sábado, 16 de junio de 2018

El gran concurso

Por fin lo he entendido. No sé cómo he podido pasar tantos años sin darme cuenta. Quizá porque me he empeñado siempre en tomármelo en serio. Pero finalmente, por muy en serio que uno se lo tome, llega un momento en que la acumulación de situaciones es imposible de ignorar. En ese momento, la conclusión final es inevitable.

Yo estaba empeñado en contemplar mi país encajándolo en distintos esquemas mentales: lo miraba como una democracia, como una nación, como un conglomerado de tribus, como un páramo cultural, como una sociedad refractaria a la ciencia, e incluso como una colección de autistas pintorescos. Pero estaba equivocado. Y, lo peor de todo, me lo tomaba tan en serio que me pasaba la vida amargado. Hasta ayer. Veamos cómo fue la cosa.

Me comentaba ayer Laurita, en un mensaje, su admiración por cierto periodista de brillante oratoria, muy conocido en Twitter y en las tertulias de radio y televisión. "Los tritura a todos", me decía ella con regocijo. Me hacía este comentario porque sabía que el brillante periodista fue, tiempo atrás, amigo mío. "Es cierto. Habla muy bien", respondí yo. "Pero nada más. Le encanta oírse a sí mismo, como a todos los que participan en las tertulias, pero nunca mueven un dedo por las causas que tanto defienden".

Decía yo esto porque poco tiempo atrás le había enviado un mensaje precisamente a aquel periodista, supuestamente amigo mío pese a que hace ya mucho tiempo que no me trata como tal. En mi mensaje, yo le pedía ayuda -ayuda real, no simplemente palabras- para defender cierta causa común, ahora no importa cuál. Nunca me respondió.

Lo mismo me acaba de suceder con otra periodista bastante conocida, con la que estoy en contacto desde hace algún tiempo. En tertulias y reportajes, su beligerancia en favor de la causa común es admirable, pero una semana después de pedirle yo ayuda concreta sigue sin responderme. Esto de no responder es muy español. A los españoles les horroriza decir 'no', y se limitan a dar la callada por respuesta. Lo cual, para mí al menos, es muy irritante, en primer lugar porque me parece una grosería imperdonable, y en segundo lugar porque respuestas así sólo pueden reflejar o cobardía o indiferencia.

Fue en ese momento cuando lo entendí todo. Por desgracia, para expresarlo no tendré más remedio que dejar de lado, por hoy, la corrección política: España no es un país. España es un concurso de gilipollas.

Qué alivio. Visto así, resulta que es divertidísimo, porque ahora, cuando uno empieza a leer las noticias, ya no tiembla pensando en qué nueva maldad, latrocinio o imbecilidad va a terminar amargándole el día. No, no. Lo que realmente sucede es que están todos disputándose el honor de ser más gilipollas que el gilipollas más reciente. Y la cosa va muy aprisa, no crean.

Por ejemplo: unos neanderthales boicotean un acto público en honor de Cervantes. Como gilipollas, tienen mérito. Hay que echarle mucha cara para evidenciar sin avergonzarse la incultura abismal de semejantes concursantes. Pero que no canten victoria, porque pocos días después los concursantes adversarios contraatacan. Han conseguido que el ayuntamiento les permita poner una pantalla gigante no sé dónde para ver los partidos de football de la selección española. Si consideramos el interés por la cultura de ambos equipos, ¿cuál de los dos es más gilipollas? Difícil decidir. Yo lo dejaría en empate.

Otro ejemplo. Una embarcación de una ONG que transporta regularmente centenares de inmigrantes ilegales desde las costas libias a las italianas, a razón de seis mil euros por pasajero, se encuentra un día con que en Italia ya no les dejan desembarcar. Para los concursantes españoles, la ocasión la pintan calva: ¡que vengan a España! Aquí les daremos alojamiento, comida, sanidad gratuita de por vida y un sueldo fijo a cambio de nada. Considerando que las noticias en Africa corren como la pólvora, da la impresión de que el gilipollas que ha tomado esa decisión se va a llevar el primer premio, ¿verdad?

Pues no. Nada más enterarse, el ministro de Justicia se lo toma a pecho, y anuncia que va a quitar las vallas más disuasorias de las fronteras de Ceuta y Melilla. El gilipollas anterior acaba de hacer el ridículo más espantoso. Ya ni siquiera va a hacer falta echarse al agua en un bote sin saber nadar, ni arriesgarse a ser violada por otro pasajero durante la travesía, ni pagar los ahorros de toda la tribu a un gángster disfrazado de cooperante. Ahora bastará con juntarse unos cuantos en tierra firme y empujar un poco entre todos hasta tirar la valla y atravesar la frontera. Señor ministro, lo ha conseguido: el primer premio es para usted.

De momento. Todavía no he empezado a leer las noticias de hoy. Pero apuesto lo que quieran a que hoy aparece un nuevo gilipollas que consigue quitarle el premio, tan duramente conseguido. Nos vamos a divertir.

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