domingo, 30 de septiembre de 2012

Coqueteos con la ciencia

La Retórica. Reinhold Timm, 1620
La anatomía del cerebro humano es perfectamente conocida pero, pese a que lo usamos con asiduidad -ya que no siempre con sensatez-, nadie ha sabido todavía describir sus funciones de una manera sistemática y, al mismo tiempo, verificable. Pese a los ríos de tinta y a los pixels de texto vertidos desde tiempo inmemorial tratando de explicar cómo pensamos, las ciencias de la mente humana no han pasado todavía de la etapa del coqueteo.

Esto no quiere decir que no haya modelos del funcionamiento de nuestro cerebro. Los hay, y todos ellos reflejan de algún modo la mentalidad o las modas de la época histórica en que fueron concebidos. Uno de los más antiguos que conocemos aparece en un manuscrito llamado Ars Magna, escrito en 1305 por el fraile franciscano Raymundus Lullus (o Ramon Llull, en grafía romance). En él se describía la mente humana como una compleja trama de conceptos, estructurados en dos círculos concéntricos y conectados entre sí por relaciones triangulares. Inspirado en la mecánica de los silogismos, que era conocida desde Aristóteles, Lullus incorporó a su teoría un conjunto de reglas de razonamiento que convertían a su modelo en una especie de 'máquina virtual' generadora de conceptos, y a su creador en el programador de software más consumado de la Edad Media.

Un elemento que nunca falta ni en los esquemas del cerebro humano ni en los programas de software es la memoria y, para ser sinceros, hay que reconocer que el modelo de memoria digital de nuestras computadoras es, con mucho, el más aburrido. Cuenta Cicerón que, en cierta ocasión, el orador Simónides de Ceos fue invitado a una cena por un rico noble de Tesalia para que exaltara ante los comensales las virtudes de su empleador. Quizá perturbado por el vino, parece ser que Simónides se fue un poco por las ramas y dedicó una parte excesiva de su discurso a los dioses Cástor y Pólux, cosa que enfureció al homenajeado.

De modo que, al terminar el discurso, el anfitrión se acercó a Simónides y le dijo que le pagaría solamente la mitad de lo convenido. La otra mitad, añadió, debía ir a reclamársela a Cástor y a Pólux, a quienes había dedicado en su discurso tanto tiempo como a él. Misteriosamente, apenas un rato después alguien indicó a Simónides que había dos jóvenes a la puerta preguntando por él. Simónides salió a la calle, pero allí no encontró a nadie. En ese instante, el edificio entero se derrumbó a sus espaldas.

Excepto él, ninguno de los ocupantes del edificio se salvó, y bajo los escombros los cuerpos quedaron irreconocibles. Pero Simónides recordaba perfectamente el lugar que había ocupado cada uno de los comensales en la mesa, gracias a lo cual fue posible identificar todos los cadáveres. Meditando después sobre ese detalle, Simónides elaboró la primera teoría conocida de la memoria como estructura espacial.

La teoría, desarrollada durante la Edad Media por dominicos y jesuitas, en un principio para memorizar cómodamente los elementos de sus larguísimos sermones, consistía en imaginar un edificio con muchas dependencias e ir colocando en cada una de ellas un objeto que evocase un concepto específico. En la Edad Media no se sabía todavía, pero cada suceso acaecido en nuestra memoria, y más aún si está estructurado, estimula las neuronas de nuestro cerebro, que genera nuevas sinapsis en las que la información recién añadida se instala permanentemente.

Aquellos 'palacios de la memoria' eran, casi en sentido literal, modelos 'para andar por casa', cosa que no satisfacía a los más racionalistas. Seguramente por eso, el dominico Giordano Bruno, debidamente quemado por la Inquisición en 1600 por sugerir que el Sol era una estrella, ideó un modelo más teórico basado en la planta de los atrios romanos. Su modelo describía una superficie de conceptos reticulada en cuadrados (atrios), capaz de generar frases por métodos combinatorios. Por si aquello fuera poco, Bruno extrapolaba su modelo al macrocosmos, y las propiedades geométricas de sus atrios lo llevaron a pronunciar el anatema que terminaría costándole la vida: el Universo era homogéneo.

Alguien que no podía faltar en esas lides intelectuales era el gran Leibniz, una de las mentes más preclaras de todos los tiempos. La especialidad de Leibniz era descubrir cosas al mismo tiempo que otros. La idea de descomponer los conceptos como si fueran números primos, propuesta por Kircher en 1645, ya se le había ocurrido a Leibniz "durante su adolescencia", y lo que luego se llamó 'cálculo infinitesimal' había sido ya inventado por Newton cuando Leibniz lo utilizó por primera vez en uno de sus artículos. Todavía hoy, la controversia sigue en pie.

Los modelos de la mente humana no terminaron en Leibniz. En tiempos más recientes, Wittgenstein describió el lenguaje como un juego (en el sentido matemático) y, más recientemente, el desarrollo de las computadoras ha inspirado todo tipo de modelos basados en algoritmos, es decir, en series de instrucciones. A pocos sorprenderá saber que casi todos esos modelos describen el funcionamiento del cerebro humano como describirían el de una computadora.

Para un lenguaje como el humano, estructurado en categorías, tal vez es inevitable describir nuestra mente como un armario con cajones, pese a que algunos de esos armarios son tan abstrusos que significan o nada en absoluto o lo que uno quiera que signifiquen, como sucede por ejemplo con la gramática cognitiva de Langacker. Pese a que muchas de esas teorías no están confirmadas por otra experiencia que el ojo de buen cubero, han sido reconocidas oficialmente como disciplinas académicas. Inexplicablemente, quizá, porque hay desde antiguo otras teorías similares, tan estructuradas y tan endeblemente experimentales como ellas, que no han pasado el filtro.

La acupuntura es una de las más conspicuas. Inventada en la noche de los tiempos y practicada desde hace milenios, nos propone una estructura de 'meridianos' que recorren supuestamente el cuerpo humano, y por los que fluye una 'energía' que nadie ha conseguido todavía medir pero que sana a muchos pacientes, más o menos con la misma eficacia que el efecto placebo. Que, por cierto, nadie parece haber explicado todavía científicamente. La acupuntura es medicina en la misma medida en que la inteligencia artificial es inteligencia o en que las flores de plástico son flores. Y, sin embargo, mientras no averigüemos cuál es el modelo definitivo que triunfará sobre el pueril armario y sus metafísicos cajones, no podemos -ni debemos- descartarla.

Si nuestro cerebro es -simplificando mucho- una red de neuronas, toda percepción de calor, frío o dolor en la superficie de nuestro cuerpo se reflejará de algún modo en esa red. No es absolutamente imposible que las pautas de corriente eléctrica generadas en el cerebro por unos pinchazos a lo largo de unos 'meridianos' imaginarios generen algún tipo de equilibrio -o desequilibrio- en el funcionamiento de algún órgano. Al fin y al cabo, un fenómeno tan pedestre como la hipnosis es capaz de alterar sorprendentemente las percepciones de una persona. Dado que no se conoce ningún caso de asesinato por pinchazos de acupuntura, es de suponer que los efectos benéficos de esa terapia tampoco serán milagrosos, pero sólo un modelo acertado y una experimentación sistemática nos permitirán averiguarlo.

Un breve inciso por si alguien, leyendo esto, espera que me interne en territorios más pintorescos: no hablaré de la homeopatía o de la astrología, por la misma razón por la que no hablaré de los sahumerios o de la magia negra.

La hipnosis fue precisamente el punto de arranque de la técnica psicoanalítica. Partiendo de un método terapéutico, la teoría de Sigmund Freud fue evolucionando hasta convertirse en un modelo dinámico del funcionamiento de nuestras pulsiones. Su autor lo describió en su Proyecto de una psicología para neurólogos. Freud había sido alumno del físico Helmholz, por lo que toda su terminología psicoanalítica refleja los conceptos de la física del siglo XIX.

Desde mi punto de vista, su aportación más genial al conocimiento de la mente humana fue la Psicopatología de la vida cotidiana, es decir, su explicación de los actos fallidos. No parece fácil que alguien demuestre o refute algún día la validez del psicoanálisis pero, pese a los años transcurridos desde el sueño de Anna O., sus planteamientos marcan, en mi opinión, una forma de plantearse los procesos mentales mucho más refrescante que el tosco armario anglosajón.

Segundo inciso: tampoco hablaré de Lacan, por la misma razón por la que no hablaré de homeopatía o de astrología.

En la misma línea de significado simbólico de los actos humanos, la grafología sobrevive todavía en algunos gabinetes psicológicos. Partiendo de unos comienzos subjetivos, puramente basados en la intuición, los grafólogos han ido sistematizando esta disciplina en términos de rasgos psicológicos: introversión/extraversión, primariedad/secundariedad, etc. No hay forma conocida de demostrar que la jamba de una j simboliza una pulsión material y la de una l un anhelo espiritual, pero probablemente tampoco es casualidad que llamemos 'rastrero' a un timador, o que hablemos de un científico diciendo que 'está en las nubes'. No sé si la grafología es asignatura oficial en alguna Universidad del mundo, pero es una teoría estructurada y, con un planteamiento experimental adecuado, podría arrojar algún día resultados sorprendentes.

A lo largo de la historia, las teorías científicas que han conseguido explicarnos la realidad tienen tres componentes inseparables: estructura, experimentación y sentido común (este último es el que excluye la astrología). Las estructuras de estas teorías 'coquetas' podrían no ser del agrado de los popes que estudian la mente humana, pero ofrecen una alternativa interesante a los vetustos cajones de la segunda mitad del siglo XX. Si alguien encontrara algún día la forma de poner a prueba sus conceptos en un laboratorio, tal vez el coqueteo podría terminar en una relación formal, y el mundo académico no tendría más remedio que bajar la guardia y esconder los colmillos.

Que es, sorprendentemente, lo que han hecho con Langacker.

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Terrorismo sanitario

Me invitaron hace algunas semanas a una comida multitudinaria. Los comensales eran casi todos gente de pueblo, y yo me resistí durante bastante tiempo a aceptar la invitación hasta que finalmente, ante la cariñosa insistencia de mis invitantes, tuve que ceder. Si me resistí en un principio no fue por prejuicio alguno contra la gente de pueblo -que, en muchos aspectos, prefiero a la de ciudad- sino porque tiempo atrás viví en un pueblo, y tenía ya una idea preconcebida de lo que me esperaba: una comilona pantagruélica con raudales de vino, café y licor, con el consiguiente tumulto hasta muy avanzada la tarde.

Pero me quedé pasmado cuando vi que casi todos los asistentes bebían agua mineral y comían parcamente, casi nadie fumaba, y los escasos cafés que se sirvieron eran en su mayoría descafeinados. No pude evitar un pensamiento: aquella buena gente estaba aterrorizada. Algo tremendo tenía que haber sucedido en los últimos veinte años para que todas aquellas personas se comportaran de manera tan distinta a la generación de sus padres. Y empecé a atar cabos.

El cambio de costumbres está ya tan integrado en nuestra vida cotidiana que ni siquiera somos conscientes de él. Pero el terror a la muerte llena a diario los parques de ancianos y jóvenes corriendo, pedaleando o caminando a paso frenético, estresadísimos, como si estuvieran a punto de perder un tren. Nadie pasea ya por el simple placer de pasear. El miedo al colesterol empuja a millones de personas a consumir masivamente una amplísima gama de placebos lácteos, a evitar las grasas y los huevos y a cocinar con aceite de oliva. Las jovencitas acarrean en sus bolsos voluminosas botellas de agua, que se obligan a beber diariamente en cantidades propias de un dromedario. Fumar es ya un hábito tan perseguido como asaltar bancos. El cinturón de seguridad pronto entrará a formar parte de los diez mandamientos. Los gimnasios se llenan. Los ancianos se vacunan contra la gripe. El miedo al sida obliga a millones de personas a descafeinar las relaciones sexuales usando preservativo. Los colorantes y conservantes alimentarios son anatema, y el azúcar y la sal empiezan a ser equiparados a la cicuta o el cianuro. La más mínima gordura está considerada como una plaga de Egipto. El atún pronto sustituirá en los altares al cáliz de la santa misa, y hasta las 'radiaciones' de los teléfonos móviles inspiran a más de uno tanto terror como para atreverse a caminar por la calle hablandos solos.

Todo esto no es casual. Es fruto de una política concienzuda de terrorismo, concebida por un lobby gangsteril de médicos integristas y ejecutada por unos medios de comunicación travestidos de prensa amarilla. Que nadie se engañe. Tan terrorismo es evocar la obstrucción de las arterias por comerse una ración de percebes como amenazar con una muerte violenta por subirse a un avión. El nuevo Pepito Grillo está saliéndose con la suya y, como ya ha sucedido otras veces antes, está causando más dolor y desolación del que pretendía evitar.

En 1962, Rachel Carson, una ecologista avant la lettre, escribió Silent Spring, un libro en el que explicaba que el DDT se transmitía por la cadena trófica, hasta el punto de que se habían encontrado rastros de esta sustancia en la grasa de las focas polares. No sólo nadie había padecido nunca trastorno alguno atribuible a ese insecticida, sino que en algunos bares de Estados Unidos el DDT era un ingrediente más de algunos cócteles, del mismo modo que el zumo de limón o la angostura. La campaña que se desató a continuación, y que condujo a la prohibición mundial del DDT, consiguió purificar el cuerpo de focas y morsas, pero asestó un golpe terrible a la lucha contra el paludismo, que en los años 60 muchos países habían conseguido erradicar. Millones de personas, en su mayoría niños, mueren desde entonces todos los años a causa del paludismo. Es cierto que casi todos ellos viven en países pobres pero, en descargo de los ecologistas, hay que decir también que ninguno de ellos era una foca.

Desde luego, el terrorismo de la medicina preventiva no está matando, sino evitando muertes, pero precisamente ése es el problema. Con su celo por salvarnos de las principales causas de enfermedad, esa política de terror está consiguiendo retrasar nuestra muerte. Pero no nuestra vejez. Con ello, condena a millones de personas al deterioro físico y mental y, en los casos extremos, a la vida vegetativa o meramente animal. ¿Es también eso vida? Probablemente sí, pero no es una vida que merezca ser vivida. La sociedad de nuestros días -en realidad, el fruto de medio siglo de socialdemocracia- está empeñada en eliminar el riesgo de nuestras vidas y, con el riesgo, el aliciente de estar vivo.

La obsesión por la cantidad en detrimento de la calidad es la expresión del paternalismo romo de unos gobernantes -en el mejor de los casos- mediocres. Tras el fracaso de la Unión Soviética, el socialismo consiguió sobrevivir un cuarto de siglo más gracias a una tolerancia relativa del libre mercado, pero en 2008 chocó con un iceberg, y ahora sólo hay lanchas salvavidas para unos cuantos pasajeros, naturalmente de primera clase. En España, el paternalismo del nuevo régimen -el PPSOE- no hizo sino continuar el de su precursor, el general Franco, y antes de éste, el practicado durante cinco siglos por la Iglesia Católica. Por eso el Titanic de la socialdemocracia se está empezando a hundir por su popa, que son los países del sur de Europa. Está por ver si el norte, de tradición protestante, se las arreglará para construir balsas que le permitan llegar a tierra pero, en cualquier caso, el Titanic se hunde. Esperemos que dentro de una generación la vida vuelva a ser una aventura digna de ser vivida.

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License.

 
Turbo Tagger