domingo, 27 de mayo de 2018

Un bosque impenetrable

No recuerdo muy bien por qué decidí comprarme el libro. Había comprado ya, años atrás, otro del mismo autor que resultó de dificultosa digestión, pero esta vez volví a morder el anzuelo. Un comentario elogioso de Antonio Escohotado y una sinopsis verbal del propio autor habían despertado mi codicia lectora. Aun así no las tenía todas conmigo, de modo que, para asegurarme aún más, me metí en Amazon y eché un vistazo a los comentarios de los lectores. El porcentaje de opiniones elogiosas era abrumador, y sólo un comentarista declaraba el libro "farragoso" y aburrido. No le hice caso. Tratándose de un autor tan polémico, probablemente era una opinión tendenciosa. Y me decidí.

Era una decisión arriesgada. Setecientas veinte páginas son muchas páginas y, considerando mi limitada capacidad de concentración, el libro tenía que ser realmente apasionante para conseguir arrastrarme hasta el final. Pocos textos de esa extensión lo han conseguido, pero la posibilidad de leer setecientas páginas apasionantes era demasiado tentadora.

La intención declarada de Federico Jiménez Losantos en la introducción a su Memoria del comunismo era, precisamente, lo que me había hecho albergar ilusiones. En ella, el autor declara su asombro por la persistencia en el mundo de las ideas comunistas, muchos decenios y muchísimos más millones de muertos después de la revolución rusa. ¿Por qué el comunismo, que ha liquidado alevosamente a unos doscientos millones de seres humanos a lo largo de un siglo y torturado, humillado y sojuzgado a incontables más, sigue siendo aceptado como un ideario legítimo mientras el nazismo, que asesinó a una fracción de esa cifra durante apenas 20 años, está terminantemente prohibido y es aborrecido en todos los países civilizados?

Esa pregunta me la he hecho yo también muchas veces desde que decidí perder el respeto a la secta izquierdista. A mí mismo, que siempre he detestado visceralmente cualquier tipo de opresión, me llevó muchísimo tiempo tomar una decisión que, en el fondo, siempre supe que debía tomar. Aunque quizá lo más intrigante no es por qué me costó tanto esfuerzo salir, sino qué fue lo que me impulsó a entrar.

Mejor dicho: qué fue lo que nos impulsó a entrar a toda una generación universitaria cuyas familias, en muchos casos, habían accedido por primera vez a la clase media gracias al franquismo. Mi respuesta siempre es la misma: la estrategia izquierdista de infiltración, agitación y propaganda, un arma mefistofélica muy difícil de contrarrestar, y en la que ellos siempre han sido auténticos maestros.

Tal como yo lo veo, el poder de atracción de la izquierda es inversamente proporcional a la cantidad de oportunidades que la sociedad ofrece a sus jóvenes. A medida que los adolescentes maduran, van comprendiendo oscuramente que ellos van a ser la fuerza social que reemplazará a sus predecesores, y se sienten impacientes por tomar el relevo. Ese proceso, naturalmente, debería ser progresivo, para ir subsanando lentamente la falta de experiencia. Pero si la sociedad, en lugar de ir ofreciéndoles oportunidades de acceso, les opone un muro infranqueable, la vehemencia natural de los años mozos los abocará irrefrenablemente a la rebelión.

Es sólo una teoría personal. Pero sentía curiosidad por conocer también la explicación de Jiménez Losantos, que, a diferencia de mí, estuvo realmente metido en política y conoce mucho mejor los intríngulis del asunto y los mecanismos psicológicos del militante izquierdista.

Craso error el mío. Decir que el libro es farragoso es benevolente. Desde las primeras páginas, y después de una introducción autobiográfica realmente conmovedora, el texto es repetitivo y mareante, se pierde en vericuetos absolutamente innecesarios y, excepto quizá para el historiador especializado, carece completamente de interés para el lector medio. De un ensayo, uno espera leer una serie de ideas organizadas racionalmente y basadas en datos. Lo que no espera es tener que leerse todos los textos de referencia y las notas de pie de página como si formaran parte del texto. Léaselos usted, hombre, hágame un resumen y dígame al final del libro dónde encontrarlos, por si tuviera la curiosidad de consultarlos.

Si hay un libro que refleja fielmente la idea de los árboles que no dejan ver el bosque, ese libro es éste. El mareo inicial que ocasiona leer una tras otra citas textuales repetitivas de personajes que para el lector son prescindibles da paso a la estupefacción por la ausencia flagrante de conclusiones generales. En ese momento uno, alarmado por la montaña de páginas que aún le quedan por leer, decide cortar por lo sano y saltarse las citas, para abreviar. Efectivamente, la decisión reporta un alivio, pero no duradero. A lo largo de páginas y más páginas, el autor sigue mareando la perdiz bolchevique, y las únicas conclusiones que uno consigue extraer son que fulanito era muy, pero que muy malvado, que menganito era lo mismo, que zutanito era un prodigio de iniquidad, y así sucesivamente sin esperanza de salvación hasta la página setecientos y pico.

De ese modo, a trancas y barrancas, uno consigue llegar a la mitad del libro. En ese momento, harto ya, haces balance y descubres que no has averiguado prácticamente nada. Tú ya sabías que los comunistas son atroces, que Lenin, Stalin, Trotski y tutti quanti eran psicópatas asesinos, y a estas alturas las fotos que ocupan el centro del libro, espantosas y deprimentes, no te van a aportar ninguna sorpresa. Todas esas cosas ya las sabíamos. Lo que yo quiero, señor Jiménez, es averiguar por qué el comunismo ha sido respetado durante tanto tiempo pese a todas esas atrocidades, sin necesidad de que usted me las repita hasta el agotamiento.

Entonces, exhausto ya, se me ocurre una idea brillante. En vista de que prácticamente todo el texto es prescindible, voy a leerme sólo la tabla de contenidos, a ver si por lo menos así me hago una idea de a dónde queremos llegar. Segundo craso error. La tabla de contenidos no me aporta nada. Definitivamente, este señor es incapaz de abstraer. Es simplemente una máquina de vomitar datos, acumulados siguiendo un esquema para mí extraterrestre. Entonces comprendo que tengo que aceptar mi derrota, y tomo la decisión que tanto había postergado: cerrar el libro definitivamente y reconocer que me he equivocado.

No es la primera vez. He cometido ya ese mismo error en varias ocasiones, por ejemplo con la película de Woody Allen (en singular, porque es siempre la misma). Es más o menos el mismo error que cometen, desde que el mundo es mundo, tantas y tantas mujeres cuando piensan en los defectos del hombre amado: "algún día cambiará..."

Pues no. Esta vez lo siento, Sr. Jiménez. Aprenda usted a abstraer, si es tan amable. Hay dos sin tres.

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