Supongo que todo el mundo sabe lo que es un slogan. Un slogan es un resumen exprimido... con un exprimidor no siempre ecuánime. "No a la guerra", por ejemplo, expresa un deseo que todos compartimos pero que, a efectos de prevención de riesgos, viene a ser tan útil como decir "No a los terremotos". Como los terremotos existen, trate usted de prevenirlos al construir su casa y de predecirlos gracias a sus científicos para, si alguna vez le llega a pillar uno, salir del paso lo mejor posible. En otras palabras, prefiero el slogan "Prevengamos los terremotos".
Pero no son esos slogans los que quería comentar yo hoy, sino uno que resuena últimamente mucho por calles y plazas. Me refiero al slogan-paraguas "No a los recortes". Más concretamente: en el sector de la enseñanza. Y la analogía que propongo es la misma: igual que sucede con los terremotos o las guerras, los recortes existen. Existen porque el Estado tiene una deuda más allá de lo razonable (lo razonable, probablemente, sería menor o igual a cero) y, para poder ir pagándola, necesita reducir gastos.
¿Qué gastos? Es de suponer que los menos importantes, primero, y eso lo tendrá que decidir el presidente del Gobierno. Después, en sus ministerios, cada ministro decidirá a su vez lo que cree o no más prescindible (aunque no está muy claro a quién podríamos pedir cuentas si no estamos conformes).
De momento, la reducción de gastos en la enseñanza se está traduciendo, en particular, en una reducción de plantillas en los centros estatales. Se manejan cifras sobre la proporción entre profesores y alumnos, sueldos comparativos, materias especialmente perjudicadas, etc. Un viejo amigo que trabaja en la enseñanza de adultos se me quejaba el otro día airadamente de las consecuencias de los recortes en su trabajo diario. Me alarmé. Si los adultos que quieren aprender son uno de los gastos menos importantes para el señor ministro, la economía del país debe de estar al límite. Al pasar por el siguiente supermercado, esperé encontrarme a su propietario con una escopeta en la puerta, defendiendo sus existencias, pero no vi nada anormal.
Sin duda, al menos, los colegios normales debían de estar abandonados, con los vidrios rotos y grandes manchas de moho cubriendo la fachada. Pues tampoco. En los colegios entraban y salían niños y adultos con la mayor normalidad. Llegué a mi primera conclusión: cualquier personaje de Groucho Marx habría desempeñado el cargo de ministro con mejor criterio.
La enseñanza de adultos es una rama minoritaria de la enseñanza en España, pero en la enseñanza normal las quejas son también clamorosas. En esos centros, el "No a los recortes" significa, básicamente, que cierto porcentaje de profesores deberá dejar su trabajo y que, en consecuencia, los que queden deberán trabajar más. Sin que les suban el sueldo, sospecho.
Pero el mayor o menor número o sueldo de los profesores no es exactamente el cometido supremo del ministerio. El cometido supremo del ministerio es conseguir una enseñanza lo más eficaz posible, para que los alumnos de hoy desarrollen su potencial humano y estén preparados el día de mañana. Que me corrija el señor ministro si lo que él considera importante es, por ejemplo, que los alumnos aprendan religión, o que estudien con cargo a nuestros impuestos sacando de nota sólo un 5.5.
Como me temo que el señor ministro me va a corregir, olvidémonos de él. Por lo menos, mientras no pongan en su lugar a Rufus T. Firefly. Y centrémonos en la finalidad suprema de la enseñanza estatal, que es la eficacia. La eficacia en la enseñanza consistirá, supongo yo, en que los alumnos acudan a todas las clases durante una larga temporada lectiva y en que las aprovechen. ¿Cómo se aprovecha al máximo una clase? Se me ocurren varias ideas.
Primero, que los profesores estén bien preparados. ¿Lo están? Lo que suelo leer en los periódicos me da a entender que no, pero seamos objetivos. Me conformaré con un examen rigurosísimo de todos los profesores estatales de enseñanza primaria y media, y el que no lo supere, a la calle. Respiro aliviado sólo de pensarlo. Si, como es de temer, después de esa drástica medida faltaran profesores competentes, que los traigan de fuera. Y si no hablan español, que den las clases en inglés. Amiguitos escolares, nadie os prometió nunca un sendero de rosas.
Segundo, que los profesores sean respetados. ¿Lo son? También en este caso me temo que no, pero seamos objetivos. Cuando un niño acumule cierto número de amonestaciones de su profesor, los padres del niño deberán resarcir a los contribuyentes de la pérdida de eficacia general que el niño haya ocasionado. Por ejemplo, si a final de curso ha habido notas insuficientes, los padres de los niños más amonestados deberán pagar, proporcionalmente al número y gravedad de las amonestaciones recibidas, clases particulares extraordinarias para los que hayan sacado peores notas, sean o no sus propios hijos.
Existe ya el slogan "Por una enseñanza de calidad", pero yo preferiría "Por una enseñanza eficaz", porque la calidad de la enseñanza no excluye unos resultados desastrosos y porque, al ser obligatoria, la enseñanza deberá ser también de cantidad. La eficacia, en cambio, es medible.
Detrás de todo esto que estoy diciendo hay, en realidad, un grito de desesperanza ante el nivel humano y cultural de los jóvenes que están empezando a tomar el relevo generacional. Nunca esperé que el nivel educativo de los jóvenes españoles pudiera alcanzar niveles tercermundistas, como me parece que está sucediendo. He pensado mucho sobre las causas de ese fenómeno, que no parece ser exclusivo de España, aunque sí más grave que en muchos otros países.
Una de esas causas, creo yo, es la actitud del avestruz. Es difícil negar que, durante el franquismo, la enseñanza era mucho más eficaz que ahora. Lo cual no es del todo sorprendente, porque el franquismo era una dictadura. Pero, en la medida en que la enseñanza es obligatoria, es también una dictadura, y así debemos entenderlo. No podemos llevar a nuestros niños a la escuela para que aprendan por ciencia infusa o chateando en Facebook. Muchos, muchos avestruces (y muchos políticos) españoles no quieren reconocer esa realidad, quizá porque ya se sabe que las dictaduras son malas y hay que ser progresista.
En realidad, yo sería más progresista todavía. Yo privatizaría la enseñanza de abajo a arriba, e implantaría un sistema de becas que ayude a quien realmente se esfuerza y no puede costeársela. He dicho "a quien realmente se esfuerza", señor Wert, no a quien saque un 5.5.
¿Qué cambiaría en España con la privatización de la enseñanza? Lo mismo que cambiaría en Cuba si privatizaran los supermercados. Los centros docentes competirían entre sí, y los alumnos tendrían la mejor enseñanza posible al mejor precio posible.
Hay dos conceptos clave en todo esto que estoy diciendo: 1 - Cada uno debe apechugar con las consecuencias de sus actos. 2 - Todas las cosas tienen un valor, y la única forma de conocer ese valor es dejar que los usuarios lo paguen de su bolsillo. En la extinta Unión Soviética, los burócratas encargados de fijar los precios de los productos no tenían manera de saber cuánto valían las cosas. La solución que encontraron fue averiguar cuánto valía cada producto en Estados Unidos y convertir esa cifra en rublos.
Regresando al principio, nos hemos quedado sin saber por qué el señor Rajoy considera que la enseñanza es menos importante que, entre muchas otras cosas, los consejeros de las cajas de ahorros, los empleados de las diputaciones, los embajadores autonómicos, los intérpretes del Senado, los asesores de los políticos, el parque móvil oficial, la reforma de la Justicia o la cafetería del Parlamento. Alguien se lo tendría que preguntar, ¿no creen? Pero tengan ustedes paciencia. Primero, porque el señor Rajoy sólo asoma la nariz de cuando en cuando y para decir lo que ya tiene previsto decir, con una credibilidad similar a la de su programa electoral. Segundo, porque la mayoría de los periódicos, que sobreviven gracias a las subvenciones del Estado, quieren seguir sobreviviendo.
Y tercero, porque las listas de nuestros representantes en el próximo Parlamento las van a seguir decidiendo él y otros tres o cuatro como él.
Si llegan a juntarse cuatro, quizá podrían echar una partidita de mus. Por supuesto, a nuestra salud.
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jueves, 26 de septiembre de 2013
Los slogans
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Palabras clave: criterios, decadencia, educación, estatal, privado, recortes
sábado, 21 de septiembre de 2013
Malos contra malos
"En un período de revolución, el poder político tiene derecho a decidir en el último recurso si las decisiones judiciales se corresponden o no con las altas metas y necesidades históricas de transformación de la sociedad, las que deben tomar absoluta precedencia sobre cualquier otra consideración; en consecuencia, el Ejecutivo tiene el derecho a decidir si lleva a cabo o no los fallos de la Justicia"
Esta esplendorosa frase fue pronunciada hace 40 años por un gran 'demócrata': Salvador Allende. En otras palabras: el fin (cuando uno es de izquierdas) justifica los medios. Lo que Allende declaraba en aquel entonces (por si alguien no se quería -o todavía no se quiere- enterar) describe tan fielmente lo que está sucediendo en Cataluña desde hace treinta años (ante la lánguida mirada de los 'demócratas' del PPSOE), que no he podido evitar hacerme algunas preguntas. Ingenuas, por supuesto.
Me pregunto, por ejemplo, si Artur Mas terminará dejándose barba, como aquel gran faro del totalitarismo hispano llamado Fidel Castro. Con la prominente mandíbula que caracteriza a don Artur, el resultado puede ser temible. Mucho más todavía si, por coherencia, adoptara como vestimenta oficial un uniforme militar de campaña. No será fácil, en cambio, que lo veamos con un puro entre los labios, porque los tiempos han evolucionado y la izquierda mediática lleva años empeñada en culpabilizarnos de no ser lo bastante conservadores (de la salud, del medio ambiente, de las lenguas locales, del patrimonio artístico- incluido el religioso-, de la velocidad en carretera, del puesto de trabajo, de los consejeros en las cajas de ahorros: sí, conservadores). Y Mas, que es revolucionario frente a las Constituciones democráticas pero conservador dentro de la tribu, querrá dar ejemplo, imagino.
Me pregunto también si, siguiendo las huellas de su predecesor chileno, llenaría Cataluña de 'asesores' cubanos. O si miraría para otro lado en la eventualidad de que el ala radical del nacionalismo se armara hasta los dientes, como hizo Allende con los MIR y -hay quien sospecha- con los sindicatos. Si expropiaría las empresas 'españolas', como Allende expropió en su tiempo las empresas mineras americanas. O si se encerraría también en un salón de la Generalidad para suicidarse, en el inverosímil caso de que el Gobierno de España decidiera algún día hacer cumplir la Constitución que juró acatar.
Llámenme ustedes lo que quieran, pero o hay unas reglas de juego o no las hay. Y no hay término medio, lo siento. Si una parte de la Administración española (en este caso, la Generalitat) decide romper una carta, la baraja ya no sirve. Y no sirve para nadie, porque con esa baraja habíamos acordado formalmente jugar todos. Eso, nos guste o no, es la democracia, y jugando a Salvador Allende el Sr. Mas y sus predecesores dan pruebas inequívocas de NO haber sido nunca demócratas, pese a lo pomposamente que pudieran declarar serlo.
En realidad, el ascenso del nacionalismo catalán es una película de malos y malos. La Constitución que tenemos fue posible gracias a un encomiable acuerdo entre todas las facciones de la oposición al franquismo, entre ellas los nacionalistas catalanes. Unos cedieron en unas cosas y otros en otras, pero el resultado final fue un 'acuerdo entre caballeros'. Los más centralistas consintieron en una nueva estructura autonómica, mientras que los nacionalistas, con su firma, aceptaron formalmente seguir siendo parte de España.
Esas son todavía las reglas del juego. En la práctica, sin embargo, el traspaso de las competencias de educación fue concienzudamente utilizado para incumplir no sólo la Constitución, sino, sobre todo, su espíritu. Desde la más tierna edad, cientos de miles de niños aprendían todos los años en la escuela que España era una potencia opresora integrada por incultos, vagos y ladrones. La inmersión lingüística se convirtió, así, en una cabeza de puente para la inmersión ideológica, y el resultado de ello, sumado a la prodigalidad de las subvenciones, nos ha llevado a todos a la situación en que nos encontramos en este punto de la Historia.
Esos son los malos. Pero en el otro bando están también los otros malos. (El único bueno de esta historia fue quizá Tarradellas, que al regresar de Francia se dirigió a la multitud que lo vitoreaba como "ciudadanos de Cataluña"). Los otros malos eran los que dejaban hacer. Quiero decir, los que dejaban que se incumpliera flagrantemente la Constitución y no movieron un dedo para defender a los no nacionalistas frente a la apisonadora nacionalista. A medida que se iban transfiriendo competencias, las autonomías empezaron a perfilarse, de facto, como feudos intocables, en los que nadie se molestaba en meter las narices porque, en fin de cuentas, todos tenían su 'nacioncita' donde hacer y deshacer a su antojo.
El provincianismo es el entorno ideal para los políticos españoles, que hacen sistemáticamente el ridículo en medios internacionales por no saber idiomas y que, a lo largo de los siglos, han visto cómo un imperio en el que no se ponía el sol ha ido desgajándose y desmenuzándose hasta llegar a la centrifugadora final, en la que giramos ahora todos a bastantes revoluciones por minuto. Cuando, finalmente, Cartagena declare otra vez la guerra a Murcia y se erija en cantón independiente, sabremos que se estará cerrando por fin un largo ciclo histórico iniciado en el Neolítico: el retorno a la tribu como modo de convivencia social.
Aunque, para entonces, quizá vivir en Africa sea mucho más estimulante.
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Palabras clave: adoctrinamiento, Allende, Castro, Pujol
miércoles, 11 de septiembre de 2013
Cataluña
Algún día tenía que ser. He tardado mucho tiempo en decidirme porque esperaba que, con el paso de los años, el mal sabor de boca se fuera convirtiendo en indiferencia. Pero las humillaciones son un tipo de situación que siempre me ha sublevado, y no espero ya que ese rasgo de mi carácter vaya a cambiar en algún futuro.
Mi infancia en Madrid no fue una bicoca pero, dentro de lo malo, tenía un aliciente que me dejó huella para bien. Eran los años de la inmigración -sí, esa misma que pobló la periferia de Barcelona para que los habitantes de Cataluña se ahorraran los callos en las manos y prosperaran como lo hicieron-. En mi colegio, en Madrid, casi todos mis compañeros provenían de alguna región de España, y yo desde niño me acostumbré a aquella variopinta fauna, que era algo así como un zoológico de regiones.
La diversidad, naturalmente, era de costumbres y formas de pensar. Madrid era por aquel entonces, dentro del aislamiento que atenazaba a España, un microcosmos cosmopolita. Sí, he dicho cosmopolita. Porque, en aquel melting pot de idiosincrasias regionales, uno crecía con una visión del mundo mucho más abierta que la de muchos, muchísimos españoles criados -y adoctrinados- hoy en alguna de las 17 Comunidades Autónomas.
Eran tiempos en que muchos padres evitaban hablar con sus hijos en la lengua local, con el bienintencionado propósito de ensanchar su horizonte para el día de mañana. Hoy esa forma de pensar está muy mal vista pero, qué quieren ustedes, a mí no me parece mal. España, tal como se concebía hace 40 años, tiene tras de sí una densa cultura literaria, histórica y artística. Deleznable, en algunos aspectos, pero sólida y, sobre todo, abierta al resto del mundo gracias, principalmente, a una lengua en común con otros muchos millones de habitantes de países lejanos.
El latín en Europa, el inglés en India o el pidgin en Africa han sido un excelente pegamento sin el cual una mínima cohesión social y cultural habría sido dudosa. Una cohesión enriquecedora, como sabrán perfectamente quienes se han comunicado en inglés alguna vez con habitantes de países muy diferentes al suyo.
No es que sea yo partidario de abolir las lenguas locales. Todo lo contrario. Siendo también niño, mis veraneos en un pueblo de Alicante me permitieron aprender de primera mano el valenciano, lengua que adoré durante muchos años... hasta que se estandarizó y se hizo prácticamente obligatoria. Qué le vamos a hacer. El valenciano que se hablaba en los pueblos me parecía maravilloso: chispeante, imaginativo y lleno de encanto. El valenciano oficial hoy, y el que enseñan a los niños en las escuelas, me parece sórdido y abominable.
No sé si en Cataluña ha sucedido algo semejante, aunque durante el tiempo que viví en Barcelona oí a algún catalán quejarse de las imposiciones 'Pompeu i Fabra'. Supongo que, si a día de hoy todavía no se han contagiado del paroxismo antiespañol, no se atreverán ya a decirlo en voz alta por temor al linchamiento.
He dicho 'antiespañol', sí. No 'catalanista'. Porque lo que quiero explicar hoy aquí es que el nacionalismo catalán, como los demás nacionalismos regionales de España, no se nutre de un ferviente amor a la patria local, sino de un odio cerval a ese ente más o menos ficticio que ellos llaman 'Espanya'.
Ha sucedido incontables veces a lo largo de la Historia: los enemigos unen. Desde los antagonismos entre pueblos colindantes hasta el fanatismo futbolero, la Inquisición, el ascenso del nazismo o la unidad frente a la Unión Soviética durante la Guerra Fría, la creencia -real o imaginada- de hallarse ante un enemigo 'diferente' ha cohesionado a los seres humanos mucho más que las más ardorosas proclamas patrióticas. Debe ser inseparable de la naturaleza humana.
Lo malo de esa cohesión es que, con demasiada frecuencia, es irracional. Y contagiosa: eso que habitualmente llaman 'psicología de masas'. Por supuesto, siempre subsistirán descreídos o rebeldes que no comulgan con ruedas de molino pero, rebasado cierto punto de histeria colectiva -por la cuenta que les trae- callan. Después de los trece años que pasé en Barcelona, tengo que decir que el nacionalismo catalán, tal como está planteado actualmente, me parece sólo borrosamente distinguible del nazismo.
No, no exagero. Déjenme explicarme.
Decidí instalarme en Barcelona a finales de los años 80. Yo por aquel entonces vivía en Suiza, y añoraba con todas mis fuerzas la luz mediterránea, la cercanía del mar y la alegría de las calles bulliciosas, con sus comercios abiertos hasta muy tarde y sus terrazas de bar soleadas en invierno. En pocas palabras: añoraba España y, por supuesto, encontraba a Barcelona mucho -muchísimo- más parecida a Valencia, Alicante o Cádiz que a París, Londres o Berlín.
Con una diferencia, que para mí fue decisiva: en Cataluña, la gente parecía más civilizada. Esta impresión provenía, en parte, de mis recuerdos de la mítica Barcelona de los años 70 y, en parte, de mi relación con catalanes que vivían o habían vivido fuera de Cataluña. El seny a secas me infunde aburrimiento existencial, pero combinado con la rauxa, esa veta provocadora, imaginativa y sensual, produce un tipo de personalidad absolutamente recomendable.
Mi visión de Barcelona como una ciudad realmente europea se reveló muy imperfecta. Acostumbrado a la eficiencia y seriedad de la Europa central -no digamos ya de la nórdica-, en Barcelona todo funcionaba fatal. Las reparaciones eran chapuceras, los plazos anunciados se retrasaban eternidades, las reclamaciones por productos o servicios defectuosos me robaban larguísimas horas y nunca servían para nada, y el piso que tuve el desacierto de comprar tenía unos tabiques completamente transparentes al ruido. En comparación, las gestiones que yo recordaba haber hecho en México DF habían sido mucho más eficaces (me estoy refiriendo a las empresas privadas; las gestiones de la Administración mexicana eran dignas del Kafka más tenebroso).
Con todo eso, mi imagen de Barcelona como una pequeña europa mediterránea se empezó a resquebrajar. Pero a esa decepción inicial vino a sumarse un ingrediente que, por aquel entonces, era todavía incipiente. Iré por partes.
Lo primero que me sorprendió cuando empecé a hacer vida social en Barcelona fue el comportamiento de las personas a las que era presentado. Todas ellas, sin excepción, seguían un patrón invariable, consistente en dos preguntas. La primera, "de dónde eres", y la segunda, "en qué barrio vives". Poco imaginaba yo, al principio, que aquellas dos preguntas tenían como único objetivo averiguar cuánto dinero ganaba. La primera era sólo un filtro: si uno respondía, por ejemplo, que era de Sevilla, se producía un estado de suspensión hasta que una eventual declaración de vivir en San Gervasio o en Sarrià lo redimía a uno de la sospecha de ser tercermundista.
Todo esto no lo supe el primer día, desde luego. Tardé años en percibir esa sutil, pero inequívoca y, con los años, creciente discriminación de todo aquel que no diera pruebas inequívocas de catalanidad. Al principio, era solamente molesto preguntar a alguien por una calle o una tienda y ser respondido en catalán. Al fin y al cabo, sucedía muy raramente. Una vez de cada veinte, digamos. Era molesto, pero tolerable.
Mi primera experiencia de esa actitud estúpida debió haberme prevenido, pero yo estaba todavía obnubilado por el sol y las tapas. Fue en un taxi. Cuando indiqué al conductor la calle a la que quería ir, el tipo empezó a pedirme aclaraciones en catalán. Aclaraciones innecesarias, porque yo conocía perfectamente el trayecto, y era tan sencillo como seguir la calle Muntaner en línea recta. Así se lo dije, pero él siguió haciendo patria, con el evidente propósito de demostrarme quién era quién. De modo que recogí el guante, y comencé a hablarle en alemán. Al principio, le daba sólo explicaciones sobre la calle a la que íbamos, pero cuando se me acabó la cuerda continué hablando de lo primero que se me ocurría. Algo así como "my tailor is rich", pero en la lengua de Goethe.
Creo que di en la diana. Al verse humillado por quien tenía que haber sido su víctima, el taxista exclamó: "senyor, la llengua que es parla a Catalunya es el català". A lo que yo respondí "na ja, aber wir sind in Europa, und eine Sprache die in Europa auch gesprochen wird ist die Deutsche Sprache". No paré de hablar hasta que el taxi llegó a su destino y se detuvo. Entonces el conductor me dijo "son duescentes pessetes, i si no vol, no em pagui". A lo que yo respondí (en alemán) "por supuesto que le voy a pagar; esto es un servicio, y usted ha cumplido". Explicablemente, quizá, su patriotismo no lo llevó al punto de rechazar mi dinero.
Protagonicé algún que otro incidente parecido, aunque no perseveré porque comprendí que enfadarme era seguirles el juego, y yo no tenía nada que demostrar. Sólo en una ocasión, en una oficina de relaciones con Europa, de la Generalitat -¡nada menos que en Las Ramblas, a pie de calle!- perdí los estribos y le pregunté al apesebrado de turno "do you know what a prick is?" "No", me respondió aquel hombre, muy a su pesar. "You are a prick", le espeté, justo antes de volverle la espalda y marcharme.
Entre mis amistades en Barcelona se contaba, por aquella época, una antigua amiga gallega que se había casado con un catalán simpatiquísimo y cumplidor (esa mezcla ideal de seny y rauxa). Yo estaba recién llegado a Barcelona e, igual que me había sucedido con el taxista, no percibí las señales de alarma. En un momento de sinceridad, mi amiga me refirió un día un comentario que le había hecho, sin reparo alguno, uno de los amigos de su marido: "tú has tenido mucha suerte casándote con un empresario catalán".
Toma ya. Mi amiga, resentida, exclamó a continuación "¡Es que nunca me aceptarán!" Tenía razón, pero yo todavía no quería escuchar. De modo que me compré un piso en el Ensanche y, algún tiempo después, me instalé en él.
En seguida comprendí que mis ilusiones europeístas no tenían nada que ver con la realidad. El comportamiento de mis vecinos tenía todos los ingredientes que yo detesto de los españoles... más uno específico. Me estoy refiriendo a esa capacidad de los catalanes para ignorar a quien no les interesa. La sensación que produce en el ignorado es la de ser transparente, y créanme que no es nada agradable.
Había en la calle Tuset un bar de copas al que yo solía acudir con unos amigos los viernes por la noche. Por si alguien no se sitúa, estoy hablando de uno de los barrios más pijos de Barcelona. El bar estaba -estará todavía, supongo- frecuentado por personajes de la cultura, no sólo catalana. A él acudía todos los viernes, más o menos a la misma hora que nosotros, el editor Herralde acompañado de sus acólitos, casi todos escritores de su propia ganadería. Dejando aparte el estado etílico permanente de alguno de ellos, que por pudor no identificaré, estuvimos acudiendo al mismo bar durante años. Ellos hablaban en ocasiones con mis amigos, pero ni una sola vez se dirigieron a mí. Y, si alguna vez yo intenté trabar conversación, la frialdad de las respuestas me disuadía de seguir intentándolo.
Esa sensación de transparencia, de no existir para otros seres humanos, me acompañó durante los trece años que viví en esa ciudad, agravada por la circunstancia de que rara vez alguien se molestaba siquiera en preguntarme si yo entendía el catalán. La respuesta habría sido "sí", pero eso no importaba. De lo que se trataba era de definir territorios, y estaba claro que yo tenía que quedarme fuera.
Todo eso para mí era incomprensible. En una ocasión, en Viena, recuerdo haber asistido a una cena con otras siete personas, una de las cuales no hablaba español. Y la cena, naturalmente, transcurrió en alemán, que no es precisamente la lengua que más fluidamente hablo. Pero es una cuestión de principios... y, por supuesto, de respeto a otros seres humanos que no le han dado a uno motivos para ser humillados.
Humillación es la palabra que describe exactamente cómo se siente uno en esas situaciones. "No seas así, hombre. Lo hacen sin darse cuenta", me han comentado alguna vez cuando menciono el tema. Puede ser. Pero en ese caso no entiendo por qué, estando cierto día en la terraza de un bar con varios peruanos, el camarero hablaba a los peruanos en español, y sólo a mí en catalán. ¿Me quería castigar por ser español?
A esa conclusión llega uno cuando la gota malaya termina agujereándole el cráneo. No hay nada patriótico en el nacionalismo catalán. El nacionalismo catalán es, simplemente, una caza de brujas, en virtud de la cual todo vestigio de cultura española debe ser erradicado. De la universidad, de la enseñanza media y primaria, de las guarderías, de los organismos oficiales, de las plazas de toros, de los rótulos de las tiendas y de las cajeras de los supermercados, en cuyo distintivo es habitual leer los apellidos López, García, Pérez o Martínez. ¿Era muy diferente la actitud de los nazis hacia los judíos en los años 30?
Nos vamos entendiendo.
La sociedad barcelonesa es una sociedad de castas, perfectamente definidas en función del barrio en que uno reside. Como en el resto de España, eso no significa que quienes viven en un barrio rico sean ricos. Ni mucho menos. Lo que importa, amigo, son... las apariencias. Recuerdo algunos casos cómicos.
Por ejemplo, una chica ostensiblemente pija que, preguntada dónde vivía -la pregunta inevitable-, respondió que en "Balmes con Ronda de San Pedro". La Ronda de San Pedro está muy próxima a las Ramblas y es, por consiguiente, un barrio de clase media-baja. Pero la mención de la calle Balmes es redentora, y el interpelante tiene así un pretexto para quedarse satisfecho de la respuesta.
La calle Balmes, por cierto, es horrorosa: fea, ruidosa y desarbolada. Pero tiene un efecto mágico en los interlocutores cuando uno afirma vivir en ella. A la postre, lo que realmente importa no es que uno tenga dinero, sino que viva en un barrio en el que se supone que tienes dinero. El buscón don Pablos sabía mucho de esto, y no era precisamente catalán.
Cierta amiga mía me hablaba muy a menudo, y con arrobo, de su casita cerca de La Bisbal, en el Ampurdán. Los árboles, los pajaritos, la naturaleza... Finalmente, un fin de semana, decidió invitarme. La 'casita' en cuestión era un chalet pareado, y debía de estar situado junto a alguna porqueriza, porque en cuanto uno abría la ventana por las mañanas era abofeteado por un violento olor a estiércol que venía de "la naturaleza".
Tal vez mi amiga, nacida en Cuenca pero ferviente conversa a la prepotencia nacionalista, no le daba importancia a esos detalles. Al fin y al cabo, en Cataluña hay una extraña fijación por los temas escatológicos. Nunca entendí la alegría que se encendía en los rostros cuando me explicaban las tradiciones del 'cagatió' y del 'caganer'. La cosa es tanto más curiosa cuanto que es prácticamente imposible hacer reír a un catalán con un chiste. Es más, en sociedad es de mal tono contar chistes. Si alguien tiene la osadía de atreverse a contar uno, la gélida acogida que recibe le advierte ya de cuál es el camino.
En fin, para qué seguir. Así fueron pasando los años y, con ellos, la asfixia de sentirse marginado en un mundo de seres, por definición, superiores a uno, no matter what. Sólo faltaba ya la imposición del brazalete obligatorio con la bandera española. Poco a poco fui comprendiendo que yo no tenía futuro en aquella ciudad. Todos los días alguien me recordaba, de una u otra manera, el pecado original de ser español. Las tiendas abrían el 12 de octubre, los colegios practicaban la inmersión lingüística contra viento y marea (incluso en los recreos), el teatro o las conferencias en español habían desaparecido del paisaje, y todo lo que uno habría deseado llamar 'cultura' estaba subvencionado para exaltar sin límite las glorias inefables de la Patria y el expolio a manos de los odiosos vagos y maleantes españoles.
Una noche, tras unas elecciones autonómicas, apareció en la pantalla de mi televisor un hortera llamado Carod Rovira proponiendo una ambiciosa alianza con un pijo llamado Maragall para 'consolidar' el nacionalismo en Cataluña.
En ese mismo instante decidí emigrar.
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Palabras clave: autismo, Barcelona, diálogos para besugos, exilio, nacionalismo, sardana