Todos hemos deseado alguna vez viajar en el tiempo. Y lo hemos hecho. Rebobinando las películas en videocassette, en los años 90, o apretando la tecla 'Deshacer' en nuestra pantalla, todos o casi todos hemos viajado en el tiempo. Pero, incluso aunque no hiciéramos nada o nos quedáramos dormidos, estaríamos también viajando en el tiempo, querámoslo o no, a la inexorable velocidad de 60 minutos por hora. El problema es que, hagamos lo que hagamos, el tiempo siempre termina arrastrándonos en una única dirección.
El tiempo es también un viaje desde el orden hacia el desorden. Un vaso puede romperse en mil pedazos, pero esos mil pedazos nunca se levantarán solos del suelo para volver a juntarse en el vaso y dejarlo como estaba. Es cierto, podemos recogerlos uno por uno y después pegarlos, pero para eso tendremos que mover unos cuantos músculos, y para mover esos músculos necesitaremos una energía que sólo podemos conseguir desordenando alimentos en nuestro estómago. No hay escapatoria. Y, por si esto fuera poco, la teoría de la relatividad nos dice que para viajar en el tiempo hay que conseguir moverse más aprisa que la luz.
La velocidad de la luz es una barrera que divide dos mundos. En el nuestro, por mucho que aceleremos no podremos jamás alcanzarla, porque necesitaríamos una cantidad de energía infinita. Al otro lado de la barrera, un objeto podría moverse más aprisa que la luz, pero nunca podría frenar hasta alcanzar la velocidad de la luz, porque para ello necesitaría también una energía infinita. Cosas de la física.
En realidad, ni siquiera sabemos lo que es el tiempo. No sabemos si es infinitamente continuo o si está hecho de átomos, como la materia. No sabemos si en algún confín remoto del universo, o en algún futuro o pasado lejanísimos, el tiempo se curva sobre sí mismo y un paseante podría encontrarse con su bisabuelo a la vuelta de la esquina. En el interior de un agujero negro, si se dieran las condiciones adecuadas, retroceder en el tiempo sería posible, pero entonces no sería posible retroceder en el espacio.
Muchos físicos se han devanado los sesos con la teoría de la relatividad para encontrar soluciones que permitan viajar en el tiempo. El problema no es que tales soluciones no existan, sino que en nuestro universo no parecen realizables. Quizá la más interesante es la que propuso el físico mexicano Miguel Alcubierre en 1994, que consistiría en contraer el espacio por delante de nuestra nave y expandirlo por detrás. Pero ni siquiera sabemos si sería materialmente posible construir un aparato que hiciera eso.
Otra solución es la que propuso el físico ruso Serguéi Krasnikov en 1995, y que es conocida como el “tubo de Krasnikov”. El tubo de Krasnikov es algo así como un agujero de gusano, cuyas paredes no estarían hechas de materia, sino que serían una distorsión del espacio-tiempo. Si fuera posible viajar en un tubo de Krasnikov, un astronauta tardaría sólo un año y medio en recorrer 3000 años-luz. El único problema es que, a su regreso, en nuestro planeta habrían transcurrido 6000 años, y su novia probablemente se habría cansado de esperar.
En teoría al menos, también sería posible viajar en el tiempo si pudiéramos construir un cilindro de longitud infinita y hacerlo girar muy aprisa, tal como propuso Frank Typler en 1974. Pero ¿cómo vamos a construir un cilindro infinito si ni siquiera sabemos si nuestro universo tiene fin? Además, no debemos olvidar el problema más grave: si un crononauta malvado viajara al pasado y consiguiera matar a su tatarabuelo antes de que tuviera descendientes, entonces el asesino no podría haber nacido, y por lo tanto desaparecería al instante. Justicia poética... Para resolver esta paradoja, algunos físicos argumentan que los viajes en el tiempo en realidad nos llevarían a un universo paralelo, donde el malvado crononauta podría hacer de las suyas sin por ello dejar de existir.
La fantasía de viajar en el tiempo existe desde hace milenios. Aparece ya en el Mahabárata, el libro sagrado de la religión hindú, que fue escrito hace casi 3000 años. Fue evocada también por un discípulo de Buda, en el siglo VI antes de nuestra era. Y una leyenda japonesa del siglo VIII nos cuenta la historia de Urashima Taró, un pescador que habría viajado 300 años hacia el futuro. En literatura, la novela más conocida es La máquina del tiempo, de Herbert George Wells, pero muy pocos saben que un español se le adelantó en ocho años. Aquel pionero de la ciencia ficción fue un diplomático madrileño llamado Enrique Gaspar y Rimbau, y su novela se titulaba El anacronópete.
Gaspar y Rimbau fue un niño prodigio. Era hijo de actores, y escribió su primera zarzuela a los 13 años. Un año después era ya columnista de La ilustración valenciana, y al año siguiente su madre llevó a la escena su primera comedia. Gaspar se casó con una aristócrata, y a los 27 años entró en el cuerpo diplomático, que lo llevó a lugares del mundo tan diversos como Grecia, Francia, China, Macao y Hong Kong.
El anacronópete, que significa algo así como 'aquello que vuela al revés que el tiempo', era una caja de hierro movida por energía eléctrica. La energía servía no sólo para propulsar la nave, sino también para generar un fluido -el 'fluido García'- que rejuvenecía a los pasajeros a medida que viajaban hacia el pasado. En el interior de la nave había maravillas tecnológicas tan sorprendentes como una escoba que barría sola. El inventor de aquella extraña nave era el científico zaragozano Sindulfo García, y entre los pasajeros había varias ancianas francesas de 'moral reprobable' que el alcalde de París había enviado para que se rejuvenecieran, a ver si así retornaban a las buenas costumbres.
La trama de la novela es rocambolesca. El viaje en el tiempo los lleva primero a la batalla de Tetuán, y después a Granada en el año 1492. La expedición se aleja después hasta el año 220 en China, donde el emperador explica a los viajeros que los chinos por aquellas fechas ya habían inventado la imprenta. Entre tanto, mientras el emperador les pide que le entreguen a la pasajera Clarita a cambio del secreto de la inmortalidad, la momia de la emperadora, que don Sindulfo había metido en la nave al emprender el viaje, rejuvenece tanto que resucita, y le pide a Sindulfo que se case con ella. Pero Sindulfo en realidad ama a Clarita, que a su vez... está enamorada del capitán. El enredo está servido.
Finalmente, después de visitar Pompeya durante la erupción del Vesubio y seguir alejándose en el tiempo hasta los días del diluvio universal, el enloquecido don Sindulfo aprieta al máximo el acelerador, y al llegar al origen del universo la nave termina... explotando.
* En agosto pasado, cuando escribí mi cuento 'La caja fuerte', no tenía ni idea de la existencia de la novela de Gaspar y Rimbau. Anoche, cuando leí la descripción del anacronópete, me faltó poco para dar un respingo: una caja de hierro que viaja en el tiempo... ¿Sorprendente coincidencia, o recuerdos del futuro? Se me ocurre que quizá ninguna de las dos cosas. ¿Es posible que yo en realidad sí hubiera leído alguna vez algo sobre aquella novela y, simplemente, lo hubiera olvidado? Es lo mas probable. Pero lo cierto es que no recuerdo absolutamente nada, maldita sea.
lunes, 25 de diciembre de 2017
Viajar en el tiempo
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