Prohibido fumar, decir palabrotas y hablar con el conductor
Hace algunos meses tuve ocasión de conversar con el hijo de unos amigos sobre ciertos aspectos de la vida moderna. El no entendía mi aversión a los viajes en avión, y le tuve que explicar que hubo un tiempo en que, a diferencia de ahora, los aeropuertos no se parecían en nada a un campo de concentración. No había aglomeraciones, ni controles, ni cámaras. Uno, simplemente, se iba caminando desde el mostrador de facturacion hasta la puerta de embarque y, al rato, en un asiento espacioso de un avión le servían una comida generosa con cubiertos de metal y una botellita de vino. En clase turista. Y se podía fumar. Sí, en el avión.
Viendo la expresión de sorpresa de aquel muchacho, por un instante tuve la sensación de estar contando un cuento de hadas.
"Pero ahora los controles son necesarios", replicó él. "Si no los hubiera ..."
Efectivamente, ahora los controles son necesarios. Pero digamos con todas las letras lo que eso significa: no sólo hemos perdido calidad de vida. Hemos perdido libertad. Y mucha. ¡Bien por el progreso!
Rebelión en la granja (pero sin huevos)
Aquella conversación me recordó otra que mantuve hace algunos años con un sobrino. El veía con simpatía la gestación de un 'nuevo' partido político de ideas más rancias que Carracuca. Mi sobrino no tenía ni idea de que aquel ideario politico ya había sido ensayado en muchos paises, con un saldo aproximado de cien millones de muertos y muchos más millones de horas de colas, penuria, escasez, hambre, torturas y control despiadado del individuo por el Estado.
En algún momento, inevitablemente, la conversación derivó hacia los años del franquismo. Su idea de aquel periodo histórico era más o menos la que predica machaconamente la propaganda bienpensante. A saber: Franco fue un psicópata sanguinario que se dedicó a empobrecer y hacer todo el daño que pudo a los españoles durante cuarenta años, y la represión del franquismo fue...
Lo interrumpí. "¿Sabes una cosa? Yo estuve en Praga en 1971", dije. "Y allí el control del Estado sobre las personas era tan monstruoso que entré en estado paranoico. Literalmente. Llegué a creer que nunca me dejarían salir. Aquello no era un país; era una cárcel gigantesca, y cuando regresé a la España de Franco me sentí libre, ¡libre!, como un pajarillo silvestre".
Así fue. En mi país no me sentía vigilado. A nadie le importaba cuánto dinero gastaba, qué compraba, cuánta gasolina consumía o dónde pasaba cada noche. Podía comprar infinidad de libros inencontrables en la Checoslovaquia socialista y, excepto los estancos, ninguna tienda estaba controlada por el Estado. Además, en comparación, las tiendas españolas estaban abarrotadas de productos, en cantidad y en variedad. Mi sobrino me miraba con cara de incredulidad.
No te vayas, rianxeira, que te vas a marear
"¿Y la represión?", leí en su mirada. "El régimen de Franco no tuvo oposición democrática", le expliqué. "La represión recaía sobre los grupos de extrema izquierda, que pretendían derrocar aquel régimen para sustituirlo por una democracia 'popular'. Es decir: Checoslovaquia. El horror".
Y era cierto. En aquellos años -igual que ahora-, había que ser un ignorante imperdonable o tener realmente muy mala entraña para ser maoísta, leninista, trotskista o prosoviético. Pero si uno defendía ideas democráticas, la represión que padecía era entre benévola y nula. Peor lo tenemos hoy los que no creemos en el calentamiento global.
En mi experiencia personal, la única represión que viví con rabia y desesperanza durante el franquismo fue la que ejercía la iglesia católica. En nuestros días, la obsesión por el colesterol y el cambio climático es un auténtico tostón, pero en aquellos tiempos la obsesión por la castidad femenina era, para un adolescente como yo, sencillamente insufrible.
Sin embargo, la iglesia católica ha sentido siempre una atracción satánica por las fuerzas del Mal, y con el Concilio Vaticano II se pasó de la Inquisición al marxismo-leninismo sin emitir un suspiro. Aquel cambio de chaqueta espectacular puso en marcha la inexorable ley del péndulo, hasta el punto de que hoy en día está ya mal visto no ser hermafrodita, o tener ideas propias, o criar hijos en lugar de perros. Y, por supuesto, añorar la libertad de hace medio siglo.
Debajo de los adoquines está la playa
Una libertad que, idependientemente del país o del régimen político, era mucha. Eran los tiempos en que uno sólo tenía obligación de enseñar el DNI a la policía, y nunca a la cajera del supermercado o a la secretaria del dentista. Tampoco había cámaras de vigilancia por ninguna parte, y la delincuencia era mucho menor que ahora. Uno podía entrar a cualquier edificio oficial sin pasar por ningún control de metales, y había libertad para ponerse o no el casco en las motos o el cinturón de seguridad.
Como había muchos menos funcionarios y muchos menos políticos, tampoco había que pagar impuestos. En los autobuses, ninguna autoridad tenía que reservar asientos para los ancianos, porque los propios pasajeros les cedían el suyo. Y cuando uno quería apearse en la próxima pedía amablemente pasar en lugar de emprenderla a empujones como los gorilas.
En aquellos tiempos todos sabían redactar, y escribían con pocas o ninguna falta de ortografía. Todos sabíamos por dónde pasaba el Ebro y dónde estaba Albacete. En las cartas nadie escribía jajajaja, y en los telegramas uno ponía lo estrictamente necesario. Quienes aprobaban unas oposiciones podían pedir plaza en cualquier rincón del país sin necesidad de aprender ninguna lengua local. El tomate sabía a tomate, los huevos sabían a huevo y el pan sabía a pan. Todas las noches regaban las aceras, y sólo los locos hablaban solos por la calle.
Además, los parques eran sólo para pasear y disfrutar apaciblemente del aire libre. Las playas eran playas, y no calles, como ahora. La Tierra no se estaba calentando, sino que se encaminaba a una glaciación, pero a nadie le importaba un comino. Como no había videojuegos y apenas había televisión, la gente tenía ingenio y mucho sentido del humor. Y, como todos teníamos ideas propias, no teníamos necesidad de tatuarnos para distinguirnos unos de otros.
En el balneario de Parménides
Las argollas en la nariz, en los pezones o en el clítoris eran sólo cosa de los aborígenes de selvas remotas. Los jóvenes sabían bailar, y nadie tenía necesidad de acarrear botellas de agua por la calle, y mucho menos de agua mineral. Los escritores sabían redactar y no escribían lo primero que les pasaba por la cabeza, como ahora. Los juguetes eran escasos, y la imaginación, por consiguiente, desbordante. Las películas en blanco y negro eran en blanco y negro, y no coloreadas.
Pese a todo, hay cosas que no han cambiado. Antes todos los informativos contaban las mismas patrañas. Ahora, también. Antes se podía votar entre dos o tres opciones prácticamente indistinguibles. Ahora, también. Antes, la moral la dictaban los paniaguados del clero. Ahora, los paniaguados de la política. Antes había que respetar una religión que menospreciaba a las mujeres. Ahora, también. Antes había caciques. Ahora hay comunidades autónomas.
Es cierto, también hemos progresado. Hoy en día todos los automóviles tienen aire acondicionado. Hay aspiradoras que funcionan solas, y dentro de poco los frigoríficos encargarán el salchichón en bable a la tienda de ultramarinos. Todas esas maravillas nos liberan, y con su libertad cada uno hace lo que le viene en gana, pero para mí el progreso no es un fin en sí mismo, sino simplemente un medio. Un medio para desarrollar al máximo nuestro potencial como personas. Para ser más creativos, más autónomos, más generosos. Ese es el baremo con el que deberíamos medir los cambios históricos, porque es el criterio que mide ni más ni menos que la dignidad humana.
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viernes, 16 de junio de 2017
Contrastes
a las 23:49
Palabras clave: católica, dictaduras, Franco, ideología, libertad, manipulación, URSS
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