lunes, 17 de enero de 2022

Anton Karas

La primera vez que visité Viena me encontré con una ciudad inhóspita y desolada. Los comercios cerraban muy temprano, y a los pocos minutos las calles se quedaban desiertas. Por las noches ni siquiera se veían luces en las ventanas. No era fácil encontrar bares o cafeterías abiertos, y uno sólo se podía refugiar en algunos cafés tradicionales, como el Café Museum en la Karlsplatz, el exquisito Landtmann, junto al Ring, o el famoso Sacher de la Kärntnerstrasse, ocupados mayormente por ancianos solos y dispersos, y casi tan silenciosos como bibliotecas. 

Algunos años después acepté una oferta de trabajo en aquella ciudad y me instalé en un piso del distrito IV, que había pertenecido al sector soviético durante la ocupación de los aliados. La ciudad comenzaba apenas a cobrar vida, y algunos compañeros de trabajo, que habían conocido la Viena de la posguerra, me hablaban de las penurias de aquella época lejana. Contaban, por ejemplo, que en aquellos años de miseria era habitual protegerse del frío con capotes del ejército. Además, para no gastar en carbón muchos pasaban largas horas en los Heuriger o tascas de barrio, donde además de hacer vida social uno conseguía mantenerse calentito en las noches del duro invierno vienés. 

Uno de aquellos compañeros de trabajo, que en los años 50 había ganado un sueldo espléndido, me contó cómo en uno de aquellos Heuriger él se había prendado de una camarera y, para que accediese a salir con él, le había dicho que la invitaba al baile de la Ópera. La chica se había echado a reír. El baile de la Ópera ha sido tradicionalmente un espectáculo para la alta sociedad austríaca, al que sólo los muy ricos pueden permitirse acudir, y la camarera interpretó la invitación como una exageración galante.

Pero al día siguiente el joven se presentó ante la chica triunfalmente, con dos entradas en la mano. Lo imposible se había hecho realidad. Sin embargo, para su sorpresa, la pobre camarera no se arrojó a sus brazos entusiasmada, sino que se echó a llorar. "¿Qué sucede?", preguntó atónito el joven. La respuesta era evidente: la muchacha no tenía qué ponerse para un acto como aquel. 

En una de aquellas tascas populares se había ganado la vida, en los años 40, un joven músico llamado Anton Karas. El instrumento que tocaba antes de pasar el sombrero entre los parroquianos era una cítara, que Anton había encontrado a los doce años en la buhardilla de la casa de su abuela. La cítara es un curioso instrumento que tiene cuerdas de arpa y trastes de guitarra, y esa combinación le confiere un sonido muy peculiar, en las antípodas del que ofrecen los violinistas con aires de vals en los restaurantes turísticos de Grinzing.

El caso es que, allá por el año 1949, se acababa de rodar en Viena una película de intriga basada en una novela de Graham Greene, y su director, Carol Reed, no daba con una música de su gusto para la banda sonora. Había descartado --con buen criterio-- los valses vieneses, y seguramente quería que los claroscuros de aquella historia de suspense reflejaran de alguna manera el espíritu de aquella magnífica ciudad devastada por la guerra. 

Cuentan las crónicas que, con esa preocupación en mente, Reed acertó a pasar por un Heuriger en el que sonaban las notas de una cítara. Era, naturalmente, la cítara de Anton Karas. Contra la opinión de casi todo el mundo, Reed decidió que aquel era el sonido que estaba buscando. Pidió a Karas que acudiese a grabar algunas piezas a su hotel, y al día siguiente, en el estudio, superpuso la música a las escenas de la película. El resultado le gustó.

Le gustó tanto que contrató a Anton Karas y se lo llevó a su casa de Londres para que compusiera allí la banda sonora. Pero iba pasando el tiempo y Karas no avanzaba. Echaba en falta su mundo de Viena y estaba deseando regresar. Por fin, después de doce semanas, Reed le imploró que terminara de componer algo y le prometió dejarle regresar en cuanto la música estuviera terminada. Karas se lo tomó en serio. Visionó la película cientos de veces, escena por escena, y finalmente se decidió por un viejo tema que había compuesto quince años atrás.

Terminados los preparativos, se acercaba la fecha del estreno, pero ninguna compañía discográfica se interesaba por aquella música tan poco habitual. Sin embargo, a los pocos días del estreno las tiendas de discos recibían cientos de peticiones, y finalmente Decca se decidió a grabar el tema. Después de veintiocho años pasando el sombrero por las tabernas, Anton Karas, que entre tanto había regresado a su hogar y seguía recorriendo las tascas de la ciudad, se había topado de frente con la fama. La película, por cierto, se llamaba El tercer hombre

La fama llevó a Karas con su cítara a destinos tan encumbrados como la residencia de la familia real inglesa, o las de unos cuantos millonarios en Estados Unidos. En Inglaterra, el primer disco vendió medio millón de copias en el primer mes, y el tema siguió sonando por el mundo hasta los años 60. 

Karas grabó algún otro tema, pero el éxito de El tercer hombre nunca se repitió. Con el dinero que le había traído la fama, el músico bohemio abrió en Viena en 1953 un Heuriger propio, al que naturalmente puso por nombre "Zum Dritten Mann", y donde seguía tocando sólo por el placer de hacerlo. Algún tiempo después, se cansó. "No estoy para entretener a los turistas", cuentan que dijo.

Anton Karas era un hombre apegado a las calles y gentes de toda su vida. No le gustaba viajar, y lo único que le hacía sentir bien era seguir en su pequeño mundo cercano, con su familia, recorrer los bares y tascas populares de la ciudad tañendo su cítara y, sin duda también, charlar con unos y con otros hasta bien entrada la noche. Aunque en aquel primer viaje mío yo no lo sabía, la vida bohemia de aquella ciudad, para mí casi tan desolada como la que había conocido Orson Welles, no había muerto. 

Lo descubrí demasiado tarde. Y, de todos modos, a mí lo que me gusta es el Mediterráneo.

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