Con las personas por las que siento respeto, hay temas que prefiero no abordar. En la mente humana, el edificio de la fe es una fortaleza inexpugnable. Su lógica es distinta a la de la razón, porque tiene sus propios postulados y sus propios mecanismos de razonamiento. Observe el lector que no he dicho que la fe es un error, ni un territorio irracional. Exceptuando, posiblemente, a los afectados por el síndrome de Asperger, todos tenemos fe en algo, quizá en casi todo. Hay muchas razones para creer que unos astronautas llegaron a la luna, y todas las evidencias que tenemos concuerdan en que así sucedió. Pero, al final de la jornada, tenemos que creer que sucedió. Simplemente, porque no estábamos allí.
Yo fui educado en la fe católica, con toda la insistencia que cabía esperar de un régimen firmemente asentado en el catolicismo. Mucha menos insistencia, desde luego, que la que hoy despliegan a nuestro alrededor los sacerdotes de la nueva religión totalitaria. Fue mi madre la que, en mis primeros años, apoyaba aquellas enseñanzas, aunque con el tiempo se fue volviendo más indiferente hasta llegar, sospecho yo, al agnosticismo.
Durante mi adolescencia, la religión me torturaba. Todo en ella me producía angustia: los misioneros que curaban leprosos, la obsesión por la crucifixión, la sombra permanente del pecado y la necesidad de expiación, el suplicio de la castidad, el sufrimiento, la obligación de ir a misa, de rezar. Yo era aún muy joven y no sabía expresarlo, pero en mi interior sentía que todos aquellos ritos y normas eran absolutamente desproporcionados. Seguramente, disfrutar de estar vivo sin meterse con nadie tenía que ser mucho más simple, y muchísimo menos agobiante.
Mi espíritu rebelde empezó a aflorar cuando, en los dos últimos años del bachillerato, asistí a un colegio de frailes. Allí los empecé a ver como hombres de carne y hueso, con sus manías personales, sus defectos (virtudes no les recuerdo ninguna) y sus rasgos de carácter. Eran seres extraños, que no tenían novia ni se habían casado y que se paseaban por el colegio envueltos en una sotana de la edad media. No sentí simpatía por ninguno, y sólo una moderada antipatía hacia los más montaraces.
Pero, aun así, no renegué de la religión, aunque deseaba con todas mis fuerzas hacerlo. Esa pugna interior me duró todavía dos o tres años, y por fin, durante mi estancia en Warrington, en una tarde de lluvia wagneriana frente al ventanal del salón de mis británicos anfitriones, proferí un grito interior: ¡Se terminó!, exclamé para mis adentros. Y me sacudí para siempre aquella carga insoportable. Había sido, tal vez, el contacto con otra manera de vivir la moral, mucho más individualista, lo que me dio el empujón decisivo.
Yo fui educado en la fe católica, con toda la insistencia que cabía esperar de un régimen firmemente asentado en el catolicismo. Mucha menos insistencia, desde luego, que la que hoy despliegan a nuestro alrededor los sacerdotes de la nueva religión totalitaria. Fue mi madre la que, en mis primeros años, apoyaba aquellas enseñanzas, aunque con el tiempo se fue volviendo más indiferente hasta llegar, sospecho yo, al agnosticismo.
Durante mi adolescencia, la religión me torturaba. Todo en ella me producía angustia: los misioneros que curaban leprosos, la obsesión por la crucifixión, la sombra permanente del pecado y la necesidad de expiación, el suplicio de la castidad, el sufrimiento, la obligación de ir a misa, de rezar. Yo era aún muy joven y no sabía expresarlo, pero en mi interior sentía que todos aquellos ritos y normas eran absolutamente desproporcionados. Seguramente, disfrutar de estar vivo sin meterse con nadie tenía que ser mucho más simple, y muchísimo menos agobiante.
Mi espíritu rebelde empezó a aflorar cuando, en los dos últimos años del bachillerato, asistí a un colegio de frailes. Allí los empecé a ver como hombres de carne y hueso, con sus manías personales, sus defectos (virtudes no les recuerdo ninguna) y sus rasgos de carácter. Eran seres extraños, que no tenían novia ni se habían casado y que se paseaban por el colegio envueltos en una sotana de la edad media. No sentí simpatía por ninguno, y sólo una moderada antipatía hacia los más montaraces.
Pero, aun así, no renegué de la religión, aunque deseaba con todas mis fuerzas hacerlo. Esa pugna interior me duró todavía dos o tres años, y por fin, durante mi estancia en Warrington, en una tarde de lluvia wagneriana frente al ventanal del salón de mis británicos anfitriones, proferí un grito interior: ¡Se terminó!, exclamé para mis adentros. Y me sacudí para siempre aquella carga insoportable. Había sido, tal vez, el contacto con otra manera de vivir la moral, mucho más individualista, lo que me dio el empujón decisivo.
Eran tiempos turbulentos en toda Europa por aquel entonces, y a mi regreso, en la universidad, encontré un cauce para mi rebeldía. En realidad, no había otro, y confieso que habría agradecido que existiese. Dentro de aquel cauce o redil había que ser anticlerical, y yo lo fui. Lo fui hasta extremos que ahora me avergüenzan, y sólo cuando, en el año 2001, decidí desprenderme de aquella segunda rémora ideológica, comprendí que tenía que reexaminar mi pasado y mis convicciones partiendo del cero absoluto.
Recorrí aquel nuevo itinerario con muchas vacilaciones. No tenía referentes, salvo la animadversión hacia mis antiguos compañeros de redil. Mi primera mujer había sido católica, y al igual que, tiempo atrás, mis anfitriones británicos, había respetado mis ideas. Eran dos precedentes muy poderosos, y poco a poco fui comprendiendo algo obvio: las convicciones de los demás son tan respetables como las mías. He dicho convicciones, no ideologías. Las convicciones son lo que uno cree. Las ideologías, lo que uno se empeña en que los demás crean.
Todo eso no quita para que las religiones me parezcan desesperantemente absurdas, y por eso procuro evitar el tema cuando sé de antemano que entrar en ese terreno no servirá para nada. Pero el otro día traspuse esa frontera, a cuenta de un matemático que publica sus argumentaciones en Internet, y aquella conversación me ha llevado a hacer balance de las preguntas que me hago cuando me hablan de Dios. Que son un poco distintas de las que uno oye o lee habitualmente.
Para empezar, ¿a qué se refiere uno cuando habla de Dios? Puede que sea difícil creer que unos tipos llegaron a la luna, pero al menos uno puede ver sus imágenes y situarlos mentalmente en un mapa y en el sistema solar. Pero, si Dios es un espíritu, ¿por qué creer en él y no en Yemanyá, o en el ectoplasma de Confucio reencarnado en un koala? Eso, suponiendo que uno decida creer en los espíritus.
Es necesario creer en Dios porque Dios creó el universo, responderán algunos. En realidad, quieren decir que ellos creen que el universo ha sido creado por un agente, y a ese agente lo llaman Dios. Pero esa hipótesis es innecesaria, porque ese agente no puede haber salido de la nada. También tendrá que haber sido creado, y siguiendo ese razonamiento no terminaremos nunca. Si el universo no puede existir simplemente porque sí, entonces sería igualmente absurdo que Dios existiera porque sí.
Cuando uno empieza a comprender la inmensidad y complejidad del universo y el lugar infinitesimal que ocupamos en él, parece un tanto egocéntrico creer que hay por ahí un ser superior que se interesa por nuestro comportamiento. De hecho, una cosa es crear el universo y otra --bastante distinta-- es decirles a sus criaturas lo que deberían hacer. A menos que eso forme parte también del experimento.
Un experimento, como mínimo, extraño. Si uno quiere averiguar cómo se comporta la especie humana cuando un ser superior les dicta unas normas morales, ¿por qué empezar en tiempos del Antiguo Testamento, y no antes? ¿Los seres humanos anteriores a la Biblia pecaban y eran virtuosos, o simplemente se libraron del experimento? En cualquier caso, si Dios quiere que creamos en él, ¿por qué se esconde detrás de unos textos que cada uno puede interpretar a su manera? ¿Por qué se aparece sólo a unos cuantos místicos y pastorcillos, y nos discrimina a todos los demás? ¿Por qué no se nos manifiesta de manera que no podamos dudar que existe?
A esas preguntas nadie ha sabido contestarme todavía. Y no es sorprendente, porque mis argumentos se asientan en la razón y los de los creyentes se asientan en la fe. Territorios diferentes. Tan diferentes que, de cuando en cuando, me divierto jugando con esa otra lógica. Cada vez que un testigo de Jehová llama a mi puerta para hablarme de la Biblia, yo le respondo que no es necesario, porque la Biblia la escribí yo. Y cuando me explican que Dios creó el universo, les respondo que están muy equivocados: el universo, en realidad, lo creé yo.
Demuéstrenme lo contrario.
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