sábado, 7 de abril de 2018

Carilda

Eran los primeros años de Internet. Los buscadores apenas alcanzaban a rastrillar un puñado de direcciones, los modems transmitían a velocidades de caracol soñoliento y los blogs ni siquiera habían sido inventados. En una de aquellas búsquedas me topé con ella.

Carilda Oliver. Nunca había leído aquel nombre antes. Sus poesías me fascinaron. Habrían encajado perfectamente en cualquier antología de la generación del 27. ¿De dónde había salido? ¿Por qué a mí nunca me había llegado aquella voz evocadora y potente de mujer enamorada mil veces y mil veces despechada? La respuesta era muy simple: aquellos versos que me acababan de deslumbrar venían de Cuba.

Ya era milagro que de Cuba saliese siquiera un átomo de información, y debí haberme conformado, pero quise saber más. Escribí a quienes habían publicado aquellos versos, les pedí más información, les manifesté mi admiración. El silencio fue la única respuesta. Pasaron los años, sus versos desaparecieron de un disco duro que un buen día me dejó tirado, y con él se fue mi recuerdo de Carilda Oliver.

Hace unas horas, leyendo la biografía de Humberto Costantini en Wikipedia, de pronto el nombre de ella reaparece en mi memoria. ¿Por qué? No tengo ni idea. Primero, borrosamente, el nombre propio (resultó que no era Casilda). Después, en seguida, el apellido. Misterios de la mente humana.

Han pasado muchos años desde que la antología de Gerardo Diego despertó mi pasión por la poesía. De todos aquellos autores, sólo Vicente Aleixandre perdura en mi biblioteca. Hace un cuarto de siglo que no escribo poesía, porque creo que ya expresé en ese género todo lo que tenía que expresar, y cuando un autor llega a ese punto lo mejor que puede hacer es callarse. Pero sigo siendo capaz de degustar unos versos bien escritos. No en vano soy admirador incondicional de Góngora.

La poesía de Góngora es muy difícil. Hay que leerla palabra a palabra, a ser posible cotejándola constantemente con la 'traducción' de Dámaso Alonso para desentrañar las incomparables imágenes que encierra. Pero incluso sin entender nada, la musicalidad de sus vocales y consonantes y el poder evocador de sus imágenes fulgurantes son un regalo para el oído. Si uno no entiende qué demonios quiere decir, por ejemplo, aquello de "la menor onda chupa al menor hilo", debe saber que la poesía de Góngora, como muchas otras, tiene dos niveles: el de la forma y el del contenido. Y los dos son excelsos.

Los poemas de Carilda Oliver, como buena parte de la poesía mundial, no siempre se entienden. Combinando palabras, ritmos y rimas, uno llega a percibir sospechas de erotismo, de emoción o de autobiografía, pero las combinaciones son deslumbrantes. También los cuadros de Kandinski tienen dos niveles, y para disfrutar de ellos no es necesario desentrañar las banalidades del punto y la línea en el plano, que para el pintor eran la justificación de la belleza.

Carilda Oliver no es Góngora. Cuando uno no entiende bien qué es lo que le hizo a aquella señora aquel amante pasajero aquella noche de luna menguante, la lectura se hace un tanto tediosa, pero de cuando en cuando un soneto o un poema brillantemente escritos y que, además, se entienden (no siempre del todo) lo dejan a uno extasiado. Como muestra, reproduzco aquí hoy unos poemas breves suyos que me han parecido magistrales. Feliz lectura.


Me lo aprendí una noche de azul lento,
bajo la luna abierta encaramada
como niña de luz, en la portada
sonámbula oficial del firmamento.

Me lo aprendí esa noche. De su acento
salía una caricia inusitada;
y en la esquina tenaz de su mirada
me tropecé desnuda con el viento.

Desde entonces anuncia cada cosa
que ha tirado a mis pies, como una rosa,
el corazón absurdo en que vivía.

Y no sé si por eso me persiste
este alegre dolor de ser tan triste
con que sigo durando todavía.



        Error de magia

¿Sería aquel beso
ya clavándose
sin que supieras darle cuerda
para que saliese a bailar con el domingo?

¿Sería aquel beso
que no quiso mirar el mediodía
y tú, alarmado,
le echaste muchas cosas a ver si lo arrastrabas:
una corriente de merluzas,
el humo del tabaco,
la saliva?

Un beso, nada más que un beso,
sólo un beso,
el simple juego de los labios,
que huyó una noche como perdido de otra alma
y sin saberlo fue tu penitencia.

Todo por un malabarismo sin fortuna,
por un error de magia,
por un ángel hirviendo en la redoma
que al fin se volvió malo
y te tapó la boca.
¿Así que te moriste, mi amor, de pura hambre,
ahogado por un beso
que nunca supo que tenía alas?



   Que yo era una mentira de la luna

No vuelvas, no, porque la noche es una
hechicera cordial que te ha perdido;
verás que ya no soy milagro ardido:
que yo era una mentira de la luna.

No vuelvas, no, porque será importuna
tu palabra de amor contra mi oído;
verás que no es de besos mi vestido:
que yo era una mentira de la luna.

Quédate como el sueño, desasido.
No vuelvas, no, porque tal vez alguna
maldición se descuelgue del olvido

y te toque en un ímpetu de tuna.
Verás, amor, verás que no he vivido:
que yo era una mentira de la luna.


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