domingo, 8 de noviembre de 2020

Descubrimiento de la poesía

No sé cuándo tuve conocimiento de que existía la poesía. Mi madre, desarraigada de su Bilbao natal por la decisión de mi padre de trasladarnos todos a Madrid, nos relataba a menudo, en aquellos primeros años de destierro, historias añoradas de su juventud reciente, de la guerra civil, de costumbres que ella había vivido y que ahora sonaban marcianas en aquel barrio lumpen, desolado, de un Madrid inhóspito donde casi nunca llovía.

Era una mujer muy original --demasiado, según para qué cosas-- y a menudo sorprendente. En aquella época, la gente no consumía música ni palabras y disfrutaba del albedrío de jugar con ellas, así que es posible que a mi madre se le escaparan de vez en cuando algunas rimas, que ella no habría dejado de comentar y que fueron, seguramente, lo que la impulsó un día a hablarme de los bertsolaris.

Conservo todavía un pequeño cuaderno de tapas duras de mi infancia en el que, entre dibujos de inventos mecánicos imposibles y anotaciones intrascendentes, escribí, de mi puño y letra, mi primera poesía. Era la semblanza de un paleto muy bruto, que yo retrataba con intención humorística, inspirada en los personajes de las historietas de los 'tebeos', aquellas revistas infantiles que mi madre nos compraba todas las semanas.

Aquella primera creación, resultado de una feliz combinación de bertsolaris y caricaturas en viñetas, se integró algún tiempo después en el concepto más general de literatura gracias a la pequeña biblioteca de mi padre, que yo me leí casi entera. No siempre con fruición, porque más de un título era demasiado indigesto para mi edad, pero el aburrimiento de leer a Proust era para mí preferible a participar en intercambios de pedradas o en partidos de fútbol belicosos, improvisados en descampados áridos bajo cielos de acero.

Aun así, me apasionaba leer. Los libros eran para mí la única ventana a una realidad digna de ser vivida, o al menos imaginada. Por eso cuando, años después, un día me abordó en la calle un joven y me propuso suscribirme a un club de lectura --dos libros mensuales a cambio de una cuota para mí asequible--, acepté con entusiasmo. Los dos primeros libros que les compré fueron Así habló Zaratustra y Campos de Castilla.

La lectura de Campos de Castilla inspiró mi primera poesía propiamente dicha. Se titulaba 'Andalucía', y la escribí con dieciséis años de edad:

Silencio azul de un ocaso.
Agoniza el sol poniente...
Un firmamento muy raso
se va estrellando al oriente.
El agua fresca de un vaso...

Llena el aire con sus notas
una guitarra gitana.
La promesa de un mañana
se desvanece en las gotas
de una fuente muy cercana.

Casi al mismo tiempo que yo me embelesaba con la poesía de Machado, descubrí en la papelería de mi madre un libro que despertó mi curiosidad. Era la legendaria antología de poetas españoles de 1927, de Gerardo Diego. Desde aquel mismo día y durante semanas, me sumergí en aquel torrente de poesía que me abría más horizontes de los que yo era capaz de explorar. Más que un contacto con la belleza o con las emociones, era un descubrimiento de la capacidad expresiva de las palabras.

He dicho de las palabras, no del lenguaje. La poesía surrealista, que por aquel entonces habían abrazado la mayoría de los poetas, no es, propiamente hablando, lenguaje. Son palabras. Palabras hiladas con un ritmo y una sonoridad evocadores. “Infame turba de nocturnas aves, / gimiendo tristes y volando graves”, escribió Góngora en su Fábula de Polifemo y Galatea, concentrando en sólo dos versos todos los recursos de la poesía plástica: el ritmo, la prosodia y la evocación sensorial y emocional.

No toda la poesía es así. Hay también una poesía reflexiva, por la que siento menos afinidad, y que representaba muy bien un coetáneo --y, comprensiblemente, antagonista-- de Góngora: Francisco de Quevedo. Por ejemplo, en su famoso soneto “Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes, ya desmoronados...” La emoción que puede suscitar este tipo de poesía depende de hasta qué punto uno esté de acuerdo con el autor y con sus principios morales (que, naturalmente, están también sujetos a los vaivenes de la historia... y de la moda).

Hay un recurso más del que echan mano los poetas surrealistas, y que es quizá el más potente de todos: las combinaciones de significados inesperados. Todavía no he olvidado un fragmento de un poema de Rafael Alberti que leí en aquella antología, y que terminaba diciendo “... una navaja de afeitar abandonada al borde de un precipicio”. La navaja de afeitar es un objeto de la vida cotidiana, pero inquietantemente cortante, y ha sido abandonado (¿por quién?, ¿por qué?) en un lugar particularmente peligroso. Parece poco sensato que alguien use una navaja, o para afeitarse o para lesionarse, justo antes de arrojarse a un precipicio, pero la combinación repentina de esas dos imágenes nos coloca en un estado de ánimo sobrecogedor: el misterio, la desesperación y el sentido de la vida irrumpen de pronto en nuestro mundo emocional con la fuerza de una tempestad.

Digan lo que digan los 'entendidos', yo he llegado a la conclusión de que la poesía surrealista y, en general, buena parte de la poesía, no significa nada. No es un mensaje coherente. Ni siquiera un mensaje coherente expresado mediante metáforas. Pero, aun siendo un mensaje dislocado y amalgamado, tampoco es esa 'escritura automática' que argüían sus autores, inspirados en la técnica psicoanalítica que estaba de moda por aquel entonces: dejar que el paciente diga lo primero que se le ocurre. Igual que en un psicoanálisis, el poeta trata de hacernos sentir lo que le está emocionando, con la diferencia de que sus lectores rara vez son psicoanalistas y, aunque lo fueran, no podrían conversar con él para desentrañar lo que quiere decir.

En tiempos de Góngora el psicoanálisis no había sido inventado, pero Góngora recurre a un artificio genial que da un resultado muy parecido. En lugar de construir las frases siguiendo las reglas del español en uso, las recompone usando la sintaxis del latín. Naturalmente, para un lector común y corriente que no haya estudiado latín, los versos de Góngora son desconcertantes. Y, a primera vista, incomprensibles. Por ejemplo, en las Soledades podemos leer, refiriéndose a un náufrago que ha caído al mar:

Del siempre en la montaña opuesto pino
al enemigo Noto,
piadoso miembro roto,
breve tabla, delfín no fue pequeño

Después de leer estos versos unas cuantas veces, sospechamos que todas esas piezas están descolocadas, pero también sospechamos que no han sido escritas al azar. De entrada, vemos que entre una montaña y un pino hay una relación evidente. Si además averiguamos que el Noto es un viento, ya tenemos un punto de partida: un pino en una montaña, expuesto al viento. Seguidamente, el pino 'opuesto' y el viento 'enemigo' nos sugieren una pugna entre dos rivales, y ninguna de esas dos partes parece dispuesta a ceder, porque ya en la primera línea hemos leído que eso sucede 'siempre'. Al abolir las normas gramaticales a las que estamos acostumbrados, Góngora tiene libertad para empezar con un 'siempre' que nos deja en suspenso y va a presidir la escena, nos transporta después a una montaña, y por último coloca en ella dos adversarios paralelos enfrentados entre sí. ¿Literatura, arquitectura, o cine? Las tres cosas al mismo tiempo, diría yo.

Pero la descripción continúa. Una vez construida esa escena, podemos quedarnos simplemente con la idea de que nos están hablando “del [...] pino” y pasamos a los dos versos siguientes, donde nos encontramos con otro paralelismo, esta vez simétrico: miembro roto, breve tabla. Como estábamos hablando de un pino, ese miembro roto sólo puede significar una rama desgajada, convertida en una pequeña (“breve”) tabla, flotando. Para el pobre náufrago, el hallazgo es providencial, algo así como si la tabla se “apiadara” de él. ¿Cómo podemos imaginarnos esta escena más vívidamente? Como si la tabla fuera --nos responderá Góngora-- un delfín al que el náufrago se ha conseguido agarrar para salvar su vida. El náufrago respira, aliviado: aunque la tabla era “breve”, para él ha venido a ser como un delfín “no pequeño”. ¿A alguien le parece, como a mí, que esta descripción tiene un cierto regusto andaluz?

Gracias al latín, podemos descomponer los versos de Góngora y recomponerlos después siguiendo las reglas de nuestro lenguaje habitual, pero en la poesía surrealista eso ya no es así. Para los surrealistas, ese proceso no es necesario porque, le encontremos o no sentido a lo que acabamos de leer, el efecto visual y emocional habrá sido lo primero que experimentemos, y para ellos eso es lo verdaderamente importante. Al centrarse sólo en la pirotecnia de las imágenes, tienen las manos libres para sugerir, en lugar de relatar. Con ellos, la poesía surrealista corta amarras y se separa inconfundiblemente de la prosa.

Por cierto, en las demás artes estaba sucediendo lo mismo. Pensemos en la evolución de la pintura de Kandinsky, desde esos primeros paisajes, cada vez menos verosímiles, hasta las sutiles estructuras de trazos sin ningún significado. O en los paisajes de Cézanne, que marcan exactamente el punto de transición entre la realidad y las sugerencias de la realidad. En música, también Schönberg estaba por aquellas fechas rompiendo definitivamente los moldes de la armonía, y sumergiéndonos en un universo de disonancias tan meritorio como, por otra parte, inaguantable.

De todos aquellos poetas de la Antología, mis dos preferidos fueron Pedro Salinas y Vicente Aleixandre. Mi admiración hacia Pedro Salinas era comprensible, si uno piensa que yo estaba en plena adolescencia y aún no tenía ocasión de enamorarme a menos de quinientos metros de distancia. Pero, mientras la poesía de Salinas era una melancolía ingrávida, los versos de Aleixandre eran marejadas de luz y música, y labios y alas y nubes. Descendientes directos de la sensualidad gongorina, como descubrí algún tiempo después.

Sombra del Paraíso es, para mí, el libro más representativo de la obra de Aleixandre, y también su obra cumbre. Aunque sólo fuera por esa mágica descripción de la Málaga de su infancia, que comienza diciendo:

Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos.
Colgada del imponente monte, apenas detenida
en tu vertical caída a las ondas azules,
pareces reinar bajo el cielo, sobre las aguas,
intermedia en los aires, como si una mano dichosa
te hubiera retenido, un momento de gloria, antes de hundirte para siempre en las olas amantes.

Pero en Sombra del Paraíso Aleixandre ha empezado ya a alejarse del surrealismo. Hay un lento camino desde esos versos de 'Muñecas', en Espadas como labios:

Un coro de muñecas
cantando con los codos,
midiendo dulcemente los extremos,
sentado sobre un niño;
boca, humedad lasciva, casi pólvora,
carne rota en pedazos como herrumbre.

hasta ese conmovedor 'Llueve', en Poemas de la consumación:

En esta tarde llueve, y llueve pura
tu imagen. En mi recuerdo el día se abre. Entraste.
No oigo. La memoria me da tu imagen sólo.
Sólo tu beso o lluvia cae en recuerdo.
Llueve tu voz, y llueve el beso triste,
el beso hondo,
beso mojado en lluvia. El labio es húmedo.
Húmedo de recuerdo el beso llora
desde unos cielos grises
delicados.
Llueve tu amor mojando mi memoria,
y cae, cae. El beso
al hondo cae. Y gris aún cae
la lluvia.

Hoy he releído esos y otros muchos poemas de Vicente Aleixandre, que sobrevivían todavía en libros muy viejos, agostados ya y desencuadernados, en mi biblioteca. Siempre es un riesgo releer a autores que en la primera juventud nos entusiasmaron. En mi caso, no todos me siguen despertando el mismo entusiasmo. Pero hoy, después de releerlas con la misma emoción de entonces, las poesías de Vicente Aleixandre ocupan todavía un puesto muy alto en el podio de mis autores más admirados. Y de mis paraísos imposibles.

Por aquella mano materna fui llevado ligero
por tus calles ingrávidas. Pie desnudo en el día.
Pie desnudo en la noche. Luna grande. Sol puro.
Allí el cielo eras tú, ciudad que en él morabas.
Ciudad que en él volabas con tus alas abiertas.

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