Dos de las cosas que más temen las empresas financieras son lo que en inglés se conoce como fat finger y fat tail.
Ponga usted a un novato ante una pantalla repleta de gráficos en zigzag, explíquele que apostando -¡ehém!, quiero decir invirtiendo- en aquellos gráficos se ganará un sueldo sustancial más unos incentivos tentadores, y la teoría de la probabilidad predice que, tarde o temprano, el novato apretará un día nerviosamente la tecla 9 y la empresa perderá 200 000 millones de dólares en lugar de simplemente 200 000 en una transacción mal calculada. Sin él darse cuenta, su fat finger habrá invadido la tecla 0 y la habrá apretado durante esas décimas de segundo deletéreas que separan las pérdidas tolerables de la quiebra financiera internacional.
Para entender lo que es una fat tail, imaginemos que acudimos a un concierto de rock multitudinario. Situémonos a la entrada y midamos la altura de cada uno de los asistentes (exceptuando los menores de edad). A continuación, clasifiquemos todos esos datos por alturas y representémoslos en coordenadas cartesianas. Podríamos encontrarnos, por ejemplo, con que sólo había un aficionado al rock que medía 143 cm y otro que medía 205 cm. Entre esos dos valores, el número de personas aumentaría progresivamente hasta alcanzar un máximo central: por ejemplo, 15.435 personas que medían 174 cm. Si representamos de ese modo todos los datos obtenidos, la figura resultante será una campana boca abajo. Ahora, simplemente echando un vistazo a nuestra curva, ya podemos afirmar que la mayor parte de los asistentes medían entre 156 cm y 189 cm (la parte central de la campana), y la probabilidad de encontrarnos con alguien más alto o más bajo (los bordes de la campana) será a todas luces pequeña.
Acabamos de representar la 'campana de Gauss'. La campana de Gauss -y otras distribuciones de probabilidad no tan elegantes- permite, por ejemplo, a los ingenieros diseñar presas que resistirán lluvias cercanas al diluvio universal, o -¡ehem!- centrales nucleares japonesas que resistirán tsunamis cercanos al Apocalipsis. Pero olvidémonos piadosamente de los ingenieros y démonos un paseo por Wall Street. O, mejor todavía, construyamos nosotros mismos otra campana de Gauss sustituyendo la altura de las personas por el porcentaje de subida o bajada del Dow Jones y el número de personas por el número de veces que ha sucedido cada una de esas oscilaciones. A la vista de nuestra flamante campana, ¿qué probabilidades hay de que el Dow Jones caiga un 70 por ciento en tres meses dos veces seguidas en tan sólo ocho años? Más nos habría valido consultar el oráculo de Delfos: la probabilidad es de un suceso cada varias decenas de miles de años. Fiasco.
Esto es lo que los inversores profesionales llaman fat tail: una probabilidad en los bordes de la campana mucho más alta de lo que la campana predice. Una empresa inversora que fundamente sus compras y ventas en la campana de Gauss está abocada, tarde o temprano, a la ruina más estrepitosa.
El problema es que, durante un tiempo que puede ser muy largo, el inversor puede engañarse pensando que sus probabilidades son las que le indican la campana de Gauss y el sentido común. Si Mr. Smith ha nacido después de 1930 y se ha jubilado antes de 2001, sus pérdidas y ganancias habrán sido estadísticamente previsibles, y Mr. Smith habrá podido retirarse con una pensión desahogada y una tensión arterial aceptable. Pero ¿podrán hacerlo también sus hijos?
La respuesta, evidentemente, es 'no'. Y la respuesta es 'no' porque, en la realidad del mundo real, los bordes de la campana de Gauss son más gruesos de lo que la teoría predice. ¿Qué quiero decir con esto? Quiero decir que, al igual que las centrales nucleares de algunos ingenieros, hay sistemas que han sido pensados para durar eternamente pero que están basados en una experiencia insuficiente. Uno de esos sistemas es la democracia.
Veamos un par de ejemplos de la vida corriente. En la barra de un bar no suele ser habitual que el camarero cobre las consumiciones antes de servirlas. Hay una convención tácita en virtud de la cual el cliente no saldrá corriendo en cuanto se beba su cerveza. Es cierto, siempre habrá algún que otro listillo que se escabullirá sin pagar su consumición, pero el número de tales clientes será aceptablemente pequeño (los bordes de la campana) y no valdrá la pena convertir los bares en campos de concentración para rebañar tan magras pérdidas.
También en los aeropuertos la campana de Gauss fue válida durante muchos años. ¿Quién iba a pensar que a un desaprensivo se le podía ocurrir secuestrar un avión para llevárselo a Cuba, o convertirse en una granada humana y tirar de la anilla en uno de los asientos de la clase turista? Sin embargo, empezó a suceder, y la libertad en los aeropuertos tuvo una existencia más efímera que en los bares. Poco a poco, la paranoia que había empezado en los aeropuertos se fue extendiendo a edificios oficiales, cajeros automáticos, túneles de metro, urbanizaciones, autopistas o discotecas, y empieza a haber ya muchos establecimientos que sí cobran la consumición antes de servirla. No nos damos cuenta, pero nuestras sociedades, todavía nominalmente democráticas, se van haciendo cada vez más totalitarias.
Es más, muchos ciudadanos están asumiendo de buen grado funciones hasta hace poco reservadas a la policía. La recepcionista del podólogo o la cajera del supermercado te exigen el documento de identidad, el empleado del banco recaba celosamente tu fecha de nacimiento, dirección, situación laboral y otros datos hasta hace poco intransferibles, y hasta el peluquero quiere conocer tu teléfono y tu dirección de correo electrónico. Allá en el fondo de las tinieblas, atisbando tras la mirilla de las puertas del infierno, el padrecito Stalin no cabrá en sí de gozo.
Si uno lo piensa un poco, la única diferencia entre la dictadura y el fascismo estriba en que la dictadura es impopular. Por eso el fascismo no es incompatible con la democracia, que es -por definición- el gobierno de la mayoría. Ciertamente, la separación de poderes es también un rasgo insustituible de las democracias, pero hay países, como España, en los que la separación de poderes es una entelequia y nadie en la comunidad internacional parece darse por enterado. En cualquier caso, el verdadero problema ahora no es votar o no votar. El verdadero problema ahora es la libertad.
En los último tiempos he oído todo tipo de comentarios, generalmente desatinados, sobre la proliferación de atentados en Europa. El más desconcertante de todos afirmaba que tenemos que aceptar un aumento masivo de los controles policiales "para asegurar nuestra libertad". Es decir, tenemos que perder nuestra libertad para asegurar nuestra libertad. A ver cómo se come eso.
Una sociedad que confunde seguridad con libertad es, como mínimo, una sociedad enferma, y a eso es a lo que estamos llegando. En parte, es una consecuencia natural de medio siglo de socialdemocracia. La socialdemocracia es la variante 'presentable' del populismo en nuestros días, y está basada en tres principios:
1 - Hay ciudadanos inferiores a otros ciudadanos. Los ciudadanos inferiores son aquellos que no son capaces de ganarse la vida por sí solos y, por lo tanto, no son responsables de sus propios actos. Es el mismo argumento que esgrimen implícitamente las feministas (la mujer no puede ser responsable de su propia defensa porque es un ser inferior) y que en su momento esgrimieron los esclavistas (los negros no pueden ser dueños de sus vidas porque son inferiores a los blancos).
2 - Los votos de los ciudadanos inferiores se consiguen gastando en ellos más de lo permisible. Es decir, endeudándose. En la práctica, estos dos principios se resumen en una política muy simple: quitar dinero a los que más se esfuerzan para dárselo a los que menos se esfuerzan. Al desalentar el esfuerzo y la responsabilidad individual, esta política genera un número creciente de ciudadanos inferiores, que a su vez se traduce en un número creciente de votos.
3 - Para pagar la deuda que permitirá comprar votos de los ciudadanos inferiores es necesario recaudar los impuestos suficientes, y para eso hay que aumentar perpetuamente el gasto total. En términos más técnicos, lo que los economistas llaman la demanda agregada. En la economía socialdemócrata no se trata tanto de que las empresas inviertan adecuadamente como de que los ciudadanos consuman sin tregua. Y es esa enorme posibilidad de consumir a troche y moche lo que los ciudadanos confunden con la libertad.
Pero en la realidad del mundo real cada vez somos menos libres. La campana de Gauss es válida para un mundo ideal, un mundo rousseauniano en el que todos somos buenos excepto los cuatro o cinco descarriados que ocupan los extremos de la campana. Para controlar a esos pocos basta con unas cuantas cárceles y un cuerpo de policía de tamaño regular. Para controlar a cinco mil extremistas dispuestos a todo se necesita, simplemente, un Estado policial.
Y en eso estamos.
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sábado, 28 de noviembre de 2015
Democracia gaussiana
a las 18:11 1 comments
Palabras clave: dignidad, libertad, miedo, predecibilidad, probabilidades, seguridad, totalitario
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