (o quizá los mejor pagados) descargan su culpabilidad contra la raza blanca, contra el sexo masculino, contra el CO2 o contra ciertos fantasmas del pasado sugeridos en las nuevas catequesis (no todos; las estatuas de Lenin, por ejemplo, están todas intactas). Intimidados por la extensión imparable de la culpa colectiva, gobernantes, empresarios, políticos y ciudadanos de a pie se arredran y se suman al movimiento. ¿Hasta dónde llegará la ola?
Es difícil predecirlo. Si prevalece el componente cristiano, tenemos ideología para rato. Si, en cambio, gana la facción destructiva, el resultado será el caos, en una primera etapa. En una segunda etapa, eche usted una moneda al aire y tal vez acierte. Yo no soy tan valiente.
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