Madame Bovary c'est moi!
¿Por qué razón querría un autor crear un personaje anodino? Más concretamente: un personaje anodino como protagonista de una novela. Me he hecho esa pregunta muchas veces, pero todavía no he encontrado una respuesta. En mis cuentos, los personajes son a veces un poco excesivos, y en ocasiones rayan en la caricatura. Según se mire, aspirar a penetrar en la mente humana puede ser una intromisión impúdica o un acto de arrogancia intelectual condenado, a largo plazo, al fracaso. Quizá por eso prefiero en ocasiones el trazo grueso, que también puede ser una forma de burlarse de todo. Un modesto acto de insolencia.
En mis dos novelas, en cambio, los protagonistas son desesperantemente insulsos. No tienen verdadera personalidad. Existen más bien como reflejo de su entorno, como la justificación pasiva de lo que sucede a su alrededor. Ni Elías Perera ni Manolo Zanzón son personajes con los que uno desearía quedarse varias horas atrapado en un ascensor. ¿De qué hablar con ellos? Y, sin embargo, para mí la tentación de crearlos fue irresistible.
... e la nave va
Ellos dos nacieron hace muchos años ya, en los 80. Elías terminó su viaje a Venecia, averiguó lo que su autor tramposamente quería que averiguara y, finalmente, desapareció en la última página con paradero desconocido. Nunca más volví a saber de él. Su coprotagonista, Hermann Segré, tuvo una presencia un poco más larga en mi vida. Reapareció en Roma algún tiempo después, en una especie de trío amoroso con su autor y una periodista que realmente existió, y por último mantuvo un rifirrafe unilateral con un editor barcelonés que se había negado a publicar sus andanzas. De resultas de aquella negativa su autor -es decir, yo- creó a Manolo Zanzón y emprendió con él un ambicioso recorrido de un siglo XX que por aquel entonces aún no había terminado. Y que tenía que haber terminado en el mismo lugar en el que había comenzado: la plaza de San Pedro. Concretamente, en el balcón papal.
Abandoné a Manolo a medio camino, en algún lugar de la provincia de Madrid, bruscamente apeado de un puesto de ministro, arrastrado después por una riada y arrancado de los brazos de una mujer que le era indiferente, preguntándose qué era lo que había fallado en su vida. Su autor se había hartado de sus andanzas y no tenía ganas de seguir. Escribir ¿para qué? Otros caminos más tentadores se habían abierto ante él -me refiero al autor-, y poco a poco se fue olvidando de Manolo.
Un mundo de espantapájaros
Pero nunca del todo, porque Manolo ha sido desde entonces uno de tantos proyectos vagamente pendientes de terminar. La cosa no tendría importancia si no fuera porque la historia inacabada de Manolo ocupa cerca de cuatrocientas páginas y le ha costado a su autor largas y penosas horas que podía haber dedicado a menesteres más gratificantes, incluso más banales. Escribir no es gratificante. En todo caso, gratifica el resultado final, la obra acabada, y sólo si uno la encuentra satisfactoria, cosa que no siempre sucede.
Además está el problema de la subjetividad, al que no voy a referirme ahora. De lo que quería hablar hoy es de los personajes insulsos. ¿Acaso son un trasunto de su autor? No me lo parece. Se me puede acusar de cualquier cosa menos de insulso. Quizá lo que sucede es que a ese autor siempre le han hecho sentir que no vale nada, y él ha terminado viéndose a sí mismo como un pelele zarandeado por el viento. Me apearé de la metáfora: zarandeado por personajillos perfectamente olvidables. Personajillos que, sin embargo, tienen mucha más relevancia social, profesional o científica que él.
Visto de esa manera, Elías y Zanzón serían simplemente dos espejos en los que la mediocridad circundante quedaría impresa como en una película fotográfica, y sus historias serían, en el fondo, relatos existenciales. Así, la irrelevancia de Elías y Zanzón serviría para denunciar un mundo absurdo y grotesco en el que los verdaderos valores, las cosas que realmente nos hacen humanos y nos deberían apasionar, brillarían tristemente por su ausencia.
Callejones sin salida
Apasionar es aquí la palabra clave. En Elías el apasionamiento iba germinando poco a poco, hasta terminar llevándolo du côté de chez Sigmund, tal como su autor quería. Justo cuando Elías descubre que no todo en la vida le es indiferente, su historia se termina, y nos deja con dos palmos de narices. Manolo, en cambio, cuatrocientas páginas después de nacer, sigue intelectualmente fofo como una medusa, pero en torno suyo han aparecido y desaparecido, como sombras chinescas, muchos personajes llenos de pasión y de vida: Federico, don Blas, Encarnación, el gran Gorgas, Juan Arveja. ¿Entonces...?
Lo que sucede es que, en la novela, todos esos personajes están fuera de lugar. Han tenido el infortunio de nacer en un mundo romo que se encoge de hombros ante sus anhelos. Ni siquiera ellos lo saben. Ellos son como niños: les apasiona la política, la robótica, el amor, la magia o el cerebro humano, pero ellos no lo consideran trascendente. En la mirada de su autor, su mundo es prístino y triste, y sus ilusiones terminarán siendo asimiladas, simplemente, como extravagancias.
Dos ríos que confluyen
Naturalmente, ese mundo es España, la gran trituradora de valores humanos, pero tampoco de eso quiero hablar hoy. Allá ellos. Lo que quiero dilucidar hoy aquí es si voy a retomar las andanzas de Manolo Zanzón, y por qué. Y para qué.
En realidad, para nada. Escribir, para mí, es ya algo secundario, algo que me sé capaz de hacer pero que no me colma de satisfacción como me colmarían otros anhelos. Quizá lo que sucede es que, muchos años después de Ruede la luna, el autor y Zanzón han confluido en su insignificancia, y esto explicaría el porqué del párrafo anterior. Escribir porque todo lo demás no tiene ya sentido, escribir porque todos los demás caminos están tapiados, porque al menos de vez en cuando, en mitad de la noche, algún fogonazo inesperado, alguna feliz combinación pirotécnica quizá acierte a deslumbrar a algún alma suficientemente cándida. Escribir porque qué más da.
En la historia de la literatura no creo que haya habido muchos autores que hayan escrito porque qué más da, lo cual me convertiría, al menos, en un autor singular.
Menos da una piedra.
Entre tanto, ¿qué es lo que está sucediendo en la vida de Zanzón?
No gran cosa. Se encuentra indeciso. No sabe qué camino tomar, ni por qué ni para qué (me suena). Hay muchos personajes que van a su encuentro, pero todavía no han llegado, y en este momento todavía está solo.
O casi. Porque, para aliviar su soledad frente a aquel órgano que todavía no sabe cómo tocar, en aquella iglesia vacía de aquel pueblo desierto azotado por el viento, he pensado en conseguirle una armónica.
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martes, 18 de abril de 2017
Personajes
a las 20:17
Palabras clave: desclasados, mediocridad, novela, personajes
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