La pesadilla mundial que estamos viviendo, tan fulgurante como la Blitzkrieg que dio comienzo a la segunda guerra mundial, me intriga desde hace tiempo. A veces pienso que es un asalto de inspiración comunista, en la línea futurista de 1984, pero otras veces se me antoja mucho más parecido al fenómeno alemán de los años 30. Los dos son igualmente totalitarios, es cierto. Pero, si nos fijamos bien, hay diferencias de fondo entre ellos.
La revolución bolchevique estaba movida por el odio. El odio de las clases proletarias contra sus 'explotadores', y aquel odio fue el motor visceral de un asalto al poder que duró tres cuartos de siglo. El estereotipo inicial de proletarios frente a capitalistas se convirtió en ideología, y la ideología terminó materializándose en una estructura de estado inexpugnable.
El movimiento nacionalsocialista alemán, en cambio, estaba movido por la soberbia. En parte, como reacción a la humillación del tratado de Versalles, y en parte gracias al estereotipo de las razas superiores, o puras, e inferiores, o contaminantes.
Lo que está sucediendo ahora es más complejo, porque se asienta en una sorprendente combinación de esos dos estados emocionales más un tercero, igualmente visceral: el miedo. Probablemente, esa yuxtaposición refleja una confluencia de intereses diferentes.
En muchos países de América Latina, el asalto al poder está siguiendo claramente la línea bolchevique: el odio al explotador, aderezado en esta ocasión con el odio indigenista al colono dominante. Comunista es también la estrategia de Black Lives Matter, generando odio entre razas, y la estrategia de la destrucción de símbolos del pasado (nombres de calles, estatuas) y de instituciones sociales como el matrimonio o la procreación.
El componente ultraderechista, en cambio, está presente en los nodos clave de la sociedad. En particular, las universidades y los medios de comunicación han adoptado un supremacismo moral con el que justifican su veto a cualquier información alternativa con la etiqueta de "desinformación", y que condena a los disidentes a una humillante escombrera en la que han de coexistir con una fauna de supersticiosos, alucinados y fanáticos de lo más pintoresco.
La tercera pata de la guerra relámpago que estamos viviendo es la más novedosa, y está basada en un viejo instigador de comportamientos irracionales: el miedo. El miedo omnipresente frente a un enemigo que, por definicion, es impalpable. Es el peor enemigo imaginable: puede estar en cualquier parte, y ni siquiera podemos ver dónde está ni cuándo nos ataca. El miedo, como el odio o la soberbia, es un estado mental altamente contagioso, y sus promotores han hecho una genial aportación a la historia del poder absoluto.
He hablado de 'ideología' pero, en este trance que estamos atravesando, igual podía haber escrito 'mitología', porque los estereotipos enarbolados para justificar la toma del poder recuerdan mucho a los dioses de las antiguas religiones. El más prominente, la Ciencia, es un dios sin rostro, pero se manifiesta a través de sus oráculos: los "científicos". Igual que los oráculos de la antigüedad, los científicos del Olimpo actual no aciertan ni una, pero dictan las decisiones de los reyezuelos de turno y, lo que es peor, son ciegamente obedecidos por el sector más crédulo (o menos crítico, o más vago) de la población.
En conclusión: no hemos avanzado tanto desde las cuevas de Altamira. O quizá no hemos avanzado nada. Si exceptuamos el Renacimiento y la Ilustración, el resto de la historia de la humanidad ha sido, simplemente, una perpetua estampida.
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La revolución bolchevique estaba movida por el odio. El odio de las clases proletarias contra sus 'explotadores', y aquel odio fue el motor visceral de un asalto al poder que duró tres cuartos de siglo. El estereotipo inicial de proletarios frente a capitalistas se convirtió en ideología, y la ideología terminó materializándose en una estructura de estado inexpugnable.
El movimiento nacionalsocialista alemán, en cambio, estaba movido por la soberbia. En parte, como reacción a la humillación del tratado de Versalles, y en parte gracias al estereotipo de las razas superiores, o puras, e inferiores, o contaminantes.
Lo que está sucediendo ahora es más complejo, porque se asienta en una sorprendente combinación de esos dos estados emocionales más un tercero, igualmente visceral: el miedo. Probablemente, esa yuxtaposición refleja una confluencia de intereses diferentes.
En muchos países de América Latina, el asalto al poder está siguiendo claramente la línea bolchevique: el odio al explotador, aderezado en esta ocasión con el odio indigenista al colono dominante. Comunista es también la estrategia de Black Lives Matter, generando odio entre razas, y la estrategia de la destrucción de símbolos del pasado (nombres de calles, estatuas) y de instituciones sociales como el matrimonio o la procreación.
El componente ultraderechista, en cambio, está presente en los nodos clave de la sociedad. En particular, las universidades y los medios de comunicación han adoptado un supremacismo moral con el que justifican su veto a cualquier información alternativa con la etiqueta de "desinformación", y que condena a los disidentes a una humillante escombrera en la que han de coexistir con una fauna de supersticiosos, alucinados y fanáticos de lo más pintoresco.
La tercera pata de la guerra relámpago que estamos viviendo es la más novedosa, y está basada en un viejo instigador de comportamientos irracionales: el miedo. El miedo omnipresente frente a un enemigo que, por definicion, es impalpable. Es el peor enemigo imaginable: puede estar en cualquier parte, y ni siquiera podemos ver dónde está ni cuándo nos ataca. El miedo, como el odio o la soberbia, es un estado mental altamente contagioso, y sus promotores han hecho una genial aportación a la historia del poder absoluto.
He hablado de 'ideología' pero, en este trance que estamos atravesando, igual podía haber escrito 'mitología', porque los estereotipos enarbolados para justificar la toma del poder recuerdan mucho a los dioses de las antiguas religiones. El más prominente, la Ciencia, es un dios sin rostro, pero se manifiesta a través de sus oráculos: los "científicos". Igual que los oráculos de la antigüedad, los científicos del Olimpo actual no aciertan ni una, pero dictan las decisiones de los reyezuelos de turno y, lo que es peor, son ciegamente obedecidos por el sector más crédulo (o menos crítico, o más vago) de la población.
En conclusión: no hemos avanzado tanto desde las cuevas de Altamira. O quizá no hemos avanzado nada. Si exceptuamos el Renacimiento y la Ilustración, el resto de la historia de la humanidad ha sido, simplemente, una perpetua estampida.