Conocí a Muriel hace muchos años en un local de Viena, cerca del Flohmarkt. Era un antro muy pequeño, casi clandestino. Estaba en un sótano y se llamaba 'América Latina' o algo parecido. En aquellos tiempos era casi el único lugar donde uno podía acudir con la esperanza de escuchar música y conocer gente nueva. Yo llevaba sólo unos meses en Viena, y me deprimía bastante el ambiente gris y sepulcral de la ciudad, sobre todo en invierno.
Desde que llegué a Viena hasta que Jorge -un refugiado uruguayo que conocí en el trabajo- me llevó a aquel local, solía pasar las oscuras tardes de invierno en el Café Museum, un ampuloso local de la Karlsplaz, típicamente vienés, donde algún que otro anciano silencioso jugaba esporádicamente al ajedrez.
Aquella noche Jorge me presentó a Muriel, y ella y yo en seguida trabamos conversación. Era chilena, pero había vivido en España, donde había aprendido todo tipo de bailes tradicionales, y en particular el flamenco. Muriel era muy simpática. Hablaba con todo el mundo y conocía también a todo el mundo en aquel pequeño universo de refugiados políticos venidos del Cono Sur.
Cuando le dije que para mí era ya hora de volver a casa, me preguntó si la podía acercar a su domicilio, y accedí. Casualmente, aquella tarde había comprado yo unas cerezas y le ofrecí probarlas. Al cabo de un rato, ya de camino, me dijo de pronto que quería "tirar un cuesco". Procuré mantener la calma y no hice ningún comentario. "Abre la ventanilla", le dije por toda respuesta.
"¿Quieres que lo tire por la ventanilla?", me contestó. Yo no entendía. Tuvimos que intercanbiar unas cuantas aclaraciones hasta que averigüé que, en Chile, un cuesco no es una ventosidad ruidosa, como en España, sino un hueso de una fruta. Nos reímos mucho con aquel malentendido, y a partir de aquella noche Muriel y yo fuimos amigos.
Por las mañanas, Muriel trabajaba como ayudante de un dentista vienés, pero por las tardes daba clases de flamenco en un local de la ciudad. Su pasado era rocambolesco. En tiempos de Allende se había afiliado al MIR, y durante los años revolucionarios incluso había llevado pistola, como muchos otros camaradas del partido. Cuando cayó Allende, consiguió refugiarse en la embajada de Suecia, a donde llegó escondida en el maletero del coche del cónsul, y de allí había volado a Viena.Desde que llegué a Viena hasta que Jorge -un refugiado uruguayo que conocí en el trabajo- me llevó a aquel local, solía pasar las oscuras tardes de invierno en el Café Museum, un ampuloso local de la Karlsplaz, típicamente vienés, donde algún que otro anciano silencioso jugaba esporádicamente al ajedrez.
Aquella noche Jorge me presentó a Muriel, y ella y yo en seguida trabamos conversación. Era chilena, pero había vivido en España, donde había aprendido todo tipo de bailes tradicionales, y en particular el flamenco. Muriel era muy simpática. Hablaba con todo el mundo y conocía también a todo el mundo en aquel pequeño universo de refugiados políticos venidos del Cono Sur.
Cuando le dije que para mí era ya hora de volver a casa, me preguntó si la podía acercar a su domicilio, y accedí. Casualmente, aquella tarde había comprado yo unas cerezas y le ofrecí probarlas. Al cabo de un rato, ya de camino, me dijo de pronto que quería "tirar un cuesco". Procuré mantener la calma y no hice ningún comentario. "Abre la ventanilla", le dije por toda respuesta.
"¿Quieres que lo tire por la ventanilla?", me contestó. Yo no entendía. Tuvimos que intercanbiar unas cuantas aclaraciones hasta que averigüé que, en Chile, un cuesco no es una ventosidad ruidosa, como en España, sino un hueso de una fruta. Nos reímos mucho con aquel malentendido, y a partir de aquella noche Muriel y yo fuimos amigos.
Un día, el dentista le dijo que se había enterado de sus clases de flamenco y la conminó a abandonar aquella actividad, según él de dudosa reputación. Por toda respuesta, Muriel le contestó que prefería dejar la clínica y dedicarse sólo al flamenco. Eso hizo.
A partir de ese momento, se dedicó enteramente a sus clases de flamenco y a organizar actuaciones de cantaores y guitarristas andaluces en locales de Viena. Los conocía a todos. Te ibas a cualquier bareto del Albaicín, decías que eras amigo de Muriel, y todos te hablaban de ella como si fuera de la familia.
Alguna de aquellas actuaciones resultó desastrosa. En una ocasión, en un pueblo cerca de Viena, estaban ya en el escenario ella, vestida de faralaes, y a la guitarra un joven amigo nuestro, entonces estudiante de música y hoy compositor de prestigio. Transcurrió un rato que se hacía eterno, pero el cantaor no se presentaba. Nerviosismo entre el público. Cuando por fin apareció en el escenario, estaba completamente borracho. El guitarrista empezó a tocar, Muriel empezó a bailar, y unos momentos más tarde el cantaor vomitó en mitad del escenario. Muriel, bailando, intentó pasar por encima, pero se resbaló y se cayó. Fue una catástrofe. El productor los despidió de muy malos modos.
En una ocasión le comenté a Muriel que, cuando hice el servicio militar, los soldados me llamaban "la pantera rosa", seguramente por mi forma de caminar. A ella aquel mote le hizo mucha gracia, y desde entonces me llamaba cariñosamente "panterita".
Cuando me marché de Viena, Muriel y yo mantuvimos el contacto. Ella vino a visitarme en varias ocasiones, y yo siempre que iba a Viena me alojaba en su casa. Vivía en un apartamento modesto en compañía de Mina, su anciana madre, que a pesar de su avanzada edad tenía una energía desbordante. Mina era muy simpática y hacía unos pasteles de choclo riquísimos.
Un día, Muriel me llamó para decirme que le habían diagnosticado la enfermedad de Parkinson. Estaba en tratamiento, pero nunca se recuperó. Finalmente, supe que la habían internado en un sanatorio regentado por monjas. Aunque llamé varias veces pidiendo hablar con ella, nunca lo conseguí.
Quién le iba a decir a ella, que acudió varias veces a Marinaleda como en peregrinación, que terminaría en un sanatorio de religiosas. Un día, años después, recibí un correo de Diego, su hijo, dándome la mala noticia que yo ya me temía. "Creo que estaba ya harta", terminaba diciendo.
Muriel, mi amor. Siempre te quise mucho. A pesar de los años transcurridos, te sigo echando en falta.
-----------------------------------------
A Carilú la conocí en Madrid, en verano, en un parque de mi barrio. Era mexicana, y vivía por entonces con mi amigo Pedro y con el pequeño Diego, que era hijo de otro hombre anterior a Pedro. Diego tendría apenas cuatro años, y Carilú era todavía casi una chiquilla. Pronto averigüé que el padre de Carilú era Chucho Navarro, el fundador del trío Los Panchos.
Recuerdo a aquella Carilú (abreviación piadosa de 'Caridad Guadalupe') como una muchacha tímida y linda. Tardaría aún años en desarrollar el carácter indestructible que finalmente forjó. Heredado de su madre, seguramente. La madre era cubana, y había sido bailarina en Estados Unidos allá por los años 50. Allí había conocido a Chucho y se habían terminado casando. Fue un matrimonio catastrófico, plagado de broncas, dramas e infidelidades por ambas partes.
A pesar de ganar mucho dinero con Los Panchos, Chucho nunca quiso moverse del barrio de su infancia, que no era el más recomendable de la ciudad, y su hijo mayor, Chuny, se hizo adicto a la inhalación de pegamento. Verlo recién colocado era un espectáculo deprimente pero, aún así, se las arreglaba para actuar en el trío junto con su padre.
Conocí a ellos dos en uno de mis viajes a México, en el hogar paterno. Vivìan en una espaciosa casa de dos plantas, en la calle Tehuantepec. Casualmente, por aquellos días se celebraba el 70 cumpleaños de Chucho, que festejaron en casa con una maravillosa comida mexicana, rematada con una actuación en directo de Chucho con su hijo. Recuerdo a todos los hombres en el salón comiendo, fumando y bromeando, mientras las mujeres contemplaban la escena discretamente sentadas, todas en hilera junto a la pared.
Con Carilú visité Taxco, Cuernavaca y Acapulco en aquel viaje. Era mi primera visita a México y me enamoré de aquel país desde el primer día. Recuerdo con deleite el huachinango con mojo de ajo que comimos en un chiringuito de una playa de Acapulco, una excursión en barca por la laguna de Pie de la Cuesta, el fascinante mercado de Acapulco, donde compré toda la artesanía que pude acarrear, Cuernavaca -la ciudad de la eterna primavera- y Taxco, con su bella catedral y sus puestecitos de plata, ónice, amatista y otros hermosos minerales.
De aquel viaje recuerdo también Teotihuacán y Puebla, y Morelos. Y, en Yucatán, Valladolid (de México) y una carretera desierta que atravesaba la selva desde Cancún hasta Tulúm, pasando por Chichén Itzá. Recuerdos imborrables.
Recuerdo también una exposición fascinante de jóvenes pintores mexicanos en el Palacio de Bellas Artes, en el centro de la ciudad. Y la casa museo de Frida Kahlo, y el Zócalo, y la Avenida Insurgentes. Y la vida que bullía por todas las calles del centro, donde se podía desde comprar un reloj barato hasta comer enchiladas o hacerse cortar el pelo sin salir de la acera.
Volví a visitar a Carilú en varias ocasiones. En una de ellas, en el transcurso de otra excursión, nos enamoramos, y pocos meses después Carilú acudió a visitarme a Barcelona. Llegó con el tiempo justo para acompañarme a La Haya, donde yo tenía ya firmado un contrato de una semana. En Amsterdam -otra de las ciudades que adoro- vivimos horas maravillosas, comimos manjares orientales y paseamos sin cansarnos entre canales, gaviotas, bicicletas y coffee shops.
Yo me había separado recientemente de Cristina y decidí irme a vivir con Carilú a México, pero la experiencia no salió bien. Ella estaba ya metida en círculos "new age", y yo en aquel mundo no encajaba. No me interesaban las sesiones de ayahuasca ni las enseñanzas de los maharashis, ni la comida macrobiótica. Regresé a España entristecido, pero ella y yo seguimos manteniendo la amistad, y todavía, años después, hice un último viaje al DF (hoy Ciudad de México), ya como amigo solamente.
En aquel último viaje hicimos una excursión inolvidable por el estado de Veracruz, no sólo en la capital, sino por los pueblos del interior: me embriagué de colores y aromas, comidas, ambiente popular siempre festivo y alegre, músicos de todos los géneros imaginables en la incomparable plaza mayor de Veracruz, el mercado al aire libre del puerto... No me habría marchado nunca.
Por el camino, nos alojamos en un rancho de una amiga de Carilú, también actriz como ella, desde donde se veía el Popocatépetl, que allá llaman afectuosamente "el Popo". Son tantos recuerdos...
Años después, cuando anunciaron la vacuna contra el covid, averigüé que no era recomendable y se lo dije. Ella, todavía en la onda macrobiótica y alejada de la medicina oficial, me dijo vehementemente que ni por asomo se metería ella "esa mierda" en su cuerpo.
Sin embargo, la presión en su trabajo era muy fuerte y, para poder seguir actuando en una serie de televisión, terminó vacunándose. Sólo un año después murió Chuny repentinamente, de un infarto, y Carilú se fue detrás de él meses más tarde, a causa de una enfermedad bastante más penosa. No tengo duda de cuál fue la causa en ambos casos, pero la vida discurre en una sola dirección y, por desgracia, no nos deja detenernos.
Carilú, te sigo echando en falta también, mucho. Todavía se me hace difícil recordar tu maravilloso país y aceptar que ya no estás allá. Que ya nunca más estarás allá sonriendo, refunfuñando, fumando, bromeando.
----------------------------
A Alejandro lo conocí en Ginebra. Era mi primer trabajo en aquella ciudad, y aquella mañana entré a su oficina para preguntarle no recuerdo qué.
"Aquí todo el mundo se tutea", me espetó cuando oyó que lo trataba de usted. Alejandro tenía un sentido del humor muy peculiar. Ridiculizaba a quienes se creían en posesión de la verdad pero, a pesar de su acerbo sentido del humor, siempre era respetuoso con todo el mundo, por odiosas que fueran las personas objeto de sus comentarios. Nunca lo oí juzgar a nadie, y se mantenía siempre en un terreno equidistante frente a las ideologías y convicciones de los demás.
Seguramente alimentaba la fantasía de vivir por encima del bien y del mal. Era hijo de un banquero catalán y de una andaluza, y aquella chocante combinación le confería al mismo tiempo el seny y la rauxa de los catalanes. Era al mismo tiempo conservador y anarquista, pero en su comportamiento fue siempre un caballero.
Tomábamos café a veces durante la media hora oficiosa de los funcionarios frente al Parque de las Naciones, junto a la orilla del lago Léman. Curiosamente, el mismo parque en el que yo había pernoctado en un banco público, sólo unos pocos años antes, en mi época de estudiante pobre y trotamundos. Fuera del trabajo, Alejandro y yo rara vez nos veíamos, pero cuando lo destinaron a París con un cargo bastante más importante, me contrató en varias ocasiones. No por amistad, debo decir, sino porque me consideraba competente en mi trabajo.
De hecho, su comportamiento como jefe era ejemplar. Siempre llegaba el primero a la oficina, y sabía ser ecuánime con todos en todas las situaciones, por difíciles que fueran. Tuvo que poner orden en un departamento que antes de él había sido absolutamente caótico, y lo hizo a la perfección.
En París salíamos a cenar algunas veces (en la oficina evitaba incluso tomar café con quienes había contratado, para no ser sospechoso de favoritismo). En aquella ciudad se encontraba feliz. Vivía en uno de los distritos más exclusivos de París, y ni por asomo quiso jamás regresar a Cataluña. Odiaba cordialmente a los pijos barceloneses (porque los conocía), y aunque durante años se sintió próximo al nacionalismo catalán, llegó un punto en que la realidad se impuso y se hizo españolista ferviente.
Su país preferido era Italia, que solía recorrer en coche durante las vacaciones. Le gustaban las cosas bellas: la buena pintura, la buena música clásica, la literatura universal. Tenía una enorme cultura, sin hacer nunca gala de ella. Con él he mantenido largas conversaciones sobre casi todos los temas, pero principalmente sobre literatura y sobre escritores. Cuando se jubiló se entretenía traduciendo poemas de Shelley y leyendo ávidamente, sobre todo a los clásicos.
Odiaba los ordenadores, y cuando yo escribí mi segunda novela tuve que imprimirla en papel y enviársela por correo. Creo que al menos una parte de ella le entusiasmó, pero nunca me dijo si la consideraba buena, mala o mediana. Era su estilo. Muchos años antes, él mismo había leído mi primera novela, que era francamente mala, y nunca se atrevió a decírmelo directamente.
En mi último viaje a París paseamos largamente por la ciudad, como siempre hablando de todo un poco, aunque nunca de banalidades. Era una delicia conversar con él, tanto por su cultura como por su sentido del humor permanente. En aquella ocasión aprovechó mi estancia en la ciudad para llevarme a una tienda de informática a comprar un ordenador, que le tuve que instalar después en el despacho de su casa. En agradecimiento, me llevó a comer al mejor restaurante de París, pese a que sabía que a mí esas cosas me dan bastante igual.
Hace tres años, cuando inicié mi blog de Substack, él fue uno de sus primeros suscriptores. Alejandro no tenía mucha relación con la ciencia. Había estudiado económicas y derecho, aunque leía también a veces libros de divulgación científica. En una ocasión me llamó por teléfono a Barcelona -desde París-, y mantuvimos una conversación de más de una hora tratando de que yo le aclarara lo que era un gauge field. Confieso que no lo conseguí.
Hace ya un año que su suscripción a mi blog quedó en silencio. Dejó de abrir mis correos semanales. Yo sabía que no se encontraba bien de salud, pero nunca me dio detalles. Como a mí, no le gustaba nada hablar de médicos ni de enfermedades.
Me solía llamar él a mí por teléfono, de cuando en cuando. Nunca se quiso meter en redes sociales. Al advertir su silencio empecé a preocuparme, pero no me atreví a llamarle para averiguar cómo estaba. Me temía lo peor. Un día, por fin, recibí una llamada suya. Sonaba jovial, como siempre, pero no conversamos más que uno o dos minutos. Apenas tuvimos tiempo para intercambiar impresiones. "¿Todo bien?" "Sí, todo bien". "Bueno, me alegro". Y, apenas unas frases después, "Bueno, ahora te dejo. Hasta otra".
En aquel momento no lo comprendí. Había llamado para despedirse.
--------------------------------------
No suelo escribir textos tan personales en este blog, pero no se me ha ocurrido otra manera de expresar mi añoranza. Necesitaba sacarla de dentro y esta ha sido la única solución que he encontrado. Amigos queridos que ya no estáis: habéis sido una parte muy importante de mí. Por el afecto que me habéis dado y por vuestra capacidad para comprenderme, dos cualidades cada día más difíciles de encontrar. Por eso, desde este tiempo y texto, quiero dedicaros hoy un recuerdo emocionado, resumido en sólo cinco palabras:
Os echo de menos. Mucho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario