jueves, 27 de abril de 2017

Bla bla bla

Uno había olvidado ya las históricas meteduras de pata del pobre presidente Carter. Uno después creyó que los balbuceos de George W. Bush terminarían siendo un caso aislado en la historia de la humanidad. En realidad, uno nunca entendió cómo era posible que existiera un solo ser humano capaz de votar a semejante cenutrio --salvo para evitar la catástrofe de que ganara Al Gore--. Pero después vino el gran Zapatero, el fantoche supremo, capaz de farfullar durante horas sin decir absolutamente nada, aunque seguido muy de cerca por el plúmbeo Obama, terapia pluscuamperfecta para las noches de insomnio.

De verdad, uno creía que estaba ya curado de espanto. Pero hete aquí que, casi de la nada, aparece repentinamente un brillante continuador de la saga, un nuevo genio de la estirpe de vendedores de crecepelo: Emmanuel Macron. Con sus aires trascendentes y su retórica embrollada, Macron, licenciado en filosofía, político de ocasión y ex paniaguado de la banca Rothschild, promete ser el deslumbrante Zapatero 2.0 de la vecina República Francesa. En el blog Acting Man acabo de leer un florilegio de declaraciones suyas dignas de figurar en el Guinness. Las reproduzco a continuación:

"La identidad es: 'A igual a A'. Existen como mínimo 'A's y 'B's. Yo no quería que A fuera igual a B"

"Usted no quiere vivir en una caja, ¿verdad? Yo, no. De modo que nuestra vida siempre sucede 'al mismo tiempo'. Es más compleja que aquello a lo que queremos reducirla"

"Siempre he aceptado la dimensión vertical, la trascendencia. Pero, al mismo tiempo, debe estar enteramente anclada en lo inmanente, en lo material"

"Yo, mi vida, mis recuerdos, están hechos de recuerdos infantiles de mi abuela y de aquel profesor de filosofía a quien nunca he visto... y sin embargo tengo la sensación de que conozco su cara"

"Lo que constituye el espíritu francés es una aspiración constante a lo universal. Es decir, esa tensión entre lo que ha sido y la parte de identidad... esa estricta mismidad, y la aspiración a un universal, que es como decir: lo que se nos escapa"

"Todos tenemos nuestras raíces. Y porque estamos profundamente enraizados, hay árboles junto a nosotros... hay ríos, hay peces... Hay hermanos y hermanas"

Es difícil evitar la impresión de que tanto Macron como sus antecesores en la retórica sonámbula son simplemente idiotas útiles, marionetas con boca de trapo. Marionetas de quién, probablemente nunca lo sabremos. Lo más a lo que podemos aspirar es lo que nos sugiere la vieja frase bíblica: "Por sus obras los conoceréis". En cualquier caso, estamos de enhorabuena: el tiempo se está deteniendo. Cada año que pasa se parece más que el anterior a 1984. ¿Por cuanto tiempo todavía? Nadie lo sabe. Habrá que preguntárselo a un tal Dorian Gray.

Chapeau, Monsieur Macron.

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lunes, 24 de abril de 2017

Palabras, palabras

'Semántica distribucional' es el pomposo nombre aplicado a un área de investigación que desde hace veinte años acapara prácticamente todas las publicaciones en el terreno de la lingüística. Para no haber conseguido nada en todo este tiempo, veinte años son muchos años, pero ello no impide que la teoría haya alcanzado unos niveles de complejidad desproporcionados. Y el proceso parece imparable.

No es difícil entender cómo se ha llegado a este punto. En los años 90, cuando Internet empezó a llegar a los usuarios no especializados, se hizo evidente que la futura Web no serviría de mucho sin una herramienta de búsqueda radicalmente nueva. Hasta entonces, Pepe podía llamar por teléfono a Lolita sólo si conseguía su número, o si conocía sus apellidos y consultaba el listín. En los casos dudosos la dirección de Lolita era una pista importante pero, a falta de un detective privado, Pepe no tenía manera de localizarla sabiendo sólo que era "aquella rubia alta que estudia biológicas y que el sábado pasado bebía daikiri en una discoteca de Ibiza".

La Web era cualitativamente distinta de la red telefónica. Muy pronto fue evidente que en pocos años se extendería por todo el planeta, y que ofrecería datos de cualquier tipo imaginable en todo tipo de formatos y soportes y en todos los idiomas conocidos. La pregunta inevitable era: ¿cómo estructurar tal avalancha de datos?

Antes de existir la Web, lo más parecido que conocíamos eran las bibliotecas. Para que los usuarios pudieran orientarse, el bibliotecario clasificaba los ejemplares en secciones o departamentos atendiendo a ciertos criterios, en ocasiones borrosos. ¿La Celestina es una obra de teatro o una novela? ¿Encajarán bien Corín Tellado y Finnegans Wake en una misma estantería? ¿Los ejemplares de autoayuda son libros de psicología o de humor? ¿Deberíamos poner juntos Das Kapital y Mein Kampf? ¿En qué momento empezó a ser un clásico La Montaña Mágica?

Desde luego, la estructura de las bibliotecas es más útil que la de un listín telefónico, pero aún insuficiente. En La Celestina, ya que hablamos de ella, hay una frase que exclama Calisto una noche ante la puerta de Melibea y que a mí me emocionó mucho cuando la leí. Recuerdo su contenido, pero no las palabras concretas. Ni siquiera recuerdo si el interlocutor de Calisto es Parmeno o Sempronio. Es de noche. Calisto quiere reunirse con su amada, pero la puerta de ella está cerrada y el criado así se lo hace ver. Entonces Calisto, encolerizado, exclama que un simple trozo de madera no puede ser un obstáculo para que su amor se consume. (En realidad la cosa es más sutil todavía porque, aunque nadie lo dice explícitamente, el verdadero problema no es la puerta, sino el padre de Melibea, que duerme en una de las habitaciones). Ahora explíqueme usted cómo localizo yo esa frase en una biblioteca sin necesidad de leerme el libro entero otra vez.

De hecho, ni siquiera en la Web conseguí localizarla hace algunos años. Tuve que leer de nuevo el libro -no hay mal que por bien no venga-, y fue así como descubrí que, en lugar de 'madera', Calisto había hablado de 'palo'. Hoy, varios años después de aquella búsqueda, he tardado mucho menos, pero aun así he necesitado leerme varias páginas del Acto XII hasta encontrar la frase (y averiguar, de paso, que el interlocutor de Calisto no es Parmeno ni Sempronio, sino la propia Melibea). El pasaje es el siguiente:

MELIBEA.-  Las puertas impiden nuestro gozo, las cuales yo maldigo y sus fuertes cerrojos, y mis flacas fuerzas, que ni tú estarías quejoso ni yo descontenta.

CALISTO.-  ¿Cómo, señora mía? ¿Y mandas que consienta a un palo impedir nuestro gozo? Nunca yo pensé que, demás de tu voluntad, lo pudiera cosa estorbar. ¡Oh molestas y enojosas puertas!, ruego a Dios que tal fuego os abrase como a mí da guerra, que con la tercia parte seríais en un punto quemadas.

Para localizar hoy estas frases no he necesitado consultar mi biblioteca, ni me he tenido que poner a hojear el libro sin saber por dónde empezar, y si hubiera recurrido a mi memoria habría fracasado estrepitosamente. Esta vez lo único que he necesitado ha sido un buscador. O, hablando en términos técnicos, un motor de búsqueda.

¿Cómo funciona un motor de búsqueda? En el caso de la frase de Calisto, no es difícil imaginarlo. En respuesta a las palabras "calisto melibea noche puerta", la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, que ha sido el primer resultado de mi indagación, me ha permitido acceder a un texto que contenía 8 veces la palabra 'noche', 12 veces 'puerta', 43 veces 'Calisto' y 31 veces 'Melibea'. No creo que haya otro documento en el planeta Tierra que contenga esas cuatro palabras con tal generosidad. Así pues, el único mérito del buscador ha sido, en este caso, la rapidez de la respuesta.

Sin embargo, si sustituyo 'puerta' por 'madera' el Acto XII desaparece de los resultados, que me remiten en cambio a los Actos XIV, VI, VII y IX. Aparentemente, el buscador desconoce algo para nosotros tan elemental como la relación entre el palo y la madera. Sin embargo, si pregunto sólo "palo madera", ese mismo buscador me ofrece diez millones de resultados. Lo que sucede, pues, no es que el buscador desconozca esa relación: sabe que existe, pero no lo que significa. Dicho de otro modo, los motores de búsqueda saben cuándo y cuánto usamos las palabras, pero no cómo ni por qué.

Tal vez estoy equivocado al hacer una afirmación así, pero el caso es que hasta la fecha nadie, que yo sepa, ha emprendido experimento alguno para demostrarla o refutarla de una vez por todas. ¿Cómo es posible eso?, se preguntará el cándido lector.

Se me ocurren dos respuestas, que en realidad son la misma: una ausencia palmaria de espíritu científico, compensada con creces por las ventajas de ser funcionario. Dame pan y dime tonto. Hubo un tiempo en que los científicos eran, simplemente, personas que se hacían preguntas y no se conformaban con cualquier respuesta, con independencia de que una universidad los acogiera o no en su seno. Lo que realmente contaba era la validez y solidez de sus argumentos. Es cierto, muchos de ellos tropezaron también con dificultades, y algunos tardaron incluso siglos en ser reconocidos pero, en lingüística al menos, el mundo académico actual es una fortaleza inexpugnable. Y subsidiada.

De modo que, deslumbrados por la posibilidad de juguetear con el ingente acervo de palabras que les ha empezado a ofrecer la tecnología digital, los burócratas/investigadores han aceptado sin discusión que la proximidad entre las palabras de un texto encierra el secreto de su significado. Así que, para descubrir ese secreto, lo único que hay que hacer es acumular una cantidad enorme de textos, convertirlos en vectores (en realidad, matrices o tensores), reducir su dimensión para hacerlos manejables y representar los resultados en forma de enigmáticas superficies o volúmenes, o tablas estadísticas.

Naturalmente, y pese al aspecto impresionante de tales resultados, nadie ha conseguido realmente mucho más que constatar que el burro y la serpiente pertenecen al reino animal, o que perder el tranvía tiene una cierta relación con llegar tarde al trabajo.

¿Estoy siendo demasiado sarcástico? Tal vez, pero llevo muchos años pensando en todas esas cosas, y todavía no he conseguido que nadie acuse recibo, no ya de mis respuestas, sino simplemente de mis preguntas. Yo creía que la ciencia era otra cosa, lo confieso.

¿Qué tipo de preguntas? Por ejemplo, si la proximidad entre palabras encierra el secreto de su significado ¿por qué las figuras que construimos durante una partida de dominó no tienen ningún significado? Dicho de otro modo, si reuniéramos un millón de configuraciones resultantes de otras tantas partidas de dominó y les aplicáramos un modelo de semántica distribucional, ¿alguien esperaría obtener algún mapa de significados mínimamente aceptable?

Otro ejemplo: en un artículo de los años 50 que es ya un clásico en ingeniería de la información, Claude E. Shannon explica cómo construir frases artificiales basándose no en el significado de las palabras, sino simplemente en la frecuencia con que escribimos unas a continuación de otras. El resultado es algo así como trocear tres mil telegramas y construir después un mensaje juntando unos cuantos trozos escogidos al azar. ¿Alguien esperaría encontrar algún significado o cosa similar después de procesar estadísticamente un millón de frases de ese tipo? Y, sin embargo, bastaría con llevar a cabo cualquiera de esos dos experimentos para refutar (o, cosa que dudo, validar) las bases teóricas de la semántica distribucional.

De hecho, si los delirios de la semántica distribucional tuvieran algún fundamento el manuscrito de Voynich habría sido ya descifrado hace mucho tiempo. Wilfrid Woynich, un librero polaco con un pasado revolucionario y una mente un tanto fantasiosa, compró a finales del siglo XIX un curioso manuscrito a un miembro de la orden jesuita, cuyas propiedades estaban siendo confiscadas por el nuevo Estado italiano. El manuscrito está escrito en un idioma hasta ahora indescifrable, contra el que se han estrellado algunos de los más brillantes expertos mundiales en criptografía.

Sus dos precedentes más conocidos fueron la piedra de Rosetta, una roca en la que pueden leerse tres versiones distintas de un edicto egipcio contemporáneo de Ptolomeo V, y lineal B, un sistema silábico de escritura micénica hablado en el siglo XV antes de nuestra era. Ambas lenguas fueron descifradas -tras ímprobos esfuerzos- gracias a los nombres propios que los investigadores consiguieron identificar en ellas, pero el manuscrito de Voynich no contiene ninguna referencia reconocible, y los estudiosos no han conseguido ponerse de acuerdo ni en una sola de las especies botánicas dibujadas en sus páginas. Sería el material perfecto para que un semántico distribucional se cubriera de gloria. Pues nada.

En los últimos tiempos, algunos investigadores han empezado a abordar la semántica distribucional desde una perspectiva más sensata. En lugar de buscar significados más o menos esotéricos en las estadísticas, hacen lo que cualquier persona con sentido común haría en su lugar: recurrir a referentes externos para calibrar los resultados. Es decir, a estructuras de conceptos lo más objetivas posible, externas al material con el que experimentan.

Inevitablemente -en mi opinión-, la única estructura de conceptos que terminará validando los experimentos será un modelo que explique correctamente el intrincado universo de la semántica. Para entender lo que quiero decir, imaginemos que un astrofísico provisto de un telescopio reúne un millón de fotografías del sistema solar. ¿Conseguirá deducir la ley de la gravitación universal procesando estadísticamente las fotografías? Es dudoso, pero lo que es indiscutible es que, si averiguamos la expresión matemática de esa ley, como hizo Newton, todas las fotografías del hacendoso astrofísico concordarán perfectamente con la fórmula de Newton.

Y lo que es más bochornoso: serán innecesarias.

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martes, 18 de abril de 2017

Personajes

Madame Bovary c'est moi!

¿Por qué razón querría un autor crear un personaje anodino? Más concretamente: un personaje anodino como protagonista de una novela. Me he hecho esa pregunta muchas veces, pero todavía no he encontrado una respuesta. En mis cuentos, los personajes son a veces un poco excesivos, y en ocasiones rayan en la caricatura. Según se mire, aspirar a penetrar en la mente humana puede ser una intromisión impúdica o un acto de arrogancia intelectual condenado, a largo plazo, al fracaso. Quizá por eso prefiero en ocasiones el trazo grueso, que también puede ser una forma de burlarse de todo. Un modesto acto de insolencia.

En mis dos novelas, en cambio, los protagonistas son desesperantemente insulsos. No tienen verdadera personalidad. Existen más bien como reflejo de su entorno, como la justificación pasiva de lo que sucede a su alrededor. Ni Elías Perera ni Manolo Zanzón son personajes con los que uno desearía quedarse varias horas atrapado en un ascensor. ¿De qué hablar con ellos? Y, sin embargo, para mí la tentación de crearlos fue irresistible.

... e la nave va

Ellos dos nacieron hace muchos años ya, en los 80. Elías terminó su viaje a Venecia, averiguó lo que su autor tramposamente quería que averiguara y, finalmente, desapareció en la última página con paradero desconocido. Nunca más volví a saber de él. Su coprotagonista, Hermann Segré, tuvo una presencia un poco más larga en mi vida. Reapareció en Roma algún tiempo después, en una especie de trío amoroso con su autor y una periodista que realmente existió, y por último mantuvo un rifirrafe unilateral con un editor barcelonés que se había negado a publicar sus andanzas. De resultas de aquella negativa su autor -es decir, yo- creó a Manolo Zanzón y emprendió con él un ambicioso recorrido de un siglo XX que por aquel entonces aún no había terminado. Y que tenía que haber terminado en el mismo lugar en el que había comenzado: la plaza de San Pedro. Concretamente, en el balcón papal.

Abandoné a Manolo a medio camino, en algún lugar de la provincia de Madrid, bruscamente apeado de un puesto de ministro, arrastrado después por una riada y arrancado de los brazos de una mujer que le era indiferente, preguntándose qué era lo que había fallado en su vida. Su autor se había hartado de sus andanzas y no tenía ganas de seguir. Escribir ¿para qué? Otros caminos más tentadores se habían abierto ante él -me refiero al autor-, y poco a poco se fue olvidando de Manolo.

Un mundo de espantapájaros

Pero nunca del todo, porque Manolo ha sido desde entonces uno de tantos proyectos vagamente pendientes de terminar. La cosa no tendría importancia si no fuera porque la historia inacabada de Manolo ocupa cerca de cuatrocientas páginas y le ha costado a su autor largas y penosas horas que podía haber dedicado a menesteres más gratificantes, incluso más banales. Escribir no es gratificante. En todo caso, gratifica el resultado final, la obra acabada, y sólo si uno la encuentra satisfactoria, cosa que no siempre sucede.

Además está el problema de la subjetividad, al que no voy a referirme ahora. De lo que quería hablar hoy es de los personajes insulsos. ¿Acaso son un trasunto de su autor? No me lo parece. Se me puede acusar de cualquier cosa menos de insulso. Quizá lo que sucede es que a ese autor siempre le han hecho sentir que no vale nada, y él ha terminado viéndose a sí mismo como un pelele zarandeado por el viento. Me apearé de la metáfora: zarandeado por personajillos perfectamente olvidables. Personajillos que, sin embargo, tienen mucha más relevancia social, profesional o científica que él.

Visto de esa manera, Elías y Zanzón serían simplemente dos espejos en los que la mediocridad circundante quedaría impresa como en una película fotográfica, y sus historias serían, en el fondo, relatos existenciales. Así, la irrelevancia de Elías y Zanzón serviría para denunciar un mundo absurdo y grotesco en el que los verdaderos valores, las cosas que realmente nos hacen humanos y nos deberían apasionar, brillarían tristemente por su ausencia.

Callejones sin salida

Apasionar es aquí la palabra clave. En Elías el apasionamiento iba germinando poco a poco, hasta terminar llevándolo du côté de chez Sigmund, tal como su autor quería. Justo cuando Elías descubre que no todo en la vida le es indiferente, su historia se termina, y nos deja con dos palmos de narices. Manolo, en cambio, cuatrocientas páginas después de nacer, sigue intelectualmente fofo como una medusa, pero en torno suyo han aparecido y desaparecido, como sombras chinescas, muchos personajes llenos de pasión y de vida: Federico, don Blas, Encarnación, el gran Gorgas, Juan Arveja. ¿Entonces...?

Lo que sucede es que, en la novela, todos esos personajes están fuera de lugar. Han tenido el infortunio de nacer en un mundo romo que se encoge de hombros ante sus anhelos. Ni siquiera ellos lo saben. Ellos son como niños: les apasiona la política, la robótica, el amor, la magia o el cerebro humano, pero ellos no lo consideran trascendente. En la mirada de su autor, su mundo es prístino y triste, y sus ilusiones terminarán siendo asimiladas, simplemente, como extravagancias.

Dos ríos que confluyen

Naturalmente, ese mundo es España, la gran trituradora de valores humanos, pero tampoco de eso quiero hablar hoy. Allá ellos. Lo que quiero dilucidar hoy aquí es si voy a retomar las andanzas de Manolo Zanzón, y por qué. Y para qué.

En realidad, para nada. Escribir, para mí, es ya algo secundario, algo que me sé capaz de hacer pero que no me colma de satisfacción como me colmarían otros anhelos. Quizá lo que sucede es que, muchos años después de Ruede la luna, el autor y Zanzón han confluido en su insignificancia, y esto explicaría el porqué del párrafo anterior. Escribir porque todo lo demás no tiene ya sentido, escribir porque todos los demás caminos están tapiados, porque al menos de vez en cuando, en mitad de la noche, algún fogonazo inesperado, alguna feliz combinación pirotécnica quizá acierte a deslumbrar a algún alma suficientemente cándida. Escribir porque qué más da.

En la historia de la literatura no creo que haya habido muchos autores que hayan escrito porque qué más da, lo cual me convertiría, al menos, en un autor singular.

Menos da una piedra.

Entre tanto, ¿qué es lo que está sucediendo en la vida de Zanzón?

No gran cosa. Se encuentra indeciso. No sabe qué camino tomar, ni por qué ni para qué (me suena). Hay muchos personajes que van a su encuentro, pero todavía no han llegado, y en este momento todavía está solo.

O casi. Porque, para aliviar su soledad frente a aquel órgano que todavía no sabe cómo tocar, en aquella iglesia vacía de aquel pueblo desierto azotado por el viento, he pensado en conseguirle una armónica.

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