domingo, 21 de julio de 2013

Sociología web

Se me acaba de ocurrir el título que encabeza este texto, que sintetiza en dos palabras un nuevo marco de estudio o maná que acaba de caerles a los sociólogos out of nowhere: la Web.

Sólo falta que lo sepan digerir. Porque mi tesis es que la semántica dará algún día a los sociólogos una formidable herramienta cualitativa para estudiar las sociedades, aunque la formalización científica de nuestra humana semántica (web o no) aguarde todavía en algún kilómetro futuro del túnel del tiempo.

Cuando digo 'científica' me estoy refiriendo a un tipo de ciencia distinta de lo conocido. Una ciencia acatadora de sus propias leyes, coherente y predictiva, pero distinta. ¿En qué?

La sociología actual coquetea con el rigor científico. El análisis del individuo es (cada vez en menor medida) individual, pero el análisis de un grupo o estrato social es esencialmente estadístico. No tengo objeciones lógicas (viscerales, sí) contra la estadística aplicada al individuo, pero ¿quién decide el universo de muestras antes y después de hacer qué experimento?

En otras palabras: ¿quién decide dónde termina y dónde empieza el fenómeno social? Una encuesta puede ser estadísticamente intachable, pero ¿cómo la leemos? Es más: ¿qué debemos entender por 'fenómeno', y cómo identificaremos uno? A primera vista, la atracción gravitatoria es más predecible que la asistencia a un oficio religioso, la tasa de divorcios o el porcentaje de abandono escolar. La distribución estadística de los colores de todos los cuadros abstractos del siglo XX podría informarnos de que el amarillo fue el color predominante, pero ¿nos induciría eso a clasificar las etapas pictóricas en términos de colores predominantes?

Puede parecer que exagero. Al fin y al cabo, existe el sentido común y, para una mayoría estadística de la sociedad, unas rutinas cotidianas y unas convenciones sociales. Habría que argumentar denodadamente para convencer a una agencia publicitaria de que los simpatizantes del amarillo se merecen un anuncio aparte, pero no tanto de que los perfumes femeninos tienen que ser esencialmente distintos de los masculinos. Hasta hace sólo una generación, el sentido común y, en muchos casos, una cómoda mansedumbre frente a los dictados de la moda han permitido a los sociólogos salvar la cara. Pero ahora existe Internet.

Si la sociología estudia las interacciones de los individuos, no hay mejor sitio que Internet para codificar esas interacciones y para dejar constancia de ellas. Ya sea en palabras, iconos, pinchazos o teclazos, todos degustamos ya cotidianamente el sabor dulce de "Tiene usted un mensaje" (de esa persona amada) y el amargo de "Error fatal - Rellene el formulario de nuevo". Todo en código ASCII. Registrable. Copiable. Interpretable. Utilizable.

Es verdad que en la comunicación cara a cara hay mensajes que no son fácilmente codificables. Pero para la sociología esos mensajes son individuales y, por lo tanto, irrelevantes. Todo lo demás está en Internet. Codificado. Clasificable. Procesable.

Sin embargo, además de ser una herramienta formidable para controlar la sociedad, Internet nos pone también en las manos la posibilidad de practicar la democracia directa. Sin calificativos. Un voto es un contrato en virtud del cual el ganador se compromete a cumplir las cláusulas convenidas (su programa electoral). Desde antiguo, nuestros representantes aseguran defender nuestros intereses, y hasta hace poco tenían una buena coartada para incumplir su palabra: no podían conocerlos en tiempo real. Ahora pueden.

Nuestros representantes de hoy luchan contra el futuro, y perderán. Querámoslo o no, la instantaneidad de las comunicaciones va a demoler los cimientos del viejo mundo y sustituirlos por otros radicalmente distintos. No sé si mejores, y sospecho que ese nuevo mundo no me va a gustar, pero eso es ley de vida.

Me consuelo pensando que, probablemente, lo que nunca va a cambiar es la distribución de ángeles y demonios. Puede que en el nuevo mundo haya menos ángeles, pero mucho más luminosos. Y también podría ser que, como ya sucedió en siglos pasados, los demonios tomen el control en grandes extensiones geográficas e incluso en largos periodos de tiempo. Pero, hasta el presente -y son ya muchos milenios- ni unos ni otros han conseguido ganar la batalla.

En fin de cuentas, nuestra capacidad para ser felices seguirá dependiendo de nuestra capacidad para conformarnos... o de nuestra energía para seguir buscando. Entre el clavel y la rosa, Su Majestad escoja.

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sábado, 13 de julio de 2013

Tolerancia

Había en París hace algunos años unas señales de aparcamiento que yo nunca había visto en ningún otro país. Cuando lean el texto que aparecía en aquellas señales, pocos viajeros se sorprenderán:

                  STATIONNEMENT TOLÉRÉ

Con independencia de lo que diga el pintoresco DRAE, la palabra 'tolerar' me sugiere inescapablemente la idea de que alguien se ha pasado de la raya: el tolerado. Centrémonos. Usted permite o no permite estacionar, pero si lo permite no me venga con monsergas.

Supongo que los que no pertenecemos a esta generación aprendimos ese verbo en nuestra infancia, como preludio de algún rapapolvos doméstico. En aquellos tiempos, "No te tolero que..." significaba con bastante aproximación que alguien poderoso estaba al límite de su paciencia. Era un grito de guerra, no una admonición. Por eso, cada vez que yo pasaba junto a aquella señal parisina de camino al trabajo sentía, en profundidades abisales de mi conciencia, que una Autoridad lóbrega, algún funcionario oscuro rodeado de archivadores descoloridos, me estaba perdonando la vida. Y, sutilmente pero que quede constancia, intimidando. Y además en francés, que es más rococó.

Al empezar a escribir esto no tenía ninguna intención de fustigar la grandeur. Fustigar lo galo no tiene mucho mérito, pero es que aquélla fue probablemente la última vez que interpreté la palabra 'tolerar' en sentido negativo. En poco tiempo, se infiltró en nuestra sociedad (empezando, naturalmente, por sus medios de comunicación) un nuevo dogma apostólico posmoderno: la tolerancia. La conciencia de que, si alguien piensa sinceramente que Menganito es un miserable, tiene libertad para decírselo a la cara excepto si Menganito es negro, homosexual, discapacitado, transexual, menor, nacionalista, mendigo, laico, inmigrante o Menganita. O sea, casi siempre.

He oído rumores (probablemente, en algún telediario) de que estamos en la era de la libertad sin restricciones. Yo siempre había creído que mis derechos terminaban donde empezaban los de los demás, pero cuán equivocado estaba. En un mundo tan políticamente exquisito como el nuestro, la libertad de los demás empieza precisamente donde termina la mía. Me explico: uno está tranquilamente en su terraza tratando de no perder el hilo de sus pensamientos, y de repente una voz humana como de subasta de pescado lo jalea enérgicamente para que aplauda a unos delfines. Como lo leen. A ojo de buen cubero, los delfines de marras están como a dos kilómetros de mi terraza y, aun así, no puedo evitar la sensación de que el portador de esa voz está en mi propia casa, a pocos centímetros de mi oído.

Me dirán que gritar en un lugar público no es para rasgarse las vestiduras. Es cierto, sucede desde los tiempos del hacha de sílex, y se terminará cuando salgamos del paleolítico. No importa mucho en la medida en que uno puede huir, aunque sea a costa de un disgusto con Lolita o de un camarero raudo que quiere cobrar la cuenta. Si yo no soy persona que soporte los gritos, el mundo ciertamente es muy ancho pero, en último término, me reconfortará saber que siempre puedo refugiarme en mi casa. Lo malo es cuando ya estoy en mi casa.

No terminaría nunca de relatar todos los episodios de mi enemistad con el ruido. Desde un perrito vecino capaz de ladrar las 72 horas completas de cada fin de semana hasta una galopada de niños permanente en el piso de arriba. Pasando, naturalmente, por el camión de la basura, las obras en la calle, las broncas del vecino, la música que traspasa los tabiques, los pitidos de los semáforos para sordos, la tabarra pastosa de los altavoces de los aeropuertos, las conversaciones con el móvil en el tren, la música ambiental a volumen de discoteca, los niños histéricos, las radios de los taxis, las máquinas de barrer supermercados, los acordeonistas junto al oído en las terrazas frente al mar, las sirenas taladrantes de las ambulancias o el volumen de las películas en los cines. Y, en el campo, los perros insomnes.

En estos lares en que vivo yo tenemos, además, unas cuantas fuentes de ruido autóctonas. Las fallas, por supuesto, más los festejos nupciales trasnochantes, la indescriptible Fórmula 1, las machaconas capoeiras de los jardines públicos, los jolgorios nocturnos a 200 dB en la Ciudad de las Ciencias (el lugar más apropiado, ¿verdad?), o la música ambiental del Mercadona. Tierra, trágame.

Tampoco tenía intención hoy de hablar del ruido, aunque es cierto que tarde o temprano tenía que salir. A trueque de que me envíen a un gulag, confieso no sólo que no soporto el ruido, sino que amo el silencio y los rumores de la naturaleza. Y, a trueque de tener que acarrear los pedruscos más gruesos del gulag, confesaré también, ya puestos, que no tolero que me toleren. Si alguna vez llego a ser una lesbiana coja de nueve años que mendiga limosna para la secesión de Uganda del Norte, por favor, no se molesten en tolerarme. Y, si son tan amables, sigan llamándome Ricky.

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domingo, 7 de julio de 2013

Las risas, las misas

Hacía poco tiempo que vivía yo instalado en Barcelona. Había oído hablar mucho de un grupo teatral que estaba teniendo gran éxito, y una amiga me propuso un día acudir a verlos. Así hicimos. El teatro era muy grande, y estaba completamente lleno. El grupo tenía un nombre extrañamente infantil que debió hacerme sospechar: El Tricicle. Eran tres mimos, y el espectáculo era cómico. Cuando por fin se apagaron las luces, se hizo un silencio vagamente religioso.

Entonces se levantó el telón. En el centro del escenario estaba uno de los tres componentes del grupo, de pie, quieto. Sonaron ya las primeras risas. Al cabo de unos segundos, el personaje se rascó una oreja. El público rompió a reír estrepitosamente. Lo que sucediera después no importa mucho porque, tuvieran o no gracia aquellos gags (en general, eran muy pueriles), era evidente que el público iba a reír de buena gana cualquier situación que les propusieran aquellos tres personajes.

Recordé entonces las películas españolas que veía de niño en el cine. Había en aquellos años unos cuantos actores cómicos que el público adoraba y que representaban siempre el mismo papel, siempre muy histriónico y gesticulante. Bastaba que uno de ellos apareciera en la pantalla para que el público estallara en carcajadas. Olvídese usted del humor inteligente. Aquello era un trato. Los espectadores habían ido allí a reírse, y les estaban dando la misma receta que les había hecho reír la vez anterior.

Para mí, el humor es inseparable del efecto sorpresa pero, como El Tricicle y José Luis López Vázquez me han demostrado, hay otro tipo de humor que consiste en repetir siempre las mismas 'gracias'. De nada. Cuando he dicho que en aquel teatro de Barcelona se hizo un silencio religioso, no estaba usando una metáfora. Tanto aquella representación como las películas de José Luis López Vázquez y Gracita Morales eran lo más parecido a una misa: los feligreses sabían previamente lo que iba a suceder, y querían estar todos juntos para compartir aquel guión previsible.

Supongo que no todos los seres humanos estamos hechos de la misma pasta. A mí, las misas fueron el motivo que más me empujó a abandonar la religión. La sola idea de que tenía que asistir a un espectáculo que había visto ya docenas de veces era disuasoria, y aquel desprestigio semanal de sus organizadores iba erosionando mi nunca muy arraigada fe. Nunca he entendido por qué unas personas pueden necesitar juntarse todos los domingos para repetir exactamente la misma representación. ¿No se aburren?

Hubo una época en que consideré seriamente la posibilidad de instalarme en Ibiza, y así se lo comenté a una amiga que llevaba muchos años viviendo allí. En uno de mis frecuentes viajes a aquella amada isla, vine a pasar una noche en su casa, que estaba en mitad del campo. Desde Santa Eulalia hasta allí había sólo unos pocos kilómetros, y la carretera serpenteaba plácidamente a través de un bellísimo paisaje. No teníamos necesidad de usar dos coches, porque ella debía acudir a la mañana siguiente a Santa Eulalia, de modo que me llevó por la tarde a su casa y me depositó al otro día en el mismo lugar en que me había recogido. Estábamos ya de regreso cuando el coche llegó a una bifurcación.

"¿No podríamos ir por la derecha, mejor?", sugerí yo, levemente angustiado.

"¿Por qué? Se tarda un poco más, y por la izquierda el camino es más bonito".

"Es que por ahí ya pasamos ayer", respondí yo. "Es por no repetir".

Mi amiga se echó a reír.

"¿Y tú te quieres venir a vivir a Ibiza?"

Tenía razón, y en aquel mismo instante yo abandoné mis fantasías de vivir permanentemente en una isla de quince por veinte kilómetros cuadrados.

Hay, pues, dos tipos de seres humanos. No entraré en juicios, aunque los hechos demuestran que hacer reír con receta es mucho más fácil que sin ella. Por eso mis humoristas favoritos han sido siempre los más imprevisibles: los hermanos Marx, Buster Keaton, Bugs Bunny.

Me dirán que los dibujos animados son el más repetitivo de todos los géneros, pero yo no lo veo así. El zorro perseguidor siempre termina laminado por algún yunque caído del cielo, pero el ingenio que despliega en cada ocasión para tender esa nueva trampa que, irremisiblemente, se volverá contra él es el ingrediente clave de esos guiones. Si Bugs Bunny fuera descubierto por su mujer con una coneja en la cama o la amante tuviera que esconderse en un armario dejándose el sujetador en la consola, creo que sus películas no me interesarían.

Pese a que todos la experimentamos con gusto, no es mucho lo que sabemos de la risa. Uno estaría tentado de clasificarla con el estornudo o el bostezo, si no fuera porque la risa tiene, además, un ingrediente mental que nadie ha sabido exactamente explicar. Según el psicoanálisis, reírse es la forma en que manifestamos el placer de la transgresión. La cultura es, por definición, represiva, y el humor sería la espita que nos aliviaría la incomodidad de esa camisa de fuerza. En algún recoveco de nuestros anhelos, una parte de nosotros siempre desea retornar a aquel pasado en el que todo nos lo daban hecho y nada estaba prohibido. Visto así, los paraísos prometidos por algunas religiones quizá no son más que una comedia que, supuestamente, algún día nos hará reir.

Que yo sepa, sólo hubo un filósofo que escribió sobre la risa. Me parece encomiable que los filósofos, esos seres narcisistas que se esfuerzan por convencernos de la seriedad de sus divagaciones, dediquen una parte de su obra al sentido del humor. Este en concreto se llamaba Henri Bergson, y mi curiosidad por la risa me ha llevado a leer algún texto suyo, concretamente El tiempo y el libre albedrío. Los filósofos tienen algo que para mí es fascinante: son probablemente los únicos seres humanos a los que se permite ser prepotentes, y cuya prepotencia es incluso premiada, en muchos casos, con una cátedra universitaria. En el caso de Bergson, además, con el premio Nobel.

La condición humana está llena de sorpresas. Pero yo no me dejo deslumbrar por los abalorios. Mis incursiones en la filosofía siempre han terminado, si no con carcajadas, sí con largos bostezos, y en algún momento, inevitablemente, termino regresando a Zenón de Elea. Sus aporías, ésas sí, me producen un placer mucho más estimulante -y más inquietante- que la risa.

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