En muy poco tiempo, el mundo se ha vuelto incomprensible. Desde que, en septiembre de 2020, una serie cronológica de datos me abrió los ojos a una realidad inconcebible, me estoy devanando los sesos tratando de comprender. No sólo por averiguar el propósito final de este onírico golpe de estado supranacional sino, sobre todo, cómo es posible que el mundo haya emprendido una deriva tan distópica casi insensiblemente. Noticias que hoy nos suenan ya normales eran, hace sólo unos pocos años, delirios de ciencia ficción o síntomas de trastorno mental preocupante. Y algunos pasajes de Orwell empiezan a parecer fantasías ingenuas de un aficionado.
Países donde las libertades básicas se daban por supuestas se han transformado, en apenas meses, en campos de concentración regidos por bandas de políticos indistinguibles entre sí, que recuerdan a lejanos personajes que creíamos haber dejado atrás --con alivio-- en las páginas de la historia.
¿Cómo ha sido posible todo esto? Hace algunos años vi en un vídeo a un hipnotista que ponía en trance a las personas jugando con la sorpresa. No, no les mostraba un péndulo mientras con voz sosegada los invitaba a relajarse. Simplemente, cuando la otra persona le tendía la mano en ademán de saludo, en el momento del contacto él le decía en voz baja: "¡Duérmete!" Era infalible. Tan infalible que, en el instante en que daba la orden, tenía que extender los brazos para sujetar a aquella persona, que incomprensiblemente obedecía... y se quedaba dormida.
Recuerdo también otra ocasión en que llamaron a mi puerta. Apenas la abrí, un joven con una carpeta me espetó una parrafada incomprensible que evidentemente tenía memorizada. La parrafada terminaba con "Enséñeme su contrato del gas". Anonadado, le pedí que repitiera lo que había dicho y lo repitió palabra por palabra. Cuando comprobé que aquel galimatías era incomprensible le di con la puerta en las narices.
Algún tiempo después, sin embargo, descubrí que había una técnica de hipnosis que consistía exactamente en eso: sumir al interlocutor en un estado de confusión mental y, seguidamente, darle una orden. Conmigo no funcionó, pero confieso que mi primer impulso al oír a aquel mequetrefe fue ir a buscar el contrato del gas.
Esos son los dos ingredientes: sorpresa y confusión. La sorpresa mayúscula creada por una 'pandemia' falsamente apocalíptica y la confusión que desataron los fantasmas de contagio, la persecución del hombre blanco, los discursos de género, la histeria climática y las invasiones civiles a través de las fronteras. Podemos sumarle también (aunque no estoy seguro de que formen parte del mismo plan) los agrios antagonismos creados en poco tiempo por dos guerras sucesivas que han dividido radicalmente a las sociedades mundiales. Incluso a muchas familias.
Visto así, a distancia y en conjunto, todo esto suena a un plan muy estudiado. Escalofriantemente estudiado. Pero lo que realmente ha permitido el salto cuántico que estamos viviendo fueron las medidas radicales que en su momento se ampararon en la 'pandemia'. En pocas semanas, sociedades aceptablemente democráticas, atónitas y desconcertadas, aceptaron implícitamente que los ciudadanos debían estar a las órdenes de los gobiernos, y no a la inversa. Una vez aceptado ese mensaje sin pasar por el filtro del raciocinio, la inversión de papeles se ha instalado en la sociedad. Y continúa imparable, por simple inercia colectiva.
Sé que parece inverosímil. Yo mismo resistí durante meses antes de convencerme de que hay un plan (quizá más de uno) detrás de todo este delirio. Y sólo lo he aceptado cuando he llegado a la conclusión de que no hay ninguna otra explicación posible. (Salvo, quizá, la hipótesis de los extraterrestres, que la navaja de Occam me insta a descartar).
En cualquier caso, la bola de nieve está ya rodando, y nadie sabe cuánto crecerá todavía ni hasta dónde llegará. Ni cómo detenerla. Como sucede con las estampidas, estamos ante un fenómeno de masas irracional que, además, tiene un componente hipnótico. Pensar que es posible detener esa estampida y, al mismo tiempo, despertar del trance parece un derroche de ingenuidad. El tren de la historia está descarrilando y nadie puede adivinar cuándo volverá a tener asientos disponibles.
Tal vez ni siquiera lo saben los que están manejando el cambio de agujas.
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