domingo, 24 de febrero de 2013

Babel

Siempre me ha fascinado la historia bíblica de la Torre de Babel. Es para mí una alegoría del choque inevitable entre la ambición del ser humano, ciega y sorda por naturaleza, y sus inevitables consecuencias cuando la realidad finalmente impone su ley. La reciente burbuja inmobiliaria y financiera ha sido un buen ejemplo de torre de Babel. Toda una generación de seres humanos ha aprendido, the hard way, que no es posible llegar al cielo simplemente porque lo estemos viendo cada vez más cerca, aunque me temo que tan amargas enseñanzas no sean garantía de que otra generación venidera, o incluso esta misma dentro de unos años, no volverá a intentar otra vez la misma hazaña.

Dice el Génesis bíblico que Dios dispersó a los seres humanos y confundió sus lenguas porque temió que "todos juntos podrían conseguir lo que se propusieran". El Dios del Génesis era posiblemente demasiado optimista, pero había en sus temores un punto de sensatez. En cualquier caso, se le puede excusar por no haber dado exactamente en el clavo, si pensamos que en los lejanos tiempos de Yahvéh la idea de Internet era inconcebible hasta para el más febril de los iluminados.

Y, sin embargo, aquí estamos. En septiembre de 2012, Facebook tenía casi mil millones de usuarios, y a día de hoy más de 400 millones de mensajes atraviesan el planeta todos los días a través de Twitter. No todos esos usuarios están juntos y no todos hablan la misma lengua, pero la situación empieza a recordar demasiado a la Babel bíblica poco antes de que sobreviniera la catástrofe. Lo que parece claro es que, en muy pocos años, las redes sociales han generado un cambio cualitativo de la sociedad mundial, y sería sorprendente que un vuelco de esa magnitud no tuviera consecuencias.

Los primeros síntomas, de hecho, empiezan a ser perceptibles. Hasta hace muy poco tiempo, la transimisión de noticias estaba en manos de profesionales. Siendo la información un bien tan goloso para el Poder, sería mucho pedir que los periodistas fueran inasequibles a la influencia de los poderosos, pero por lo menos tenían unos criterios para la selección de sus fuentes y la redacción de las noticias, respetaban unas ciertas normas éticas y, en los países más civilizados, la libertad de prensa aseguraba un cierto equilibrio entre unos y otros bandos, en cuyo centro uno podía presumir que se encontraba algo parecido a la realidad.

Todo ese edificio se está hundiendo a pasos agigantados. Los exiguos 140 caracteres de los mensajes de Twitter empiezan a ser ya una fuente de información aceptada, incluso por profesionales del periodismo. Basta con que alguien cree, por ejemplo, la cuenta @rickymango para que sus mensajes le sean atribuidos al autor de este blog, y las nuevas generaciones de periodistas, en su mayoría becarios sin experiencia de la vida, mal pagados, analfabetos y nacidos con un iPad entre los dientes, le otorguen una credibilidad suficiente. El autor de este blog es un don nadie leído por cuatro pelagatos, pero vaya usted a desmentir un tweet en el que Benedicto XVI, por ejemplo, declare que los sacerdotes finalmente podrán contraer matrimonio sin ir al infierno.

Peor aún: vaya usted a desmentir un tweet en el que el cardenal Bertone desmienta un tweet de Benedicto XVI desmintiendo una información anónima aparecida en Wikileaks según la cual la mafia homosexual está controlando la curia vaticana. Es una situación imaginaria, por supuesto, pero no absolutamente inverosímil, considerando el punto al que estamos llegando. ¿A alguien le recuerda esto los comienzos de la confusión que terminó con la torre de Babel? Confieso que a mí, sí.

Pero hay otra faceta de esta demoníaca torre de Babel que está siendo erigida gracias a Internet. La gratuidad de los servicios que media Humanidad está usando en la Web es un espejismo en el que pocos se han parado a pensar. Hay un viejo refrán que dice que nadie vende un duro a cuatro pesetas pero, gracias a la propaganda de medio siglo de socialdemocracia, la idea de que los servicios gratuitos son una realidad ha calado subliminalmente en la mayoría de la población. No sólo son gratuitos, se afirma vehementemente, sino que además son un derecho. No sólo eso, sino que se trata de conquistas sociales: la gratuidad, por lo visto, es sinónimo de progreso.  

En esa atmósfera de País de las Maravillas se ha criado ya toda una generación de jóvenes para los que un párrafo de cinco líneas, una frase con puntos y comas o una idea estructurada son tan inconcebibles como para Caín mantener una videoconferencia con Abel. Para esos jóvenes, además, la privacidad es un concepto más o menos tan extraterrestre como la galaxia Andrómeda, y la consecuencia de esa borrachera de gratuidad es que unas cuantas empresas cuyos escrúpulos desconocemos se han apoderado ya de prácticamente toda la información que es posible reunir sobre los habitantes de este planeta. Pero no sólo de la información estática, porque gracias al GPS una compañía telefónica, un detective privado o un agente de los servicios de inteligencia puede saber instantáneamente dónde se encuentra cada portador de un teléfono móvil. O sea, usted y yo. La fantasía de George Orwell no llegó nunca a tales alturas.

Movido por tales consideraciones (y por el alud de spam que entra todos los días en mi correo electrónico), esta misma mañana he borrado mis cuentas de Facebook, Twitter, Google+ y Linkedin. No ha sido fácil, no crean, y la experiencia no ha estado exenta de desagradables sorpresas. He descubierto, por ejemplo, que entre mis 'contactos' figuraban direcciones de personas que yo nunca he autorizado a incluir, y -la mayor sorpresa de todas- he encontrado, en un sitio web llamado Picasa, literalmente centenares de imágenes y fotografías mías que ni siquiera sospechaba haber subido a la red. Algunas de ellas, francamente privadas.

Que mis escasos lectores no se extrañen, pues, de los cambios que seguramente notarán en mis blogs. Han desaparecido de ellos todas las ilustraciones que en su momento inserté, y todos los contactos personales o enlaces a sitios que gozan de mis simpatías. No es éste el mundo en red que yo habría deseado, pero prefiero el anonimato franciscano a ser pasto de los tiburones en un futuro no muy lejano. El día en que pueda pagar con dinero el valor real de los servicios que me ofrecen volveré a intentarlo, porque sigo creyendo en el futuro de Internet. Pero, sinceramente, no quiero encontrarme debajo cuando se derrumbe la próxima torre de Babel.

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