Sí, Dios había creado el universo. Y también esa especie de euforia gelatinosa que empieza donde se termina el universo. No había sido tan difícil, pensó mientras lo contemplaba embelesado.
En realidad, para él nada era difícil. Faltaría más. La idea más descabellada que se le pudiera ocurrir existía instantáneamente sólo con que él la pensara. Por eso, contemplando la inmensidad estéril de fuego y silencio de las galaxias, se le ocurrió crear también animales. Y plantas. Y, cuando aquel planetilla anónimo de la Vía Láctea se cubrió por fin de árboles y peces y buitres y libélulas, se le ocurrió crear a los seres humanos.
Pero no así, de repente. Se tomó su tiempo. Escudriñó la penumbra helada de las nieves perpetuas y las arenas ardientes de los desiertos, se asomó a las profundidades de los océanos y espió el vals incesante de las aves desde detrás de las nubes. Por fin, en la espesura de una selva, se encontró con una raza de simios que le cayeron simpáticos.
“¡Estos son los que busco!”, pensó. Y en aquel mismo instante los monos se miraron, y comprendieron que la vida en lo alto de una rama era muy aburrida. Dios suspiró, satisfecho. “Ahora me daré a conocer. Quiero que sepan que ellos han sido la raza elegida. Y, de paso, les enseñaré unas cuantas normas de comportamiento”
Estaba a punto de aparecérseles en forma de zarza ardiendo cuando se detuvo. Quizá se estaba apresurando demasiado. Además, no quería arriesgarse a que se incendiara el bosque. Y decidió esperar a que bajaran de los árboles.
Los humanos tardaron todavía muchos miles de años en abandonar la selva y caminar erguidos. Entre tanto, fabricaron las primeras cabañas entretejiendo lianas y las primeras lanzas afilando mandíbulas de mamút. En las cabañas se reproducían con gran deleite y con las lanzas destruían las cabañas de los vecinos.
“Esto no va bien”, pensó Dios. “No saben distinguir el bien del mal. Ni siquiera conocen el pecado...” Estaba ya dispuesto a aparecerse en todo su esplendor para arreglar las cosas cuando se acordó de un detalle.
“Ah, pero todavía no saben escribir”, se dijo. “Esperaré a que aprendan, y después encargaré a los más sabios que pongan mis mandamientos por escrito. Así nadie podrá llamarse a engaño en el futuro”
De modo que se armó de paciencia y siguió esperando. Volvieron a pasar muchos miles de años hasta que un día, en una planicie chamuscada por el sol, vislumbró unas pirámides. Se asomó a husmear. Ciertamente, los habitantes de aquel reino habían aprendido a escribir y a leer, pero lo que vio le llenó de indignación. Aquellos humanos insolentes se habían inventado otros dioses. Y los veneraban.
Era urgente que supieran quién era su verdadero creador. Y buscó a los más sabios del reino para anunciarles la buena nueva. Pero los sabios estaban todos en el templo... ¡adorando a un becerro de oro! Oraban con tal devoción que, aunque él se les apareciera ahora en toda su majestad, no le creerían. Para desahogar su mal humor, les envió una tormenta fulminante cuyos rayos destruyeron el templo, y se dispuso a seguir esperando.
Mientras aguardaba, vio con desaliento cómo por todas partes iban apareciendo impostores. Falsos profetas que predicaban dogmas estrafalarios, y cuyas palabras los escribas recogían piadosamente en libros ‘sagrados’. ¡Farsantes...! No tenían ni idea de lo que eran el bien ni el mal. Siguiendo aquellas enseñanzas la población, ignorante, pecaba creyendo ser virtuosa y se arrepentía de los actos más admirables. Ajenos a la existencia de su verdadero creador, los humanos disfrutaban guerreando y fornicando. Y, allá en el final del universo, el espacio que él había reservado para el Cielo estaba aún vacío.
Fueron pasando los siglos, pero Dios no se decidía. Las falsas religiones proliferaban ya por todo el mundo, y cada día que pasaba era más difícil encontrar un espíritu incrédulo. Los había, pero eran tan escépticos que ni siquiera a él le tomarían en serio. Los errores en la fe estaban tan extendidos y los creyentes se habían vuelto tan fanáticos que, como mucho, podría aspirar tal vez a fundar una religión más. Una de tantas.
Aun así, hizo varios intentos, cada vez más tímidos. Lo confundieron con cometas, volcanes y relámpagos, con eclipses y con la aurora boreal. Unos pastorcillos creyeron estar viendo una deidad pagana, y los pocos que comprendieron que era él fueron recluidos en sanatorios mentales. No, no había remedio. Quizá había sido demasiado prudente esperando tanto tiempo...
Así que lo dejó estar. Se resignó. Aquellas pobres criaturas nunca conocerían a su creador. Seguirían adorando a falsos ídolos. Seguirían arrepintiéndose de hacer el bien y cometiendo, sin saberlo, los pecados más despreciables. Y él no tendría motivos para premiar a unos y castigar a otros. El Cielo, aquel éxtasis vidrioso que él había creado en los confines del universo, seguiría eternamente vacío.
Miró por última vez a sus criaturas, antes de retornar al silencio reconfortante de las galaxias más remotas. Allá abajo, entre plagas, guerras e infidelidades amorosas, los humanos seguirían concibiendo aventuras fascinantes y consagrando catedrales a dioses equivocados. Seguirían componiendo sinfonías, demostrando teoremas cada vez más abstrusos y apropiándose de lo ajeno. A esas alturas, ¿él qué podía hacer?
Además, había aprendido a amarlos tal como eran, porque eran imperfectos, como él. Y, encogiéndose metafísicamente de hombros, se dio media vuelta y desapareció en un futuro inalcanzable.
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