miércoles, 11 de agosto de 2010

Francia: El blanco y el negro

En contra de lo que todo el mundo cree, y más aún incluso que Gran Bretaña, Francia es probablemente el país más peculiar de Europa, circunstancia que suele pasar inadvertida gracias al lugar central que ocupa en el continente y a los largos siglos que los franceses vienen dedicando a hacer propaganda de sí mismos. Si uno lo analiza fríamente, sin embargo, casi todo en Francia es oxímoron y mixtificación. 
En la mitología popular de ese país ocupan un lugar tan prominente las putas como los intelectuales. Su ostentación arquitectónica y monumental es impresionante, pero las mesas de los restaurantes tienen un tamaño apenas suficiente para un guante, y en los vagones del Metro huele por doquier a ducha pasada por alto. Siempre que me paseo por París tengo la impresión de que todas aquellas espléndidas fachadas son en realidad de cartón piedra y, en el momento en que uno se apoye en la pared, el edificio entero se vendrá abajo como en las películas de Buster Keaton. 
¿Busca usted alojamiento? Sea cual sea el criterio de selección, el hotel siempre estará sucio. Sobre todo en el centro de las ciudades, donde los edificios son antiguos, los ventanucos a patios lóbregos son habituales y los tubos del agua caliente se resisten a ser empotrados en las paredes y crean recovecos imposibles de limpiar. Acertadamente, el lector perspicaz habrá deducido ya que, en el momento de escribir esto, estoy en París.
Si hubiera muchas sociedades refinadas en el planeta Tierra, yo despreciaría la cultura francesa, pero no es ése el caso y, muy a mi pesar, no tengo más remedio que admirarla. Tanto como su sofisticada inanidad. Ayer, sin ir más lejos, entré en una librería de Saint Germain y, después de un largo rato curioseando, salí sin comprar nada. Para cualquier conocedor de la mentalidad francesa, los títulos que yo había visto no podían ser sorprendentes, pero deténganse ustedes a pensar unos momentos: ¿qué diantres pueden querer decir frases como “Del animal máquina al alma de las máquinas”, “Lo real y su doble”, “Mitoanálisis de las perversiones”, o “El contrapoder de lo imaginario”? Y es que los franceses son incapaces de explicar llanamente, por ejemplo, que dos y dos son cuatro. Siempre preferirán decir algo así como “la antonomasia del paradigma matemático de simplicidad computable encuentra su expresión más palmaria en la agregación de dos veces dos”. Reconocerán ustedes que, en esas condiciones, es difícil ponerse a leer un libro de lo que sea.
Quizá el problema más agónico que me plantea la estructura mental de los franceses es su manera de clasificar las ideas. Cuando me instalé en Ferney, localidad próxima a la frontera suiza, intenté durante algún tiempo informarme de los programas de televisión comprando una revista publicada en Francia. La búsqueda era desesperante. Los programas venían clasificados no por emisoras, sino por horas y minutos, en colores distintos, y acompañados de los infalibles pictogramas. Agotado, a las pocas semanas me pasé a su homóloga suiza, que contenía exactamente la misma información, pero expuesta con sentido común y austeridad calvinista. 
En una ocasión, recuerdo haberme perdido en el Metro de París por exceso de información. Uno de esos largos túneles que comunican dos estaciones estaba orlado de una maraña interminable de pictogramas de tamaños, formas y colores variopintos, cada uno de los cuales representaba además un tipo de información diferente. Analizar todos aquellos ‘pictogramas’ habría llevado meses al descifrador de la piedra de Rosetta. Al segundo día, después de haberme perdido por intrincados laberintos hasta el punto de llegar tarde al trabajo, comprendí que era mucho más práctico salir a la superficie y recorrer aquel tramo, simplemente, caminando por la calle. 
Pero hay más. Con el prestigio -justificado- de sus quesos y vinos, los franceses han conseguido colar el mito de su gastronomía, consistente en enmascarar el verdadero sabor de la comida hasta hacerlo desaparecer bajo salsas invariablemente más fuertes que el manjar aderezado. Alguien podría alegar que es un tic histórico: ya en tiempos de la monarquía, los cortesanos tenían por costumbre ungirse con profusos perfumes… para no lavarse, claro. 
La historia de Francia es rica en ejemplos. La Revolución de 1789, publicitada -engañosamente- como el nacimiento de la democracia y el triunfo de la razón, terminó zanjando las diferencias con un argumento tan razonable como la guillotina. Y en mayo del 68, en el apogeo del imperio comunista, miles de jóvenes agitaban por las calles de París retratos de Marx, Mao y Che Guevara mientras a pocos kilómetros de allí, en Berlín, alambres de espino y ráfagas de ametralladora impedían la huida del paraíso socialista, y tanques soviéticos machacaban al mismo tiempo los adoquines y la tímida primavera de Praga. 
También en cine debemos a los franceses alguna que otra indigestión. Tras las magníficas películas de la posguerra, que fue una ducha de humildad saludable para todos los europeos, vino Jean-Luc Godard con la nouvelle vague, y las salas de cine ‘intelectual’ se convirtieron en torturantes dormitorios. Peor aún: el ‘mensaje’ de aquellas historias -que uno siempre buscaba en vano- era tan trascendente que incluso la idea de distraerse haciendo manitas con la acompañante infundía remordimiento. 
Pero quiero ser justo. Francia me ha aportado también placeres entrañables. Quesos como el Vieux Pané o Saint Albray, el cine de Truffaut y de Michel Simon, las canciones de Boris Vian, los cuentos de Maupassant, L’Etranger de Albert Camus, Le diable au corps, de Raymond Radiguet, Le Rouge et le Noir, de Stendhal. El Ciel, mon mardi de Christophe Dechavanne, la pintura de Cézanne, las impertinencias de Voltaire. Las aventuras de Jean-Paul Belmondo, las baladas de Charles Aznavour. La baguette recién horneada, el croissant y el café. Las aventuras de Lucky Luke. Las historietas cómicas de Charlie Hebdo. O el recuerdo de algunas noches mágicas en un piso señorial y destartalado de la Avenue de Tourville…
Quizá la anécdota más elocuente a ese respecto me sucedió cierta mañana en París, frente a la estación de Montparnasse. Estaba yo al borde de la acera, esperando para cruzar la calle. Como la calzada estaba despejada, unos cuantos peatones nos decidimos a pasar en rojo pero, apenas lo intentamos, un automóvil a gran velocidad nos hizo retroceder. Junto a mí, un clochard sucio y astroso, con unas barbas de medio metro y una botella de vino en una mano, pronunció entonces en un francés digno de Montaigne: “La prudence exige que nous reculions”. ¿Cómo no amar y odiar un país así?

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