sábado, 31 de diciembre de 2022

A imagen y semejanza

Sí, Dios había creado el universo. Y también esa especie de euforia gelatinosa que empieza donde se termina el universo. No había sido tan difícil, pensó mientras lo contemplaba embelesado. 

 En realidad, para él nada era difícil. Faltaría más. La idea más descabellada que se le pudiera ocurrir existía instantáneamente sólo con que él la pensara. Por eso, contemplando la inmensidad estéril de fuego y silencio de las galaxias, se le ocurrió crear también animales. Y plantas. Y, cuando aquel planetilla anónimo de la Vía Láctea se cubrió por fin de árboles y peces y buitres y libélulas, se le ocurrió crear a los seres humanos. 

 Pero no así, de repente. Se tomó su tiempo. Escudriñó la penumbra helada de las nieves perpetuas y las arenas ardientes de los desiertos, se asomó a las profundidades de los océanos y espió el vals incesante de las aves desde detrás de las nubes. Por fin, en la espesura de una selva, se encontró con una raza de simios que le cayeron simpáticos.

 “¡Estos son los que busco!”, pensó. Y en aquel mismo instante los monos se miraron, y comprendieron que la vida en lo alto de una rama era muy aburrida. Dios suspiró, satisfecho. “Ahora me daré a conocer. Quiero que sepan que ellos han sido la raza elegida. Y, de paso, les enseñaré unas cuantas normas de comportamiento”

 Estaba a punto de aparecérseles en forma de zarza ardiendo cuando se detuvo. Quizá se estaba apresurando demasiado. Además, no quería arriesgarse a que se incendiara el bosque. Y decidió esperar a que bajaran de los árboles.

 Los humanos tardaron todavía muchos miles de años en abandonar la selva y caminar erguidos. Entre tanto, fabricaron las primeras cabañas entretejiendo lianas y las primeras lanzas afilando mandíbulas de mamút. En las cabañas se reproducían con gran deleite y con las lanzas destruían las cabañas de los vecinos.

 “Esto no va bien”, pensó Dios. “No saben distinguir el bien del mal. Ni siquiera conocen el pecado...” Estaba ya dispuesto a aparecerse en todo su esplendor para arreglar las cosas cuando se acordó de un detalle.

 “Ah, pero todavía no saben escribir”, se dijo. “Esperaré a que aprendan, y después encargaré a los más sabios que pongan mis mandamientos por escrito. Así nadie podrá llamarse a engaño en el futuro”

 De modo que se armó de paciencia y siguió esperando. Volvieron a pasar muchos miles de años hasta que un día, en una planicie chamuscada por el sol, vislumbró unas pirámides. Se asomó a husmear. Ciertamente, los habitantes de aquel reino habían aprendido a escribir y a leer, pero lo que vio le llenó de indignación. Aquellos humanos insolentes se habían inventado otros dioses. Y los veneraban.

 Era urgente que supieran quién era su verdadero creador. Y buscó a los más sabios del reino para anunciarles la buena nueva. Pero los sabios estaban todos en el templo... ¡adorando a un becerro de oro! Oraban con tal devoción que, aunque él se les apareciera ahora en toda su majestad, no le creerían. Para desahogar su mal humor, les envió una tormenta fulminante cuyos rayos destruyeron el templo, y se dispuso a seguir esperando.

 Mientras aguardaba, vio con desaliento cómo por todas partes iban apareciendo impostores. Falsos profetas que predicaban dogmas estrafalarios, y cuyas palabras los escribas recogían piadosamente en libros ‘sagrados’. ¡Farsantes...! No tenían ni idea de lo que eran el bien ni el mal. Siguiendo aquellas enseñanzas la población, ignorante, pecaba creyendo ser virtuosa y se arrepentía de los actos más admirables. Ajenos a la existencia de su verdadero creador, los humanos disfrutaban guerreando y fornicando. Y, allá en el final del universo, el espacio que él había reservado para el Cielo estaba aún vacío.

 Fueron pasando los siglos, pero Dios no se decidía. Las falsas religiones proliferaban ya por todo el mundo, y cada día que pasaba era más difícil encontrar un espíritu incrédulo. Los había, pero eran tan escépticos que ni siquiera a él le tomarían en serio. Los errores en la fe estaban tan extendidos y los creyentes se habían vuelto tan fanáticos que, como mucho, podría aspirar tal vez a fundar una religión más. Una de tantas.

 Aun así, hizo varios intentos, cada vez más tímidos. Lo confundieron con cometas, volcanes y relámpagos, con eclipses y con la aurora boreal. Unos pastorcillos creyeron estar viendo una deidad pagana, y los pocos que comprendieron que era él fueron recluidos en sanatorios mentales. No, no había remedio. Quizá había sido demasiado prudente esperando tanto tiempo...

 Así que lo dejó estar. Se resignó. Aquellas pobres criaturas nunca conocerían a su creador. Seguirían adorando a falsos ídolos. Seguirían arrepintiéndose de hacer el bien y cometiendo, sin saberlo, los pecados más despreciables. Y él no tendría motivos para premiar a unos y castigar a otros. El Cielo, aquel éxtasis vidrioso que él había creado en los confines del universo, seguiría eternamente vacío.

Miró por última vez a sus criaturas, antes de retornar al silencio reconfortante de las galaxias más remotas. Allá abajo, entre plagas, guerras e infidelidades amorosas, los humanos seguirían concibiendo aventuras fascinantes y consagrando catedrales a dioses equivocados. Seguirían componiendo sinfonías, demostrando teoremas cada vez más abstrusos y apropiándose de lo ajeno. A esas alturas, ¿él qué podía hacer?

Además, había aprendido a amarlos tal como eran, porque eran imperfectos, como él. Y, encogiéndose metafísicamente de hombros, se dio media vuelta y desapareció en un futuro inalcanzable. 



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lunes, 11 de abril de 2022

Universo Ciencia


Se ha abierto una ventana al universo de la ciencia. La verdadera y la falsa. Con noticias, anécdotas, divulgación y unas gotas de filosofía: 


Seréis bienvenidos. Y, si no os interesa, pasádselo a quien pueda disfrutarlo. Gracias.

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sábado, 29 de enero de 2022

Dos mundos

Hay dos mundos. Dos realidades. Dos planetas, sólo que en un único planeta. Hay un planeta en el que rige la mentira, la irracionalidad, el poder. Y otro, el de la realidad real, cuyas fronteras son brumosas por la dificultad para entender ese otro hemisferio de la realidad. No tenemos noticia de que esto haya sucedido antes en la historia de la humanidad, aunque, antes de esta era de conectividad global, la historia de la humanidad eran múltiples historias incomunicadas entre sí. Múltiples planetas.

Tal vez una de las referencias más antiguas de ese conflicto es la Biblia, que simplificó esa dicotomía social en dos conceptos muy simples: el bien y el mal. Poco sabemos realmente de aquella época, pero se me ocurre que el trasfondo es tan simple y, en la práctica, tan complejo como la eterna pugna entre el amor y el odio. La complejidad se debe a que el amor y el odio son dos funciones primitivas de nuestros cerebros, y cada uno de nosotros puede --incluso suele-- amar y odiar al mismo tiempo, aunque no necesariamente a las mismas personas o ideas.

 La historia de la humanidad es la historia de cómo organizar esos dos instintos irrenunciables. Cuando los malos se organizan no se conforman con controlar a los suyos. Lo quieren todo. Cuando los buenos se organizan tienen que establecer mecanismos de control para parar los pies a los malos. Pero, con el tiempo, todos se relajan y entran en decadencia. La Unión Soviética duró 72 años antes de derrumbarse por su propio peso. Las democracias occidentales, quizá no mucho más si excluimos las guerras y los golpes de estado. 

Estamos en un momento crítico de la historia de la humanidad. En pocos años, la revolución tecnológica ha creado nuevas estructuras de poder para las que no estábamos preparados. Te puedes precaver ante un diluvio o una inundación, pero no ante un tsunami si ni siquiera sabías lo que era. Ahora ya lo sabemos, pero no estábamos preparados, y por eso estamos en un momento tan crítico. Quienes tienen fe están convencidos de que el bien triunfará sobre el mal, porque creen que Dios está de su lado. Yo soy agnóstico y no estoy tan seguro. En el horizonte sólo veo nubes, y amenazan tormenta. 

Lo que sí tengo claro es que, si el mal no se sale con la suya, la estructura de la sociedad deberá cambiar radicalmente. Las nuevas tecnologías no son intrínsecamente ni buenas ni malas, y pueden ser muy beneficiosas. Sólo que, por el momento, los malos se han apoderado de ellas. Pero los buenos no han desaparecido de la faz de la tierra, y están sentando ya los cimientos de esa nueva sociedad que cree en la libertad. Si trunfarán o no, eso nadie lo sabe. Yo, como no soy creyente, no tengo más consuelo que depositar mis esperanzas en ellos.

lunes, 17 de enero de 2022

Anton Karas

La primera vez que visité Viena me encontré con una ciudad inhóspita y desolada. Los comercios cerraban muy temprano, y a los pocos minutos las calles se quedaban desiertas. Por las noches ni siquiera se veían luces en las ventanas. No era fácil encontrar bares o cafeterías abiertos, y uno sólo se podía refugiar en algunos cafés tradicionales, como el Café Museum en la Karlsplatz, el exquisito Landtmann, junto al Ring, o el famoso Sacher de la Kärntnerstrasse, ocupados mayormente por ancianos solos y dispersos, y casi tan silenciosos como bibliotecas. 

Algunos años después acepté una oferta de trabajo en aquella ciudad y me instalé en un piso del distrito IV, que había pertenecido al sector soviético durante la ocupación de los aliados. La ciudad comenzaba apenas a cobrar vida, y algunos compañeros de trabajo, que habían conocido la Viena de la posguerra, me hablaban de las penurias de aquella época lejana. Contaban, por ejemplo, que en aquellos años de miseria era habitual protegerse del frío con capotes del ejército. Además, para no gastar en carbón muchos pasaban largas horas en los Heuriger o tascas de barrio, donde además de hacer vida social uno conseguía mantenerse calentito en las noches del duro invierno vienés. 

Uno de aquellos compañeros de trabajo, que en los años 50 había ganado un sueldo espléndido, me contó cómo en uno de aquellos Heuriger él se había prendado de una camarera y, para que accediese a salir con él, le había dicho que la invitaba al baile de la Ópera. La chica se había echado a reír. El baile de la Ópera ha sido tradicionalmente un espectáculo para la alta sociedad austríaca, al que sólo los muy ricos pueden permitirse acudir, y la camarera interpretó la invitación como una exageración galante.

Pero al día siguiente el joven se presentó ante la chica triunfalmente, con dos entradas en la mano. Lo imposible se había hecho realidad. Sin embargo, para su sorpresa, la pobre camarera no se arrojó a sus brazos entusiasmada, sino que se echó a llorar. "¿Qué sucede?", preguntó atónito el joven. La respuesta era evidente: la muchacha no tenía qué ponerse para un acto como aquel. 

En una de aquellas tascas populares se había ganado la vida, en los años 40, un joven músico llamado Anton Karas. El instrumento que tocaba antes de pasar el sombrero entre los parroquianos era una cítara, que Anton había encontrado a los doce años en la buhardilla de la casa de su abuela. La cítara es un curioso instrumento que tiene cuerdas de arpa y trastes de guitarra, y esa combinación le confiere un sonido muy peculiar, en las antípodas del que ofrecen los violinistas con aires de vals en los restaurantes turísticos de Grinzing.

El caso es que, allá por el año 1949, se acababa de rodar en Viena una película de intriga basada en una novela de Graham Greene, y su director, Carol Reed, no daba con una música de su gusto para la banda sonora. Había descartado --con buen criterio-- los valses vieneses, y seguramente quería que los claroscuros de aquella historia de suspense reflejaran de alguna manera el espíritu de aquella magnífica ciudad devastada por la guerra. 

Cuentan las crónicas que, con esa preocupación en mente, Reed acertó a pasar por un Heuriger en el que sonaban las notas de una cítara. Era, naturalmente, la cítara de Anton Karas. Contra la opinión de casi todo el mundo, Reed decidió que aquel era el sonido que estaba buscando. Pidió a Karas que acudiese a grabar algunas piezas a su hotel, y al día siguiente, en el estudio, superpuso la música a las escenas de la película. El resultado le gustó.

Le gustó tanto que contrató a Anton Karas y se lo llevó a su casa de Londres para que compusiera allí la banda sonora. Pero iba pasando el tiempo y Karas no avanzaba. Echaba en falta su mundo de Viena y estaba deseando regresar. Por fin, después de doce semanas, Reed le imploró que terminara de componer algo y le prometió dejarle regresar en cuanto la música estuviera terminada. Karas se lo tomó en serio. Visionó la película cientos de veces, escena por escena, y finalmente se decidió por un viejo tema que había compuesto quince años atrás.

Terminados los preparativos, se acercaba la fecha del estreno, pero ninguna compañía discográfica se interesaba por aquella música tan poco habitual. Sin embargo, a los pocos días del estreno las tiendas de discos recibían cientos de peticiones, y finalmente Decca se decidió a grabar el tema. Después de veintiocho años pasando el sombrero por las tabernas, Anton Karas, que entre tanto había regresado a su hogar y seguía recorriendo las tascas de la ciudad, se había topado de frente con la fama. La película, por cierto, se llamaba El tercer hombre

La fama llevó a Karas con su cítara a destinos tan encumbrados como la residencia de la familia real inglesa, o las de unos cuantos millonarios en Estados Unidos. En Inglaterra, el primer disco vendió medio millón de copias en el primer mes, y el tema siguió sonando por el mundo hasta los años 60. 

Karas grabó algún otro tema, pero el éxito de El tercer hombre nunca se repitió. Con el dinero que le había traído la fama, el músico bohemio abrió en Viena en 1953 un Heuriger propio, al que naturalmente puso por nombre "Zum Dritten Mann", y donde seguía tocando sólo por el placer de hacerlo. Algún tiempo después, se cansó. "No estoy para entretener a los turistas", cuentan que dijo.

Anton Karas era un hombre apegado a las calles y gentes de toda su vida. No le gustaba viajar, y lo único que le hacía sentir bien era seguir en su pequeño mundo cercano, con su familia, recorrer los bares y tascas populares de la ciudad tañendo su cítara y, sin duda también, charlar con unos y con otros hasta bien entrada la noche. Aunque en aquel primer viaje mío yo no lo sabía, la vida bohemia de aquella ciudad, para mí casi tan desolada como la que había conocido Orson Welles, no había muerto. 

Lo descubrí demasiado tarde. Y, de todos modos, a mí lo que me gusta es el Mediterráneo.

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sábado, 8 de enero de 2022

Teorías

Después de mucho leer, ver e investigar sobre ese tema tan actual, aunque tabú según para quiénes, he llegado a la conclusión de que hay cuatro teorías en juego. Cuatro teorías creíbles, quiero  decir. En realidad hay muchas más, pero son --por ahora-- perfectamente descabelladas. Enumero, al azar:

- Todo esto es un intento de destruir la economía, en particular las empresas pequeñas y medianas, para apoderarse del mercado mundial, que naturalmente se desenvolverá en internet. Es una teoría difícil de refutar, a la vista de cómo van las cosas. En cualquier caso, el proceso parece imparable. Se non è vero, è ben trovato.

Una variante de esta teoría propone que todo está siendo una maniobra de China para... cómo decirlo... sí, apoderarse del mundo. Esta teoría tiene el inconveniente de que ni siquiera ellos mismos se han librado de la paranoia (otros dicen 'epidemia') rampante en el resto del planeta. Además, un país tan comerciante como ese ¿por qué tendría interés en atacar a sus clientes?

Una segunda variante sugiere que la espiral de deuda generada en 2008 estaba llegando a un punto crítico y la única solución era una guerra. Destruir para empezar de cero, o casi. El problema sería que en esa guerra todos los contendientes, atrapados por igual en el mismo maelstrom de deuda incontrolable, tendrían que estar en el mismo bando, y por lo tanto el enemigo tendría que ser interior. Para usted y para mí, malas noticias.

- Otra teoría difícil de refutar apunta a las grandes farmacéuticas, marcadas ya por un pasado entre turbio y marrón, que habrían regado generosamente con dádivas a los responsables clave de la administración, de los grandes medios y de la judicatura. Incluso de muchas instituciones médicas. Esta teoría me parecía inaceptable hasta hace dos años, más que nada por la dificultad de capturar todos los peces en la misma red sin que se escapen unos cuantos. Además, es cierto que la separación de poderes en las llamadas democracias occidentales lleva ya varios decenios desdibujándose, pero ¿hasta ese punto? ¿y en todos los países?

- La teoría más siniestra, a mi modo de ver, es la de la llamada cuarta revolución industrial, basada en el trabajo robotizado y la fusión hombre-chip (disculpen las feministas poco leídas). Es decir, lo que se ha venido a llamar 'transhumanismo'. Si no es la teoría más siniestra, ha sido desde luego la más delirante... hasta hace uno o dos años. Las últimas noticias y comentarios públicos sobre la implantación de microchips, incluso en el cerebro, empiezan a parecer alarmantes, sobre todo viendo cómo el viejo concepto de libertad está siendo sustituido por el de 'privilegio'.

Los famosos códigos cu erre (lo escribo así para evitar la censura) empiezan a parecerse mucho a los hilitos del viejo arte de las marionetas. Súmele usted a eso la omnipresencia de cámaras de vigilancia en lugares públicos y los algoritmos de reconocimiento facial y biométrico, y tendrá el menú servido. De esta teoría, a mí lo que me asusta no es que sea o no real, sino que existen ya los medios para hacerla realidad.

- Mi incredulidad se está empezando también a resquebrajar frente a la teoría de la eugenesia. A la vista de innumerables noticias y datos escamoteados, pero oficiales, y de las explicaciones de especialistas eminentes y convincentes, el futuro pinta feo. Sólo el tiempo dirá, pero, si una empresa aspira a ensanchar su base de consumidores, difícilmente estará interesada en liquidarlos en masa.

- Un hermanito pequeño de estas teorías es la superchería de la crisis climática, que, de ser cierta, nos obligaría en pocos años a regresar a la yesca y el pedernal, a comer bayas e insectos y a pasar bastante frío en invierno. Como nadie está realmente dispuesto a renunciar al agua caliente de la ducha por las mañanas, habría que convencerle. Para ello, un código de cuadraditos o un chip en la muñeca podrían ser muy persuasivos. Este hermanito es pequeño todavía, pero crecerá.

¿Qué pienso yo de todo esto? Todavía no sé qué pensar. Es un rompecabezas endiablado en el que, por muchas combinaciones que uno haga, siempre hay piezas que no encajan. Habría que añadir también a la coctelera el miedo colectivo, la arrogancia del poder, los prejuicios y el amor propio, en grandes cantidades, y agitar. Pero a esos ingredientes yo no puedo acceder.

De una cosa estoy seguro: es imposible que esas teorías sean todas falsas al mismo tiempo. Lo más probable es que la (ir)realidad que estamos viviendo reúna partes de cada una de esas teorías, en beneficio de intereses no siempre convergentes. Por el momento es una alianza táctica pero, a largo plazo, probablemente insostenible.

En su novela Die andere Seite ("La otra parte"), anticipándose a la segunda guerra mundial el grabadista Alfred Kubin imaginó una batalla final, apocalíptica, entre el inaprehensible Patera, fundador del Reino de los Sueños, y su polimórfico antagonista Hercules Bell. Una batalla irreal, en un mundo casi tan onírico como el que estamos viviendo.

Quizá lo que Kubin profetizó realmente no fue la segunda guerra mundial, sino la tercera.

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