Yo quería escribir hoy algo sobre el amor, pero justo antes de ponerme manos a la obra acabo de leer la última anotación del blog de mi -quiéralo él o no- apreciado amigo Ernesto, y me ha estimulado a poner mi granito de arena.
El artículo de Ernesto es muy interesante. Lo que más me ha gustado ha sido esa clasificación suya entre el 'saber qué' y el 'saber cómo' para dilucidar el concepto de cultura. Para mi sorpresa, la RAE da dos definiciones de la palabra que me parecen bastante buenas:
2. f. Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico.
3. f. Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.
Me parece claro que la acepción 2 responde al 'qué', mientras que la 3 refleja bastante bien el 'cómo'. Pero la definición que más me gusta es, en realidad, la primera:
1. f. cultivo
El significado de la palabra 'cultura' fue el tema de la primera conferencia pública que pronuncié, con ocasión de una entrega de premios. En aquellos años lejanos de la Transición yo había decidido inscribirme en la Asociación de Vecinos de mi barrio, en la sección de Cultura, que, según me habían dicho, estaba por aquel entonces gestionada por los anarquistas. Cultura sin mediatizar, sin obediencias políticas ni ánimo de lucro: aquello era lo que yo estaba buscando.
Precisamente el día en que me fui a inscribir había una asamblea general de la Asociación. Me invitaron a asistir, y yo acepté. En el preciso momento en que me incorporé a la asamblea, un representante de la sección de Cultura anunciaba que los anarquistas se marchaban en bloque de la Asociación. La sección de Cultura se quedaba, por consiguiente, desatendida. Desalentado en un principio por la estampida, que me había dejado solo, en seguida comprendí que aquella situación era en realidad una bicoca, y me puse yo solo a reorganizar la sección, prácticamente desde cero.
Se me ocurrió convocar un concurso de cuentos en el barrio, me puse a reorganizar la pequeña biblioteca, y añadí una sección cultural a la revista de la Asociación. Poco a poco, los cuentos de los concursantes fueron llegando, otras personas empezaron a colaborar en la sección, y finalmente una tarde, en el auditorio de una parroquia de la calle Alvarado, escenificamos solemnemente la entrega de los premios.
Fue un desastre. La idea era hacer una breve presentación (de lo cual se ocupó uno de los cabecillas de la Asociación, para capitalizar políticamente el acto), seguida de la entrega de premios (un modesto lote de libros). A continuación, yo pronunciaría una breve charla sobre la cultura popular.
Me había preparado muy bien el esquema de mi charla. Tan bien me lo había preparado, que era complicadísimo de exponer. Eran los tiempos en que yo leía a Marcuse, a Proudhon y a los estructuralistas franceses, y con esos y otros ingredientes similares lo único que se podía fabricar era una empanada. Mental, quiero decir. Que fue lo que me salió.
Apenas concluyó, pues, la entrega de los premios, yo me senté a una mesa sobre el escenario, bajo los focos, y eché un vistazo rápido a mis notas. Estaba nervioso. Debajo de mí oí un bullicio. Entregados ya los premios, que era de lo que se trataba, mucha gente abandonaba la sala. Entre tanto yo, que había decidido desarrollar mi tema de lo general a lo particular, empecé explicando, desde mi punto de vista, el significado de la palabra 'cultura'. Me lié. Allá abajo, las deserciones aumentaban. Antes de que comenzase siquiera a hablar de la cultura popular, mi público se reducía ya únicamente a unas diez o doce personas.
Cuanto más alarmante era la situación, más nervioso me ponía. Uno de mis compañeros me hizo señas de abreviar. Tenía razón. Había que abreviar... Pero ¿cómo?, me preguntaba yo mirando aquel folio mío garrapateado de complejas notas esquemáticas. Me enzarcé tanto en el tema que no me di cuenta de que en el patio de butacas se había formado un revuelo. Por fin, viendo que nadie me hacía caso, depuse mi charla y me acerqué a ver qué pasaba. Una de mis oyentes acababa de sufrir un ataque epiléptico.
Muchas veces he bromeado sobre aquella primera conferencia mía cuyo único efecto reseñable fue provocar un ataque de epilepsia, y me ha llevado muchos años, mucha experiencia y muchas horas de reflexión aprender a depurar mis ideas para hacerlas inteligibles. Principalmente, ante mí mismo, que es por donde un espíritu caótico como el mío siempre tiene que empezar.
La cultura ha sido mi pasión desde niño. Pero, con los años, llegué a la conclusión de que una cosa era la cultura y otra la erudición. Que no siempre son hermanas. Admiro a los eruditos, más que nada por la pasión que los empuja a conocer ese qué del que habla Ernesto, pero ahora creo que la cultura es otra cosa.
Para mí, cultura es cultivar. Los artistas, los científicos o los fabricantes de cestos de enea cultivan su disciplina de manera no muy distinta a como un jardinero cultiva una flor: siembran, riegan, roturan, podan o fertilizan hasta conseguir una complejidad útil, reveladora o, simplemente, hermosa. Los que disfrutamos de sus creaciones, en cambio, analizamos, comparamos, reflexionamos, descubrimos... y, si insistimos lo suficiente y somos honestos, llegamos más allá.
No he dicho esto con petulancia elitista, sino con vehemencia de explorador. Porque lo que para mí tiene de fascinante la cultura es su virtud de abrir caminos y puertas, de conectar territorios dispares, de establecer cortocircuitos. Cultura es cultivar. O para hacer realidad un hermoso jardín donde antes sólo había malas hierbas, o para descubrir paisajes ocultos donde antes sólo había ideas o sensaciones superficiales.
Por eso me ha gustado -sin que sirva de precedente- la segunda definición del DRAE: "Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico". La cultura es una riqueza hecha de monedas infinitamente diferentes. Cultura es ver más lejos, entrever caminos nuevos, percibir matices más sutiles.
Cultura es ir más allá.
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domingo, 31 de agosto de 2008
A vueltas con la cultura
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