Estimados contactos:
Hoy he decidido que no voy a seguir enviando ya datos sobre el famoso virus que asola, no sé si el planeta, pero sí los medios de comunicación y los gobiernos de casi todo el mundo. En estos últimos meses he podido comprobar hasta qué punto el miedo es capaz de inhibir el sentido común y el espíritu crítico, que son dos de los pilares de la sociedad en la que me gustaría vivir. El silencio o la fe ciega de muchos de vosotros me han hecho comprender que mi esfuerzo es, definitivamente, inútil.
Voy a resumir cómo ha evolucionado mi actitud a este respecto desde el comienzo. Las primeras noticias que venían de China traían a la memoria otras alarmas sanitarias relativamente recientes que finalmente se quedaron en nada. Estoy pensando en las vacas locas, la gripe aviar, la gripe A, SARS, MERS, y otras más sutiles pero persistentes, como el terror al aceite de oliva (en los años 80) o a comer huevos, y una larga lista de alimentos 'malsanos' que sigue creciendo día a día. Todo ello, para alborozo de la OMS, que necesita seguir manteniendo a una enorme legión de burócratas ricos, vagos e incompetentes. Los he padecido en persona, así que sé de lo que hablo.
De modo que, aunque algunas informaciones eran preocupantes, en un principio pensé que la cosa no sería grave. Cuando la epidemia, de pronto, apareció en Italia, se desató una gran confusión. Al principio, se hablaba de una simple gripe. No había que controlar las fronteras, porque en España apenas iba a haber casos, y además teníamos la mejor seguridad social del mundo. Poco después me enteré de que no éramos los únicos: también Francia y el Reino Unido tenían, por lo visto, "la mejor seguridad social del mundo".
Una noche, escuchando a Nigel Farage en LBC Radio, comprendí que había razones para alarmarse, y adopté medidas. Poco a poco, fui haciendo acopio de alimentos y artículos de primera necesidad, y dejé de viajar en autobús. Por aquellos días, los autobuses en esta ciudad iban abarrotados de turistas italianos, y muchos de esos turistas acudían todos los días en masa a la plaza del Ayuntamiento, donde se apretujaban miles de personas para asistir a un espectáculo pirotécnico. Por si eso fuera poco, en los casales de barrio las reuniones festivas eran casi diarias, y varios miles de hinchas del equipo de fútbol local pasaron un fin de semana en Milán --precisamente el foco de la epidemia-- para asistir a un partido multitudinario.
Poco tiempo después se decretó el encierro obligatorio (que los más cursis llaman 'confinamiento'). Los medios de comunicación oficiales --es decir, prácticamente todos-- quitaban importancia al asunto, pero en los medios más disidentes empezaron a aparecer imágenes espeluznantes de enfermos en los suelos de los hospitales, caravanas secretas de coches fúnebres y, por las redes sociales, testimonios angustiosos de sanitarios desbordados por la situación y desesperados por la falta de medios para protegerse siquiera ellos mismos.
Durante dos largos meses sólo salí de casa para tirar la basura. Las calles estaban desiertas, a las ocho de la tarde los balcones se llenaban de vecinos aplaudiendo al aire, y por las redes circulaban canciones de escasa calidad musical pero que, con un nudo en la garganta, nos aseguraban que sobreviviremos, como si en lugar de un virus se hubiera abatido sobre nosotros una invasión extraterrestre.
Los datos eran, más que contradictorios, caóticos. El virus persistía en una misma superficie apenas dos días, tan sólo unas horas o hasta varias semanas, según el estudio científico que uno leyera. Las mascarillas al principio no servían para nada, al poco tiempo eran imprescindibles, y en Suecia no fueron necesarias. El periodo de incubación era tan corto como unos días, según unos, o tan largo como unas semanas, según otros. La velocidad de contagio era de uno a tres, pero en realidad era de uno a cien, o tal vez de uno a mil. Los enfermos asintomáticos contagiaban, pero luego no contagiaban, y después sí contagiaban otra vez. La enfermedad se curaba con hidroxicloroquina, pero luego ya no. En cambio, el dióxido de cloro era milagroso, pero después era inútil. El Remdesivir era mano de santo, después fue dudoso o peligroso, y al poco tiempo era otra vez inocuo y eficaz.
Hoy he decidido que no voy a seguir enviando ya datos sobre el famoso virus que asola, no sé si el planeta, pero sí los medios de comunicación y los gobiernos de casi todo el mundo. En estos últimos meses he podido comprobar hasta qué punto el miedo es capaz de inhibir el sentido común y el espíritu crítico, que son dos de los pilares de la sociedad en la que me gustaría vivir. El silencio o la fe ciega de muchos de vosotros me han hecho comprender que mi esfuerzo es, definitivamente, inútil.
Voy a resumir cómo ha evolucionado mi actitud a este respecto desde el comienzo. Las primeras noticias que venían de China traían a la memoria otras alarmas sanitarias relativamente recientes que finalmente se quedaron en nada. Estoy pensando en las vacas locas, la gripe aviar, la gripe A, SARS, MERS, y otras más sutiles pero persistentes, como el terror al aceite de oliva (en los años 80) o a comer huevos, y una larga lista de alimentos 'malsanos' que sigue creciendo día a día. Todo ello, para alborozo de la OMS, que necesita seguir manteniendo a una enorme legión de burócratas ricos, vagos e incompetentes. Los he padecido en persona, así que sé de lo que hablo.
De modo que, aunque algunas informaciones eran preocupantes, en un principio pensé que la cosa no sería grave. Cuando la epidemia, de pronto, apareció en Italia, se desató una gran confusión. Al principio, se hablaba de una simple gripe. No había que controlar las fronteras, porque en España apenas iba a haber casos, y además teníamos la mejor seguridad social del mundo. Poco después me enteré de que no éramos los únicos: también Francia y el Reino Unido tenían, por lo visto, "la mejor seguridad social del mundo".
Una noche, escuchando a Nigel Farage en LBC Radio, comprendí que había razones para alarmarse, y adopté medidas. Poco a poco, fui haciendo acopio de alimentos y artículos de primera necesidad, y dejé de viajar en autobús. Por aquellos días, los autobuses en esta ciudad iban abarrotados de turistas italianos, y muchos de esos turistas acudían todos los días en masa a la plaza del Ayuntamiento, donde se apretujaban miles de personas para asistir a un espectáculo pirotécnico. Por si eso fuera poco, en los casales de barrio las reuniones festivas eran casi diarias, y varios miles de hinchas del equipo de fútbol local pasaron un fin de semana en Milán --precisamente el foco de la epidemia-- para asistir a un partido multitudinario.
Poco tiempo después se decretó el encierro obligatorio (que los más cursis llaman 'confinamiento'). Los medios de comunicación oficiales --es decir, prácticamente todos-- quitaban importancia al asunto, pero en los medios más disidentes empezaron a aparecer imágenes espeluznantes de enfermos en los suelos de los hospitales, caravanas secretas de coches fúnebres y, por las redes sociales, testimonios angustiosos de sanitarios desbordados por la situación y desesperados por la falta de medios para protegerse siquiera ellos mismos.
Durante dos largos meses sólo salí de casa para tirar la basura. Las calles estaban desiertas, a las ocho de la tarde los balcones se llenaban de vecinos aplaudiendo al aire, y por las redes circulaban canciones de escasa calidad musical pero que, con un nudo en la garganta, nos aseguraban que sobreviviremos, como si en lugar de un virus se hubiera abatido sobre nosotros una invasión extraterrestre.
Los datos eran, más que contradictorios, caóticos. El virus persistía en una misma superficie apenas dos días, tan sólo unas horas o hasta varias semanas, según el estudio científico que uno leyera. Las mascarillas al principio no servían para nada, al poco tiempo eran imprescindibles, y en Suecia no fueron necesarias. El periodo de incubación era tan corto como unos días, según unos, o tan largo como unas semanas, según otros. La velocidad de contagio era de uno a tres, pero en realidad era de uno a cien, o tal vez de uno a mil. Los enfermos asintomáticos contagiaban, pero luego no contagiaban, y después sí contagiaban otra vez. La enfermedad se curaba con hidroxicloroquina, pero luego ya no. En cambio, el dióxido de cloro era milagroso, pero después era inútil. El Remdesivir era mano de santo, después fue dudoso o peligroso, y al poco tiempo era otra vez inocuo y eficaz.
En realidad, la cosa se curaba con gárgaras o con vahos, según algunos. Resultó que no. Hasta leí un estudio científico (sic) que aseguraba que fumar tenía un efecto preventivo. Pero en seguida empezaron a circular las teorías conspiratorias. Los chinos habían fabricado y exportado el virus para destruir a Occidente (y de paso quedarse sin clientes a los que vender sus productos). O los verdaderos creadores del virus eran los Estados Unidos, para destruir a China, o cierto magnate húngaro que tiempo atrás --y esto sí es cierto-- había enviado al holocausto a otros judíos como él. Ah, y se me olvidaban las ondas electromagnéticas y la radiación 5G. Los murciélagos, por supuesto, eran tan inocuos como un cirujano ante la mesa de operaciones.
Por fin, tres meses después, llegó la "nueva normalidad", así llamada por cierto sujeto que no sólo nunca había leído a George Orwell, sino probablemente ni su propia tesis doctoral. Sujeto que, recordémoslo, no cayó del cielo, sino que fue votado por otros sujetos que, un siglo después de Lenin, siguen creyendo que la riqueza no se consigue trabajando, sino vampirizando a los que trabajan. Unos, arrimándose a la teta de la vaca y otros, directamente, comprando la vaca. (Por si alguien está en la inopia, los que trabajan son la vaca).
A esas alturas, la vaca estaba ya francamente famélica, pero el mensaje, alentador, era que por fin habíamos derrotado al virus. Todos juntos. Cómo podíamos estar todos juntos y, al mismo tiempo, mantenernos a distancia era un misterio nunca explicado, pero lo importante era que saliéramos a la calle, triunfantes, que consumiéramos mucho y que disfrutáramos de la vida. Y, para que quedara claro, el gobierno se apresuró a dar ejemplo yéndose de vacaciones.
La situación se empezó a aclarar. Las cifras eran igual de confusas, pero en general no parecían preocupantes. Poco a poco, fue quedando claro que el virus se había cebado en los más ancianos, y que los niños y los jóvenes no corrían más peligro que cuando cruzaban la calle escribiendo jajajajaja en el móvil. Llegó el verano, las playas y las discotecas se llenaron y los más agoreros pronosticaron terribles hecatombes. Pero a finales de septiembre las cifras fatídicas eran muy bajas, y manifiestamente estables.
En octubre empezó otra vez la alarma generalizada, pese a que las cifras no la justificaban. Por aquellas fechas me llamaron la atención sobre los falsos positivos de las pruebas PCR. En laboratorio, el porcentaje efectivo de falsos positivos se acercaba al 50% para unos valores de prevalencia muy bajos, como es, todavía hoy, el caso. En condiciones reales y a escala industrial, hay dos factores a tener en cuenta y que empeoran esa cifra: la posibilidad de contaminación de las muestras, y la circunstancia de que los análisis PCR son procesos de amplificación de fragmentos de ARN. Cuantos más ciclos de amplificación, más vestigios de código genético aparecerán, y por lo tanto menor será la carga viral que detecten.
Esto quiere decir que un resfriado común (uno de los cinco coronavirus que circulan hoy por el mundo) puede dejar un vestigio suficiente para dar un resultado positivo, sin que el sujeto esté enfermo o contagiado. Así, a medida que aumentaba el número de tests aumentaba vertiginosamente el número de falsos positivos, que sin embargo el gobierno y los medios se empeñaban en calificar como 'casos' o 'contagios'. Se desató el terror. A esas alturas, se sabía ya que el riesgo mortal para los menores de 55 años era muy bajo, y para los mayores de 55 sanos, mucho menor de lo que parecían indicar las cifras totales. Cualquier medida social que ofreciera protección a ese sector de la población habría sido infinitamente más barata que cercenar la economía y enviar al hambre, a la miseria y al suicidio a miles o millones de personas. Se llama 'relación coste/beneficio'.
A día de hoy, el riesgo de morirse por cualquier causa en España es todavía un 30% inferior al de enero de 2005, y aun así la población está aterrorizada. Yo no soy ni microbiólogo ni periodista, pero no creo que haya un solo microbiólogo que ignore todo esto, aunque a estas alturas dudo que haya todavía periodistas que merezcan ese título. Me queda la duda de si esta alarma desorbitada se debe a premeditación o a incompetencia, pero lo que tengo por cierto es que esta crisis no es sanitaria, sino política e ideológica. En mi opinión, es una crisis del estado del bienestar.
Hay una ecuación inevitable en todos los actos de la vida humana: el grado de seguridad es inversamente proporcional al grado de libertad. Para ser realmente libre hay que correr riesgos, y medio siglo de estado protector en Europa ha acostumbrado a la población a temer el riesgo. Las noticias persistentes sobre alimentos que generan colesterol, obesidad o cáncer y sobre la polución del medio ambiente, más las alarmas --científicamente injustificadas-- de cambio climático, han reforzado ese estado de terror. Y hemos caído en nuestra propia trampa.
Se nos ha acostumbrado a valorar la duración de la vida, aunque sus últimos diez o quince años sean vida vegetativa y humillantemente dependiente, y nos han impedido valorar la calidad de la vida. No digo que sea preferible para todos vivir sin privarse de quesos, dulces, alcohol y otras sustancias, y --tal vez-- morirse antes. Naturalmente, es una decisión personal. Pero no universal. Cada uno debe poder aquilatar los riesgos que corre, y equilibrarlos con las compensaciones que le reportan. Se llama libertad.
La libertad y la seguridad son dos mitades irreconciliables de una ecuación, pero no son simétricas. Hay una ideología de la libertad que quiere que todos seamos libres, respetando a nuestro prójimo, y hay una ideología de la seguridad que quiere que todos estemos protegidos siempre. Todos, siempre. Y esa es precisamente la diferencia: la ideología de la libertad es liberadora, mientras que la ideología de la seguridad es totalitaria.
Yo quiero tener la libertad de ser libre: la libertad de correr riesgos. Y no alimento la fantasía de ser inmortal. No sé si acabaré algún día convertido en un geranio, en una silla de ruedas empujada por un desconocido. Desde luego, no lo haré a costa de correr no sé cuántos kilómetros cada día, de hacerme una y otra vez pruebas de colesterol y de privarme de los alimentos que me gustan. Para mí la vida es placer, aventura y desafío, y así quiero que siga siendo. Pasaré malos ratos, y no serán los primeros, pero no voy a tirar la toalla. Amantes de la seguridad e inquisidores de mi libertad, tenedlo presente: sólo se vive una vez.
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