lunes, 18 de octubre de 2021

Odio, soberbia, miedo

La pesadilla mundial que estamos viviendo, tan fulgurante como la Blitzkrieg que dio comienzo a la segunda guerra mundial, me intriga desde hace tiempo. A veces pienso que es un asalto de inspiración comunista, en la línea futurista de 1984, pero otras veces se me antoja mucho más parecido al fenómeno alemán de los años 30. Los dos son igualmente totalitarios, es cierto. Pero, si nos fijamos bien, hay diferencias de fondo entre ellos.

La revolución bolchevique estaba movida por el odio. El odio de las clases proletarias contra sus 'explotadores', y aquel odio fue el motor visceral de un asalto al poder que duró tres cuartos de siglo. El estereotipo inicial de proletarios frente a capitalistas se convirtió en ideología, y la ideología terminó materializándose en una estructura de estado inexpugnable. 

El movimiento nacionalsocialista alemán, en cambio, estaba movido por la soberbia. En parte, como reacción a la humillación del tratado de Versalles, y en parte gracias al estereotipo de las razas superiores, o puras, e inferiores, o contaminantes.

Lo que está sucediendo ahora es más complejo, porque se asienta en una sorprendente combinación de esos dos estados emocionales más un tercero, igualmente visceral: el miedo. Probablemente, esa yuxtaposición refleja una confluencia de intereses diferentes.

En muchos países de América Latina, el asalto al poder está siguiendo claramente la línea bolchevique: el odio al explotador, aderezado en esta ocasión con el odio indigenista al colono dominante. Comunista es también la estrategia de Black Lives Matter, generando odio entre razas, y la estrategia de la destrucción de símbolos del pasado (nombres de calles, estatuas) y de instituciones sociales como el matrimonio o la procreación. 

El componente ultraderechista, en cambio, está presente en los nodos clave de la sociedad. En particular, las universidades y los medios de comunicación han adoptado un supremacismo moral con el que justifican su veto a cualquier información alternativa con la etiqueta de "desinformación", y que condena a los disidentes a una humillante escombrera en la que han de coexistir con una fauna de supersticiosos, alucinados y fanáticos de lo más pintoresco. 

La tercera pata de la guerra relámpago que estamos viviendo es la más novedosa, y está basada en un viejo instigador de comportamientos irracionales: el miedo. El miedo omnipresente frente a un enemigo que, por definicion, es impalpable. Es el peor enemigo imaginable: puede estar en cualquier parte, y ni siquiera podemos ver dónde está ni cuándo nos ataca. El miedo, como el odio o la soberbia, es un estado mental altamente contagioso, y sus promotores han hecho una genial aportación a la historia del poder absoluto.

He hablado de 'ideología' pero, en este trance que estamos atravesando, igual podía haber escrito 'mitología', porque los estereotipos enarbolados para justificar la toma del poder recuerdan mucho a los dioses de las antiguas religiones. El más prominente, la Ciencia, es un dios sin rostro, pero se manifiesta a través de sus oráculos: los "científicos". Igual que los oráculos de la antigüedad, los científicos del Olimpo actual no aciertan ni una, pero dictan las decisiones de los reyezuelos de turno y, lo que es peor, son ciegamente obedecidos por el sector más crédulo (o menos crítico, o más vago) de la población.

En conclusión: no hemos avanzado tanto desde las cuevas de Altamira. O quizá no hemos avanzado nada. Si exceptuamos el Renacimiento y la Ilustración, el resto de la historia de la humanidad ha sido, simplemente, una perpetua estampida.

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lunes, 11 de octubre de 2021

Jornada 6

La tribu de salvajes continúa en la playa. Robinson ha comprendido que tendrá que trasladarse a otra ladera de la isla. ¿Verá pasar menos barcos desde allá? No lo sabe.

Por suerte, la estructura de su cabaña está en buen estado. Tendrá que tener paciencia para ir trasladándola poco a poco. 

Su única esperanza es que pase algún barco. Necesita agarrarse a ella, porque sabe que, para ser feliz, necesita un futuro.

Un futuro alejado de los salvajes de la playa.

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jueves, 7 de octubre de 2021

Sin novedad bajo el Sol

Hace algún tiempo fui entrevistado para un podcast de literatura. Concretamente, sobre la novela La Regenta, que todavía hoy considero la mejor novela escrita en español. Antes de la entrevista, naturalmente, tuve que releerla y, a medida que la leía, fui tomando notas. 

El comienzo de La Regenta es una panorámica a vista de pájaro de lo que poco a poco iremos averiguando en las páginas siguientes: la ciudad de Vetusta, extendida allá abajo, y en ella, como topos en sus madrigueras, sus imaginarios habitantes, contemplados desde lo alto de la torre de la catedral. 

Quien está pasando revista a la realidad cotidiana de Vetusta es, por supuesto, el Magistral. Provisto de unos prismáticos, su mirada va recorriendo calles, puertas y ventanas y, en ellas o tras ellas, repasando mentalmente la vida y peripecias de cada vetustense y de sus familias, que él conoce mejor que nadie.

Estamos hablando del siglo XIX, y en aquellos tiempos la única tecnología de que disponía un sacerdote era el confesionario. ¿Redes sociales? Por supuesto. La ciudad hervía de intrigas, amoríos, trifulcas, envidias y bostezos, y casi todos conocían más o menos la vida privada de todos los demás. 

Más o menos. Los secretos más íntimos estaban, por definición, al abrigo de miradas indiscretas, salvo cuando la casualidad o algún error de cálculo los sacaban a la luz. Pero en un confesionario, también por definición, no hay secretos, y el perdón de los pecados llevaba aparejado algo mucho más poderoso: la posibilidad de controlar a toda la población.

El Magistral juega con esos ases en la manga aunque, para ser justos con él, no abusa tanto como podría. En aquel paisanaje sempiterno del siglo XIX, sólo alterado de cuando en cuando por noticias lejanas y pronunciamientos militares, los personajes de la buena --y de la mala-- sociedad se limitan a repetir una y otra vez las mismas representaciones. Heráclito, sin duda, estaba equivocado: en Vetusta todos los habitantes se bañan siempre en el mismo río.

Pero el Magistral lo sabía todo de todo el mundo: quién engañaba a su cónyuge con quién, quién abusaba, traicionaba, padecía, envidiaba, aparentaba o idolatraba a quién. Con pelos y señales. El Magistral era el Google (o el Facebook, si ustedes lo prefieren) del siglo XIX, y así lo comenté en aquella entrevista. No, a estas alturas ya no hay nada nuevo bajo el Sol.

Ni, seguramente, bajo la Luna. Los sueños y las fantasías también se repiten y se combinan para crearnos la impresión de que son originales. Naturalmente, en vano. Toda la primera mitad del siglo XX fue un esfuerzo denodado de los artistas por ser más originales que todos los demás. Así fue como nacieron el impresionismo, el cubismo, el urinario de Duchamp, la música dodecafónica o el teatro del absurdo. Pero ¿fueron todos ellos realmente originales?

Posiblemente no. Los efectos de la absenta en los pintores impresionistas no eran diferentes de los efectos de otras hierbas y hongos en las tribus primitivas. El cubismo lo inventaron en Africa muchos siglos antes de Picasso, la destrucción de la armonía musical fue un hallazgo de los payasos y bufones de la corte, y el teatro del absurdo lo inventaron los niños y los locos.

Desde luego, hoy ya no es necesario estar loco para ir hablando solo por la calle. Basta con tener un aparatito incrustado en una oreja. Pero el resultado es el mismo. Los locos hablan con alguien que nosotros no vemos. Los del aparatito en la oreja, igual.

Todo esto no quiere decir que las obras de Derain, Schönberg o Beckett sean tan toscas como las de sus antepasados. Sólo quiere decir que ellos no fueron los inventores. Contra lo que muchos creen todavía, el arte no consiste en tener ideas originales, sino en saber elaborarlas. El verdadero arte, en realidad, es simplemente artesanía. Y a mucha honra.

Voy a poner un ejemplo. Escojamos al azar un mensaje cualquiera de los millones que circulan todos los días por las redes sociales, y comparémoslo con este poema de Gerardo Diego, igualmente incomprensible:

¿Quién dijo que se agotan la curva el oro el deseo
el legítimo sonido de la luna sobre el mármol
y el perfecto plisado de los élitros
del cine cuando ejerce su tierno protectorado?

Registrad mi bolsillo
Encontraréis en él plumas en virtud de pájaro
migas en busca de pan dioses apolillados
palabras de amor eterno sin
carta de aterrizaje
y la escondida senda de las olas.

Los locos se adelantaron a Gerardo Diego, pero la buena artesanía hay que cultivarla, porque el mundo, más que consumidores, necesita artesanos. Las sociedades, como los templos de la antigüedad o las pirámides, se deterioran con el tiempo.

Es más: la mayoría de ellos terminan desapareciendo.

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