(Comienzo)
Nos encontramos de visita en Roma. Ante nosotros se alza, majestuoso, el Coliseo, a cuyo alrededor un atasco infernal ha paralizado completamente el tráfico. Unas obras en el Metro, coincidendo con una visita del Papa y con una huelga salvaje de gasolineras, mantienen a todos aquellos automóviles detenidos sobre el asfalto.
En una situación así, referirse a un automóvil en concreto es relativamente fácil. Por ejemplo, tomando una fotografía del atasco y señalando sobre ella, con la punta de un lapicero, el automóvil al que queremos referirnos. Esta forma tan simple de comunicarse es independiente del lenguaje: probablemente cualquier ser humano podría entenderla. Sin embargo, aunque no seamos conscientes de ello, está basada en una premisa importante: que la punta de un lapicero -es decir, un punto- nos sirve para designar un objeto de dos o tres dimensiones.
Esta consideración no es estúpida si pensamos, por ejemplo, en la dificultad de designar con un simple punto la Corriente del Golfo sobre un mapa del Océano Atlántico, o un yacimiento subterráneo sobre una fotografía aérea del Sahara. Para que el objeto designado sea identificable, tenemos que tener una idea previa de la estructura del paisaje. Es decir, de su topología.
Pero imaginemos que no disponemos de un lapicero. Como -topológicamente hablando- un conjunto de automóviles es lo mismo que un conjunto de puntos que no se tocan, podríamos designar cualquiera de aquellos automóviles que vemos junto al Coliseo asociándolo al lugar que está ocupando. Al fin y al cabo, todos estamos de acuerdo en que dos objetos diferentes nunca pueden ocupar un mismo lugar. Lamentablemente, necesitaríamos tener un nombre para cada uno de esos lugares, y nuestra memoria no nos permite tal dispendio. Los 'lugares' que podemos identificar sobre una superficie pueden llegar a ser infinitos, y la longitud de las palabras que necesitaríamos para designarlos terminaría siendo ilimitada. Nuestra memoria, sin embargo, no da para tanto. Tendremos que ingeniárnoslas de otra manera.
Las placas de matrícula serían una solución excelente. Dado que todos los automóviles llevan una única placa diferente de todas las demás, podríamos guardarnos el lapicero en el bolsillo y decir, simplemente: "automóvil MXD-5578FGH". Al hacerlo, estaríamos utilizando una categoría mucho más potente, que nos permitiría identificar sin ambigüedades todos los automóviles del planeta:
automóvil: {…, ZD-45650FF2, MXD-5578FGH, LLX-44612RQW, …}
Sin embargo, también en esto tenemos mala suerte. Son pocos los automóviles de nuestro atasco cuya placa de matrícula acertamos a ver. Lo más aproximado que se nos ocurre al número de matrícula es el modelo de cada automóvil, pero… ¿y si nos encontramos con más de un automóvil de un mismo modelo? En otras palabras, nuestro sistema de designación sería, no completamente, pero sí un tanto ambiguo. ¿Es un fracaso, entonces, esta idea? No del todo, porque con la única palabra que teníamos hasta ahora, automóvil, la ambigüedad era total. Animados por este avance, vamos añadiendo cualidades: azul, abollado, polvoriento, ruidoso… hasta lograr que no haya dudas sobre el objeto específico al que nos estamos refiriendo. Este método, desde luego, no será sistemático, pero nos permite salirnos con la nuestra. Podríamos simbolizar el proceso así:
C + I' + I'' + I''' (1)
donde C es la categoría inicial (automóvil) y los símbolos I', I'', I''' (azul, abollado, polvoriento) son cualidades de C, es decir, ejemplares de otras categorías C', C'', C''' que, paso a paso, nos ayudan a desambiguar C.
Podríamos incluso ir más allá. Identificando un automóvil específico en las proximidades del Coliseo no hemos aportado realmente ninguna información, ya que nuestro interlocutor estaba contemplando la misma escena que nosotros. Quizá él o ella no tenía tampoco un nombre específico para ese objeto que nosotros hemos señalado, pero, igual que nosotros, sabía que estaba allí. Tal vez si cambiamos de perspectiva podremos descubrir cosas que nuestro interlocutor no conoce.
Nos decidimos, pues, a cruzar la calle. Desde la acera opuesta el atasco es igualmente infernal, pero uno de los automóviles, a cuyo volante hay un italiano impaciente, tiene una abolladura en la portezuela opuesta. Nuestro interlocutor, que no ha cruzado la calle con nosotros, no puede verla. De modo que hinchamos los pulmones para que nos oiga y le gritamos: "automóvil azul ruidoso: abollado". Esto es lo que los lingüistas llamarían una 'predicación': hemos aportado información. Si escribimos en forma simbólica el proceso:
C + I' + I'' : I''' (2)
observamos que es muy similar al proceso de desambiguación (1). Solamente hemos cambiado uno de los símbolos (+) por otro (:). Atendiendo a la función que les hemos asignado, podemos, pues, convenir en que estos dos símbolos representan los procesos de desambiguación (+) y predicación (:).
Por si este sistema de comunicación nos parece aún lejos de la complejidad del lenguaje humano, consideremos que podemos aplicar la fórmula (1) cuantas veces queramos dentro de una misma expresión. Sustituyendo, por ejemplo, la palabra 'azul' obtendríamos:
automóvil (color de cielo) ruidoso: abollado
En forma simbólica,
… + I + … = … + (C' + I'') + …
Esta posibilidad, que los lingüistas llaman recursividad, nos ayuda a referirnos a un objeto muy rápidamente (es decir, en muy pocas etapas), incluso ante situaciones reales que para el robot más sofisticado serían inmanejables.
Las fórmulas (1) y (2) responden perfectamente a la definición general de proceso de información, que hemos ilustrado cuando hablábamos de hormiguitas: esencialmente, poner un ladrillo (: I) a continuación de otros (… I + I' + I'') que ya habían sido puestos en etapas precedentes.
Para llegar a las fórmulas (1) y (2), lo único que hemos hecho ha sido representar conceptos muy básicos de sintaxis en forma simplificada. ¿Podríamos llegar, siguiendo este camino, a representar fielmente cualquier sintaxis utilizada por un ser humano? La respuesta a esa pregunta pasa, naturalmente, por la experimentación, a la que muy pocos lingüistas se dignan descender desde su olimpo dorado.
Por si este sistema de comunicación nos parece aún lejos de la complejidad del lenguaje humano, consideremos que podemos aplicar la fórmula (1) cuantas veces queramos dentro de una misma expresión. Sustituyendo, por ejemplo, la palabra 'azul' obtendríamos:
automóvil (color de cielo) ruidoso: abollado
En forma simbólica,
… + I + … = … + (C' + I'') + …
Esta posibilidad, que los lingüistas llaman recursividad, nos ayuda a referirnos a un objeto muy rápidamente (es decir, en muy pocas etapas), incluso ante situaciones reales que para el robot más sofisticado serían inmanejables.
Las fórmulas (1) y (2) responden perfectamente a la definición general de proceso de información, que hemos ilustrado cuando hablábamos de hormiguitas: esencialmente, poner un ladrillo (: I) a continuación de otros (… I + I' + I'') que ya habían sido puestos en etapas precedentes.
Para llegar a las fórmulas (1) y (2), lo único que hemos hecho ha sido representar conceptos muy básicos de sintaxis en forma simplificada. ¿Podríamos llegar, siguiendo este camino, a representar fielmente cualquier sintaxis utilizada por un ser humano? La respuesta a esa pregunta pasa, naturalmente, por la experimentación, a la que muy pocos lingüistas se dignan descender desde su olimpo dorado.
Sin embargo, hay algo que no hemos aclarado todavía suficientemente: ¿qué significado tienen esos dos símbolos (+, :) que usamos para conectar a cada automóvil con sus cualidades?
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