(Comienzo)
Algún lector, si lo hubiere, de estas anotaciones se habrá preguntado alguna vez –quizá con razón, si no es muy perspicaz- por qué escribo esos artículos para tontos que ningún tonto entiende. Más de uno, seguramente, podría considerarme un prepotente. Pero quizá algún otro, por si todavía quedara alguno, percibirá en mi dedicatoria a los tontos una cierta ironía amarga, o un estoico toque humorístico.
Y es que mis escritos en este blog, como reflejo del zoológico de mi mente, están dirigidos a muy diversos tipos de lectores. Tan diversos, que alguno que otro probablemente no existe. Me refiero -como tú, querido Nadie, habrás adivinado mejor que nadie- a una aventura personal que yo durante años llamé 'koala'. Koala eran las siglas de una denominación pedante que no voy a reproducir aquí, y con esa denominación pedante yo denominaba un modelo del lenguaje humano que, en aquellos tiempos, no estaba aún maduro.
Tardó más de veinte años en madurar, y ahora se llama Glyph Theory. Que sigue siendo un tanto pedante, cierto. Sobre todo, si finalmente resulta ser un chicharro. Pero esto probablemente nunca lo sabré, y confieso que ello me reconcome. Y me reconcome más todavía cuando me recuerdo a mí mismo que uno de mis bisabuelos murió alquimista. No sé si también cabalista, pero no me extrañaría.
El caso es que, madura o no, la teoría de glifos no consigue atravesar las entendederas de ningún ser humano. Tonto o no. Pero yo sigo perseverando, porque el solo hecho de intentarlo me ayuda a fijar y conectar ideas. Hace unos meses, presenté un artículo a uno de esos simposios que se celebran por el mundo para lingüistas del ámbito académico. Por una vez, en lugar de seguir clamando en el desierto, escribí en pocas páginas una digresión sobre los conceptos de la lógica formal desde el punto de vista de mi modelo, que terminaba sugiriendo una infracción semántica en la paradoja de Russell. Que no sería por lo tanto paradoja sino, más bien, algo así como un dibujo de Escher: inconstruible.
Dónde me fui a meter. La decisión de admitir o no mi artículo dependía de la recepción a tiempo de las valoraciones de los referees, y éstas no terminaban de llegar. La fecha de anuncio de admisión o no se aplazó unas semanas, y finalmente me llegó la respuesta. Negativa, naturalmente. Me adjuntaban solamente un informe de uno de los referees, que tampoco esta vez pretextaba nada nuevo: No se aborda ningún tema específico (!), no hay ninguna referencia bibliográfica (?), y la terminología no encaja en ninguna 'escuela' conocida. Apenas me molesté en leerlo. A los pocos días, sin embargo, los organizadores me sorprendieron enviándome un último dictamen. Está publicado en pdf, y ocupa varias páginas. Su autor (cuya identidad, por desgracia, no me está permitido conocer), con un estilo de gran autoridad, refuta casi frase por frase mis argumentos, interpretándolos desde el punto de vista de la lógica formal. Si mi artículo implica una refutación (en realidad una refundación) de la lógica formal, no tiene nada de raro que ese autor y yo no hagamos muchas migas, al menos intelectualmente.
Lo malo del asunto es que no encuentro mi artículo original por ninguna parte. Creo que sé dónde encontrarlo, pero estos días tengo muchísimo trabajo y no tengo ánimo para buscarlo. Cuando llegue el momento, analizaré los comentarios de mi refutador, y veremos. Pero lo que más me ha llamado la atención ha sido lo desmesurado de la reacción. Los dictámenes de los referees suelen ser lacónicos y un poco deshilvanados, como escritos a toda prisa para quitárseme de en medio. Este otro, en cambio, por su extensión y por su línea argumental, merecería ser publicado en un medio científico serio. Como si, en lugar de refutar al diminuto Ricky Mango, el referee estuviera bregando contra alguna gran teoría de Chomsky. A medida que iba pensado en ello, más halagado me iba sintiendo. El comentario, incluso, terminaba diciendo algo así como (cito de memoria): No es imposible que, como argumenta el autor, la geometría sea el fundamento 'natural' de la semántica. Pero para demostrarlo habría que enfrentarse antes a pensadores de la talla de Platón, Kant, Quine, … (y dos o tres más, que ahora no recuerdo).
Yo procuro no pensar en David contra Goliath cuando garrapateo mis fórmulas. Si lo hiciera, no me atrevería a seguir garrapateando. Pienso únicamente en argumentos. Y esta es probablemente la primera vez que alguien se molesta en refutar mis argumentos. Tal vez eso significa que estoy progresando.
Mi relación con los lingüistas comenzó en Ginebra en 1991. Cierto día, rebuscando en una librería de la ciudad, encontré un libro que contenía las actas de un simposio sobre traducción automática. Yo estaba ya muy interesado por el tema y ansiaba, sobre todo, encontrar interlocutores. Cuando leí la contraportada del libro, creí estar soñando. Había sido publicado por un instituto de investigación suizo domiciliado… a pocas manzanas de donde yo me alojaba. Era mi último día en Ginebra, de donde partiría al día siguiente para instalarme en un piso que acababa de comprar en Barcelona. Llevaba meses imaginando aquel momento glorioso en que me sentase al volante, camino del mar y del sur. Hacía tres años que vivía sin domicilio fijo, saltando de un piso a otro como realquilado, con un par de maletas siempre a cuestas. Y estaba harto.
Pero aquel día, de la noche a la mañana, todos mis planes cambiaron. En la rue Acacias encontré el Institut des Sciences Cognitives, y en su tablón de anuncios averigüé que sólo una semana más tarde comenzaba en la Universidad un curso de postgrado en lingüistica computacional. El corazón me dio un vuelco. En la oficina me confirmaron que 'postgraduado' no significaba obligatoriamente 'postgraduado en lingüistica', y que mi título de físico era perfectamente aceptable. En aquel mismo momento tomé la decisión. Al día siguiente empuñé, efectivamente, el volante en dirección a Barcelona, pero una semana después volvía a empuñarlo con ilusión para regresar a la maldita Ginebra e instalarme en aquella ciudad durante los nueve meses restantes que duraría el curso.
En realidad, de todas aquellas clases la única que me interesaba era la de semántica. El modelo sintáctico de Chomsky y sus ramificaciones algebraicas yo ya los conocía, gracias a algunos libros, al igual que la llamada 'semántica formal', entroncada en la lógica de predicados que había estudiado durante la carrera. Me interesé también al principio por la asignatura de psicolingüistica, pero pronto me decepcionó lo rudimentario de sus planteamientos, tan parecidos siempre a un organigrama. Curiosamente, fue el profesor de esta asignatura el que más interés mostró por mi forma de plantear las ideas. Pero ni una sola vez, ni conmigo ni con nadie, percibí el más mínimo asomo de predilección o de animadversión en ninguno de los profesores. Además, no éramos muchos alumnos, y pronto descubrí que no había cortapisas para hacer preguntas.
Las clases de semántica fueron el bocado que más disfruté de aquel festín. La profesora, una británica sexagenaria, conducía las clases con un amplio margen para el diálogo que me hizo sentirme, en ocasiones, como un filósofo ateniense argumentándole a su maestro. Poco después de empezar las clases supe que Margaret King, que así se llamaba aquella profesora de pelo cano, era la directora de la institución y había sido alumna de Wittgenstein, lo cual para mí no era necesariamente motivo de veneración. Siempre he tenido la impresión de que Wittgenstein fue en sus momentos más lúcidos un brillante pirotécnico, y en los más nebulosos, simplemente un neurótico.
Pero las clases de King eran estimulantes porque, además de darnos a conocer todas las tácticas de asalto a la semántica intentadas hasta la fecha, nos permitían argumentar. Yo, tan dado a la argumentación en los temas que me apasionan, tenía que contener constantemente mi entusiasmo, para no adquirir un protagonismo que no deseaba. Pero, cuando uno está rodeado de personas civilizadas, lo que le sale a uno de dentro es ser civilizado.
Un par de años después, mi entonces mujer me animó a inscribirme en un cursillo sobre lingüistica computacional que se celebraba en Soria. Acudí en tren desde Barcelona, en un viaje un tanto machadiano, en parte por los paisajes y en parte por la pátina de tristeza que aquel verano frío imprimía en la atmósfera. A pesar de estar ya entrado el mes de julio, por las calles de Soria corría un viento glacial. Mi relación con los profesores fue cordial, pero se mantenía en una ambigüedad de funambulista. Por una parte, yo tenía más edad que algunos de ellos, y había cursado ya algunas de las materias que ellos enseñaban. Pero la circunstancia de ser físico me situaba en un papel de neófito que les impedía tratarme de igual a igual.
Al menos, así lo veía yo en aquellos días. Después de Soria, me inscribí en la Sociedad Española de Procesamiento del Lenguaje Natural, y en sus congresos descubrí que lo que yo interpretaba como pudor era tal vez, en realidad, acomplejamiento. Cuando empecé a hacer preguntas a los ponentes como si estuviera en una Universidad suiza, el acomplejamiento se convirtió en defensa del territorio. Y cuando supieron que había estudiado con Margaret King y que interpelaba en inglés a los oradores invitados, el sectarismo se tiñó de envidia y la envidia degeneró en odio. No sólo no colaboraron lo más mínimo ni mostraron interés alguno por lo que yo pudiera aportar, sino que se encargaron de hacerme entender que estaba fuera del rebaño.
Y digo rebaño porque no puedo decir ni siquiera corte. Dos simples anécdotas pueden ilustrar lo que quiero decir. En uno de aquellos congresos, en una de las pausas entre ponencia y ponencia, trabé conversación con una chica que debía estar en cuarto o quinto de Lingüistica. Resultó que el siguiente orador era ella. Le pregunté amablemente por el tema de su disertación y ella, después de decirme el título, añadió: "Y a ver si no haces preguntas al final de la ponencia". "Discúlpame, pero es que yo no entiendo la ciencia sin preguntas", repliqué yo entonces, casi sin pensar. Aquel fue el primer aviso.
Hubo más señales inequívocas. Sobre todo, aquel vacío social que fui percibiendo a mi alrededor. El trompetazo final me lo dio un tipo cetrino y prepotente que daba clases en la Politécnica de Barcelona y que, según me explicó, era ingeniero y lingüista, y a mi interés por entablar contacto con él en Barcelona respondió que él "todos los años acudía a los congresos". Ese simpático diálogo y la ponencia de un alumno de 5º sobre un modelo computacional que generaba poesías del Siglo de Oro sin pies ni cabeza me convencieron de que, efectivamente, aquel no era mi rebaño.
Esencialmente, éstos y sus congéneres son lo que yo llamo 'lingüistas tontos". Que me disculpen, pues, todos los que no son lingüistas ni son tontos. Sólo a los del rebaño están dedicadas, que no dirigidas, mis explicaciones sobre lingüistica. Y es que uno de mis muchos defectos, quizá el peor de todos, es que no soporto a los idiotas.
Antes de continuar, supongo que tendría que definir lo que yo entiendo por 'idiota'. Idiota, en mi terminología, es el mediocre engreído. El que habla y no escucha. El envidioso, el burócrata, el acomplejado. El que no atiende a razones, sino a mensajeros. Y en esta bola redonda que llamamos mundo, me ha tocado averiguar, los idiotas pululan.
El lorito virtual de aquella ponencia, la que generaba poesía barroca, no ha sido la única propuesta estúpida que he oído exponer en un congreso. En Amsterdam, al término de una ponencia digna de las mil y una noches, salté con una pregunta demoledora que consiguió irritar a los autores. Se armó un revuelo. Al término de la discusión, en voz baja, un viejo profesor que estaba a mi lado me dio vehementemente la razón: ningún esquema conceptual, susurró, puede ser aceptable si antes no es validado mediante un experimento de psicolingüistica.
Lo que me había incitado a atacar a aquellos pobres ponentes no era sólo la subjetividad desenfadada de sus planteamientos, sino el hecho de que mis artículos, muchísimo más exigentes en términos de objetividad, no conseguían pasar el filtro. Aquella ponencia impresentable había competido con la mía y había ganado. En suma, una vez más en la vida había sido derrotado por… unos idiotas.
Es mi sino, y ya me he resignado. Alguna vez, por reanimar mi ego, he sentido la tentación de compararme a Galileo, pero esa fantasía mía nunca ha pasado de wishful thinking. Galileo sabía que tenía razón. Yo, ni siquiera tengo el consuelo de la certeza. Sin embargo, me queda la pasión, y a una pasión tan solipsista como ésta es difícil renunciar. No, no es Galileo mi modelo. Y seguramente tampoco es casualidad que 'Robinson Crusoe' sea la única novela que he leído más de dos veces.
(Continuación)
sábado, 25 de abril de 2009
Los tontos
a las 18:28
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