jueves, 28 de febrero de 2013

Solidaridad


Después de darle muchas vueltas, he llegado a la conclusión de que la palabra 'solidaridad' no significa nada. Sucede con esta palabra lo mismo que con todos los términos políticamente correctos: que se usa para expresar una afiliación, no un significado. Está muy bien declararse solidario con las mujeres maltratadas, siempre y cuando ello no comprometa a recibir solidariamente una parte de los mamporros, y lo mismo cabe decir de las demás solidaridades. Uno puede ser solidario, por ejemplo, con el pueblo palestino sin necesidad de subirse a un autobús en Tel-Aviv con una bomba bajo los calzoncillos, o con la revolución cubana a condición de tener al lado de casa un supermercado con siete marcas de yogurt. Así da gusto.

El uso más antiguo que he identificado de la palabra 'solidaridad' está vinculado al nombre del viejo sindicato anarquista, precursor de la CNT: Solidaridad Obrera. Era el año 1907, y por aquel entonces los trabajadores manuales no luchaban por la dación en pago, sino solamente por la jornada laboral de ocho horas. A pesar de que el sindicato tenía todos sus afiliados en Cataluña, en aquellos tiempos la izquierda era internacionalista, y una proclama patriótica de Jordi Pujol les habría inspirado probablemente más carcajadas que ganas de replicar.

Creo que oí por primera vez una exhortación a la 'solidaridad' en alguna asamblea universitaria. El régimen del general Franco se acercaba a su fin, y en aquel río revuelto, tan inocente como nuestra tierna edad, futuros altos cargos de partidos hoy acusados de corrupción, que por entonces eran todavía de izquierda revolucionaria, se infiltraban poco a poco en fábricas, periódicos, institutos de enseñanza media, regimientos del ejército... y, por supuesto, en mi Facultad. Allí, desde tribunas improvisadas en clase de álgebra o termodinámica, y en el breve tiempo que tardaban los agentes de la brigada político-social en aparecer y disolver la asamblea, aquellos barbudos matriculados de una sola asignatura nos instaban a ser solidarios con cosas rarísimas. No sólo con los empleados de banca o los obreros de la SEAT, que para nosotros eran un mundo desconocido, sino también con las homilías de tal o cual cardenal, que sólo tres asambleas antes ellos mismos habían denunciado como aviesos proveedores de 'opio del pueblo'.

Después, en sólo veinte años, sucedieron muchas cosas. El Sr. Carrillo se quitó por fin aquella peluca ye-yé que tanto le favorecía, la izquierda republicana aceptó la Monarquía, el señor Berlinguer no consiguió el sorpasso y pasó a mejor vida, cayó el Muro de Berlín, y Dolores Ibárruri, como su odiado enemigo el general Franco, murió en la cama. Parecía que la palabra 'solidaridad' iba también camino del cementerio léxico cuando, impensadamente, un extraño conglomerado de ecologistas, altos cargos de las Naciones Unidas (dictaduras incluidas), viejos comunistas salvados por el Prozac, militantes de ONGs subvencionadas y, con un poco de retraso, los políticos de la derecha, resucitaron entre todos la palabreja de entre los muertos. ¡Oh, milagro!

Para entender hasta qué punto la solidaridad es un concepto chic, basta con asomarse a un buscador de Internet (por ejemplo, Startpage, que funciona igual que Google pero no registra la dirección IP de sus visitantes). Además de las previsibles invocaciones a la solidaridad con tal o cual pueblo oprimido, nos encontramos también con peticiones de solidaridad con los animales, las Malvinas argentinas, Benedicto XVI, la peña futbolística Bukaneros, los ciudadanos europeos, los imputados por los tartazos a la presidenta navarra, Fukushima o la flota de la caballa. En la variante adjetival encontramos, por ejemplo, el programa "Talento solidario" (Fundación Botín) o el 'alquiler solidario' (La Caixa), o curiosidades solidarias tales como los paddle, bonobús, bolígrafo, mantecado, recreo, deudor, cerdo, vino, arroz, surf, jabón o preservativo solidarios. ¿Quién da más?

Como todas las modas doctrinarias, tampoco ésta carece de consecuencias. La paranoia del cambio climático nos insta a separar las basuras en sofisticadas categorías medievales, y el terror al colesterol a ingerir toda una diversidad de alimentos más o menos tan sabrosos como el papel de periódico, pero la moda de la 'solidaridad' tiene a veces amargas consecuencias que el izquierdista de salón ignora o prefiere ignorar. Por ejemplo, los paquetes de alimentos 'solidarios' que cualquiera puede comprar en muchos mercados de Africa y que, naturalmente, nunca han llegado a su destino.

Actos de verdadera solidaridad los hubo, y seguramente todavía los hay, pero difícilmente lo sabremos, porque su objetivo principal no es salir en los telediarios. ¡Qué lejos en el tiempo queda ya la columna Durruti...!


Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License.

domingo, 24 de febrero de 2013

Babel

Siempre me ha fascinado la historia bíblica de la Torre de Babel. Es para mí una alegoría del choque inevitable entre la ambición del ser humano, ciega y sorda por naturaleza, y sus inevitables consecuencias cuando la realidad finalmente impone su ley. La reciente burbuja inmobiliaria y financiera ha sido un buen ejemplo de torre de Babel. Toda una generación de seres humanos ha aprendido, the hard way, que no es posible llegar al cielo simplemente porque lo estemos viendo cada vez más cerca, aunque me temo que tan amargas enseñanzas no sean garantía de que otra generación venidera, o incluso esta misma dentro de unos años, no volverá a intentar otra vez la misma hazaña.

Dice el Génesis bíblico que Dios dispersó a los seres humanos y confundió sus lenguas porque temió que "todos juntos podrían conseguir lo que se propusieran". El Dios del Génesis era posiblemente demasiado optimista, pero había en sus temores un punto de sensatez. En cualquier caso, se le puede excusar por no haber dado exactamente en el clavo, si pensamos que en los lejanos tiempos de Yahvéh la idea de Internet era inconcebible hasta para el más febril de los iluminados.

Y, sin embargo, aquí estamos. En septiembre de 2012, Facebook tenía casi mil millones de usuarios, y a día de hoy más de 400 millones de mensajes atraviesan el planeta todos los días a través de Twitter. No todos esos usuarios están juntos y no todos hablan la misma lengua, pero la situación empieza a recordar demasiado a la Babel bíblica poco antes de que sobreviniera la catástrofe. Lo que parece claro es que, en muy pocos años, las redes sociales han generado un cambio cualitativo de la sociedad mundial, y sería sorprendente que un vuelco de esa magnitud no tuviera consecuencias.

Los primeros síntomas, de hecho, empiezan a ser perceptibles. Hasta hace muy poco tiempo, la transimisión de noticias estaba en manos de profesionales. Siendo la información un bien tan goloso para el Poder, sería mucho pedir que los periodistas fueran inasequibles a la influencia de los poderosos, pero por lo menos tenían unos criterios para la selección de sus fuentes y la redacción de las noticias, respetaban unas ciertas normas éticas y, en los países más civilizados, la libertad de prensa aseguraba un cierto equilibrio entre unos y otros bandos, en cuyo centro uno podía presumir que se encontraba algo parecido a la realidad.

Todo ese edificio se está hundiendo a pasos agigantados. Los exiguos 140 caracteres de los mensajes de Twitter empiezan a ser ya una fuente de información aceptada, incluso por profesionales del periodismo. Basta con que alguien cree, por ejemplo, la cuenta @rickymango para que sus mensajes le sean atribuidos al autor de este blog, y las nuevas generaciones de periodistas, en su mayoría becarios sin experiencia de la vida, mal pagados, analfabetos y nacidos con un iPad entre los dientes, le otorguen una credibilidad suficiente. El autor de este blog es un don nadie leído por cuatro pelagatos, pero vaya usted a desmentir un tweet en el que Benedicto XVI, por ejemplo, declare que los sacerdotes finalmente podrán contraer matrimonio sin ir al infierno.

Peor aún: vaya usted a desmentir un tweet en el que el cardenal Bertone desmienta un tweet de Benedicto XVI desmintiendo una información anónima aparecida en Wikileaks según la cual la mafia homosexual está controlando la curia vaticana. Es una situación imaginaria, por supuesto, pero no absolutamente inverosímil, considerando el punto al que estamos llegando. ¿A alguien le recuerda esto los comienzos de la confusión que terminó con la torre de Babel? Confieso que a mí, sí.

Pero hay otra faceta de esta demoníaca torre de Babel que está siendo erigida gracias a Internet. La gratuidad de los servicios que media Humanidad está usando en la Web es un espejismo en el que pocos se han parado a pensar. Hay un viejo refrán que dice que nadie vende un duro a cuatro pesetas pero, gracias a la propaganda de medio siglo de socialdemocracia, la idea de que los servicios gratuitos son una realidad ha calado subliminalmente en la mayoría de la población. No sólo son gratuitos, se afirma vehementemente, sino que además son un derecho. No sólo eso, sino que se trata de conquistas sociales: la gratuidad, por lo visto, es sinónimo de progreso.  

En esa atmósfera de País de las Maravillas se ha criado ya toda una generación de jóvenes para los que un párrafo de cinco líneas, una frase con puntos y comas o una idea estructurada son tan inconcebibles como para Caín mantener una videoconferencia con Abel. Para esos jóvenes, además, la privacidad es un concepto más o menos tan extraterrestre como la galaxia Andrómeda, y la consecuencia de esa borrachera de gratuidad es que unas cuantas empresas cuyos escrúpulos desconocemos se han apoderado ya de prácticamente toda la información que es posible reunir sobre los habitantes de este planeta. Pero no sólo de la información estática, porque gracias al GPS una compañía telefónica, un detective privado o un agente de los servicios de inteligencia puede saber instantáneamente dónde se encuentra cada portador de un teléfono móvil. O sea, usted y yo. La fantasía de George Orwell no llegó nunca a tales alturas.

Movido por tales consideraciones (y por el alud de spam que entra todos los días en mi correo electrónico), esta misma mañana he borrado mis cuentas de Facebook, Twitter, Google+ y Linkedin. No ha sido fácil, no crean, y la experiencia no ha estado exenta de desagradables sorpresas. He descubierto, por ejemplo, que entre mis 'contactos' figuraban direcciones de personas que yo nunca he autorizado a incluir, y -la mayor sorpresa de todas- he encontrado, en un sitio web llamado Picasa, literalmente centenares de imágenes y fotografías mías que ni siquiera sospechaba haber subido a la red. Algunas de ellas, francamente privadas.

Que mis escasos lectores no se extrañen, pues, de los cambios que seguramente notarán en mis blogs. Han desaparecido de ellos todas las ilustraciones que en su momento inserté, y todos los contactos personales o enlaces a sitios que gozan de mis simpatías. No es éste el mundo en red que yo habría deseado, pero prefiero el anonimato franciscano a ser pasto de los tiburones en un futuro no muy lejano. El día en que pueda pagar con dinero el valor real de los servicios que me ofrecen volveré a intentarlo, porque sigo creyendo en el futuro de Internet. Pero, sinceramente, no quiero encontrarme debajo cuando se derrumbe la próxima torre de Babel.

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License.

 
Turbo Tagger