sábado, 21 de diciembre de 2013

La máquina de Ramírez

Después de veintiocho años de matrimonio, la rutina había engullido su vida en común. De lunes a viernes, él se levantaba invariablemente a las siete y diez, se aseaba, se vestía y se despedía de ella con un beso en la dormida mejilla. Por la tarde, cuando ella regresaba del estudio (era arquitecta), él estaba ya en pantuflas leyendo las noticias en el sillón de siempre, bajo la lámpara de pie, junto a la vieja foto de recién casados.

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sábado, 14 de diciembre de 2013

Los espíritus de Dulumba

En el momento en que se llevó la magdalena a la boca se sintió sumergir, toda ella, en el recuerdo de aquel último beso. De él. La empresa que lo había contratado meses atrás estaba en Africa, y ella había tenido que quedarse cuidando de aquel anciano tío suyo millonario.

(No fuera que la herencia terminase yendo a parar a la Sociedad para la Protección de los Huérfanos de la Armada.)

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"I started smoking because
I miss the taste of your mouth"
(Post Secret)

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domingo, 1 de diciembre de 2013

Vuelos

Hay pocas cosas más angustiosas en la vida que viajar en un avión con todos los asientos ocupados. Sobre todo cuando uno ha tenido que padecer antes las vejaciones de rigor en el aeropuerto, ese lugar en cuyos umbrales se terminan los Estados de derecho y, con ellos, el principio más básico de las sociedades civilizadas: nadie es sospechoso de nada mientras no se demuestre lo contrario.

En menos de una generación, viajar en avión ha pasado de ser un privilegio a una tortura. En el aeropuerto de Zúrich, donde tengo que hacer escala, esta vez no me han pillado desprevenido. Exactamente a la misma hora de la tarde salen de Zúrich dos vuelos idénticos a Amsterdam con dos compañías diferentes y desde dos puertas de embarque separadas ente sí por inacabables escaleras y pasillos abarrotados de pasajeros, tiendas, restaurantes de taburete, avisos por los altavoces que nunca te informan sobre tu vuelo y, colgando del techo, un ejército de letreros que sólo milagrosamente aciertan a indicar la sala de embarque que tú estás buscando.

La última vez que hice este mismo viaje acudí a la puerta de embarque equivocada, y sólo diez minutos antes de que despegara mi avión me informaron de que tendría que correr, literalmente, con mi equipaje de mano hasta el otro extremo del aeropuerto para embarcar con la compañía que figuraba en mi billete.

En los años que llevo viajando en avión me ha sucedido casi de todo. Desde perder un vuelo a Brasil porque las 00.30 de hoy sonaron en realidad ayer por la noche, o perder otro vuelo a Amsterdam porque ciertos despertadores no suenan los fines de semana, hasta aterrizar de emergencia en París con un solo reactor porque el otro perdía combustible, o pasarme varias horas girando en círculos sobre el aeropuerto de La Habana porque otro avión acababa de estrellarse en él.

En los asientos contiguos al mío he tenido desde mujeres encantadoras hasta niños insoportables, gordos que invadían mi asiento o individuos que no se lavaban los pies. He tenido que tranquilizar a pasajeros con pánico a volar, he pasado noches de frío indescriptible arrebujado en mi asiento y he tenido broncas con azafatas mucho más aptas para conducir rebaños que seres humanos. En una ocasión, en Cubana de Aviación, una azafata empujó mi codo con sus enormes posaderas cuando yo me disponía a beber mi vaso de té, que se derramó sobre mi pantalón. "¡Usted se lo tiró!", dijo, siguiendo su camino, sin mirarme siquiera.

Nada que ver con aquella otra hermosísima azafata de KLM que, al ver que un bache aéreo me volcaba el café sobre la bragueta, acudió presurosa con una servilleta mojada, metió una mano bajo mi pantalón y limpió primorosamente la región manchada con la otra mano. Todo ello, ante la mirada tempestuosa de la que entonces era mi mujer.

Pero hace ya años que los aviones no me deparan ninguna anécdota agradable. Me han hecho recorrer kilómetros de aeropuerto cargado de maletas gracias a una cadena de errores de sucesivos empleados (naturalmente, todos ellos de Iberia, y en Barcelona). Me han desclasificado de business a turista sin consultarme siquiera. He tenido que esperar un día entero sin comer en el aeropuerto de La Habana, o derrengado de sueño y agotamiento en un restaurante del aeropuerto de México DF. He tenido que soportar huelgas de limpieza y de controladores aéreos, y en Caracas tuve que pasar un control de glosopeda.

He estado en salas VIP en las que no quedaba ningún asiento libre. He fumado a escondidas en lavabos de aviones hasta que instalaron detectores de humo. He visto mi maleta registrada, reventada, violentada por la policía, extraviada, y hasta abandonada en mitad de una pista del aeropuerto de Nassau. He volado en asientos cuyo respaldo se caía hacia atrás, o que me clavaban un travesaño metálico en los riñones. He cruzado insultos en italiano con empleados del aeropuerto de Sofía. He tenido que aterrizar en ciudades imprevistas a causa de la niebla, y en una ocasión Air India me alojó una noche en el Hotel Intercontinental de Ginebra porque una avería técnica les impedía seguir volando. Lástima que, cuando llegué por fin a Roma, era casi la hora del vuelo de regreso.

En una ocasión, volé sobre el triángulo de las Bermudas en un avión de hélices en medio de una tormenta pavorosa. He tenido que correr envuelto en una manta, de noche, por la pista del aeropuerto de Gander a 25º bajo cero. Y en otra ocasión, en una diminuta isla del Caribe, la policía no me dejaba salir del aeropuerto porque el hotel que yo había reservado por Internet no estaba realmente en la isla de Saint Martin, sino en la diminuta localidad de Saint Martin, en Gales, a 5000 km de allí.

A cambio de todos estos percances, y seguramente de otros más que ya no recuerdo, he acumulado millas suficientes para dar la vuelta al mundo en business, gratis. Pero cada día que pasa, como el lector comprensivo seguramente entenderá, el placer de conocer Sudáfrica, Ushuaia, la Polinesia o Groenlandia me compensa menos las penalidades que, probablemente, tendré que soportar.

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