sábado, 14 de febrero de 2015

Madrid

Pícaros y rufianes

El único encanto de Madrid consiste en haber glorificado el tercermundismo. Mientras recorro su centro histórico en pos de mis gestiones, me maravillo de que, quinientos años después del Lazarillo de Tormes, una ciudad así siga existiendo. Viví en ella los años suficientes para saber que, bajo su apariencia moderna y trepidante, miles de pupilos del dómine Cabra pululan día y noche por sus calles con un palillo entre los dientes y unas migas sabiamente esparcidas por la pechera para trocar el hambre en saciedad. Aparente, claro.

Porque en Madrid todo es apariencia. Nunca hay que rascar mucho para encontrarse a flor de calle con esa realidad chabacana y soez maquillada de novela de Pérez Galdós. Excepto, tal vez, si uno es japonés, ruso o qatarí y, bien provisto de pastillas contra la acidez de estómago, admira el lado pintoresco del bandolerismo. Never mind. Al ritmo de los tiempos, la vieja ciudad cortesana ha sabido meter toda esa chabacanería en pan y hacerse un bocadillo. Son ya muchos siglos de sacarle jugo al agua de borrajas.

Si me das una pesetita te doy una estampita

A la vista del sinfín de bares con jamones en el escaparate, uno se pregunta en qué explotación pecuaria del mundo caben tantos gorrinos para tantas pezuñas, orejas, lascas y morcones. ¿Es posible que en alguna comarca de Salamanca o Teruel haya extensiones infinitas ocupadas por cerdos hasta donde alcanza la vista? Tal vez Spielberg o National Geographic deberían venir a investigar.

El capítulo de las comidas merece párrafo aparte. Sin duda, debe ser posible encontrar un restaurante que ofrezca condumios comestibles a precios razonables. Yo no lo he encontrado, pero estadísticamente tendría que existir. Lo que sí es muy fácil de encontrar, en cambio, son -amén de los pizarrones que proclaman "Valencian paella", "sangria", "squid sandwich" y exquisiteces similares para turistas desnortados- restaurantes refitoleros que exhiben cartas sublimes siempre sospechosas de tocomocho.

Pero yo he hecho de la necesidad virtud y estoy de buen humor. Al pasar por delante de uno de ellos y extasiarme con la descripción de tan supremas delicatessen, se me ocurre un menú alternativo que me apresuro a regalar a mis lectores:

     Sopa de hierbabuena con tornillos (del 7)
     Patatas crudas o al salfumant con aroma Pompadour
     Frambuesones de Bengala en torrija de la tía Frascuela
     Espíritu de aguardiente, café verde y pastillas contra el hipo

Tamaña orgía de los sentidos justificaría sin duda una clavada de antología, y el restaurante podría llamarse, por ejemplo, Brown Sierra, The Little Stamp o, ya sin ambages, Louis Candelas' gang. Mind you: se admiten tarjetas.

¿Arde Madrid? (Ojalá)

Mi hotel está en plena Gran Vía, muy cerca de la plaza de España. La habitación está limpia y agradablemente decorada, pero el aire de la calefacción zumba perpetuamente a través de la rejilla sin que uno pueda siquiera graduarlo moviendo la ruedecita de la pared. Pero eso no es lo peor. En las tripas, más que en los oídos, vuelvo a sentir resonando un bum bum remoto y sobrecogedor que no se sabe de dónde viene. ¡Bienvenido a casa!

Me asomo al balcón y escudriño los alrededores, pero no descubro ningún local público sospechoso de tocar el tam tam a las doce del mediodía. Tal vez alucino. Al habla con la recepción, el recepcionista se declara tan sorprendido como yo. Con inocentes balidos de monja de la caridad, me promete indagar. Por supuesto, un día después no he vuelto a tener noticias de él, pero esa misma tarde, al salir del ascensor para dirigirme a la calle, me lo encuentro tronando delante de un cliente cómo él solucionaría no sé qué problema poniendo una bomba nuclear y destruyendo todos los ordenadores del mundo. Con palabras no tan biensonantes, claro. Adorable.

De ladrillos y jamón

Todo eso -y más- es Madrid, y al que no le guste, que se busque otros aires. Como hice yo en cuanto tuve uso de razón (tardé bastante más de lo normal en tener uso de razón). Por desgracia, tendré que seguir viniendo todavía durante una temporada. Tendré que seguir saltando de hotel en hotel sin encontrar nunca uno habitable, reponiendo mis existencias de antiácidos y viendo mermar mi bolsillo injustificadamente, soportando la grosería y la sorna del neanderthal de turno y sobrellevando marrullerías, tacos, timos, trileros, chulerías y excrementos de perro hasta que por fin, un día glorioso, consiga asomarme a una ventanilla de un tren y mirar hacia atrás. Ese día, allá atrás quedará no sólo una ciudad cortesana y cutre hecha de ladrillos y jamón. Atrás quedará también, para siempre, esa parte de mi pasado que habría preferido no vivir.

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martes, 10 de febrero de 2015

Bum bum bum

Cuando yo era pequeño, en tiempos de la dictadura, uno de mis compañeros de colegio me llevó un día a su casa. La vivienda resultó estar situada encima de una nave industrial, y el ruido de unas máquinas terroríficas invadía completamente las habitaciones. Era una pesadilla difícilmente descriptible, frente a la cual el infierno de Dante se convertía en un jardín celestial. Sentí una pena inmensa por aquella pobre familia, que sin duda se veía obligada a habitar aquel infierno por razones económicas. Ni siquiera me cabía en la cabeza cómo era posible sobrevivir con aquel estruendo permanente en los oídos. El ruido lo llenaba todo. Su presencia eclipsaba los colores, las formas de los objetos, el tacto, los sabores, los olores. Un ruido mostruoso, telúrico, apocalíptico.

Mira tú por dónde, muchos años después he vuelto a encontrarme con el Apocalipsis, pero esta vez en mi propio domicilio. Tardé en decidirme a alquilar el piso. Cuando acudí por primera vez con una agente de la inmobiliaria, no encontré sospechoso que los zapatos de madera de aquella mujer resonaran estruendosamente en las habitaciones vacías y que ella hablara sin parar desde que traspusimos el umbral. Le pedí que guardara silencio y escuché. Desde el balcón principal se divisaba el recinto de los delfines del parque oceanográfico, y precisamente en aquel momento el espectáculo estaba en su apogeo. Pero con las ventanas cerradas no se oía nada.

Aquel detalle me hizo pensar que el edificio estaba bien construido, y que podría instalar mi despacho en una de sus habitaciones y trabajar a gusto en él. Trabajo en casa, y no en una actividad manual. Necesito mucha concentración y, por lo tanto, silencio. Aun así, me acerqué en varias ocasiones a merodear por los alrededores y no encontré nada anormal. Era un barrio tranquilo, casi en las afueras de la ciudad. Una de las fachadas daba a unos amplios jardines, y el tráfico en la calle trasera era muy escaso. Además, el piso me gustaba. Me decidí.

El primer día estuvo dedicado a la mudanza, y el tráfago de las cajas y los muebles lo llenaba todo. Pero al día siguiente, oh sorpresa, el espectáculo de los delfines se oía nítidamente a través del ventanal. Soplando en una dirección inhabitual, el viento me había jugado una mala pasada en la primera visita. La realidad cotidiana era que los altavoces, los gritos y los aplausos del público se colaban alegremente en mi salón un día sí y el otro también.

Traté de consolarme pensando que, al fin y al cabo, eran sólo tres o cuatro espectáculos al día y hasta mi despacho no llegaban sus ecos. Pero apenas callaron los altavoces empecé a percibir un bum, bum, bum ininterrumpido que atravesaba todas las paredes. Tal vez había obras en alguna vivienda cercana. Sin embargo, con el transcurso de los días fui descubriendo que el ruido se repetía. Tenía unas pautas fijas, incluso unos horarios. ¿De dónde provendría?

Me costó trabajo aceptar que el origen de aquel martilleo era un gimnasio ubicado en el edificio de enfrente, a más de 50 metros de mi fachada posterior. El bum bum bum de los graves atravesaba las paredes del gimnasio, cruzaba tranquilamente la calle y se colaba en mi vivienda con persistencia obsesiva. En todas las habitaciones, incluido el salón, que está en la fachada opuesta. Jaque mate. Había caído en la peor de las trampas posibles: el Apocalipsis. Y ni siquiera me dejaba escapatoria.

Excepto vivir en la calle, naturalmente. Pero si yo pudiera vivir en la calle no necesitaría un piso de alquiler, y éste lo pago todos los meses. ¿Qué hacer?

Todavía no lo sé. Me he tomado el trabajo de leer las ordenanzas municipales, y en lo referente al ruido son hiper-estrictas. Pero si el Ayuntamiento de Valencia se preocupa tanto por el derecho al silencio de sus votantes, ¿cómo es posible que permita este tipo de agresiones? Es cierto, el gimnasio tiene una licencia, pero la capacidad de molestar al vecindario no puede depender de la fecha de construcción del edificio, igual que nuestros oídos oyen siempre, y no cuando al Ayuntamiento le parece conveniente.

Hasta cierto punto, mis horarios de trabajo son flexibles, pero en el gimnasio la actividad empieza a las 7.30 de la mañana y termina a las 23.30 de la noche. ¿Cómo evadirse? Una sesión de tortura en las mazmorras más tenebrosas de la Inquisición no podría ser más efectiva. Y no soy yo sólo. Al menos uno de los vecinos está también desesperado. Es más, casualmente tiene una empresa de aislamientos acústicos y ha insonorizado completamente una de sus habitaciones. ¿Resultado? Como si nada. Los sonidos inferiores a 100 Hz se transmiten por las estructuras. Nuestro cerebro los percibe como sonidos, pero en realidad son vibraciones que nos sacuden físicamente. Hasta las tripas. Hasta el corazón y las tripas. Una experiencia difícilmente compatible con una sociedad civilizada, me atrevería a decir.

Pues ahí están. Y no son los únicos. La manga ancha de este Ayuntamiento con el ruido no tiene parangón. He aceptado la inevitabilidad de las fallas, esa orgía de tracas y petardos que machaconea día y noche durante una semana inacabable. He aceptado las noches esporádicas de pirotecnia, las noches de San Juan, los camiones de la basura, los botellones, las pasadas de helicóptero, los gritos, las ambulancias. Pero hay cosas que son difícilmente aceptables. En un país civilizado, quiero decir.

Por ejemplo, los espectáculos en la Ciudad de las Ciencias. Cualquiera pensaría que en un lugar con ese nombre lo que la gente acude a ver son experimentos de química, recreaciones de Galileo midiendo la aceleración de la gravedad o conferencias sobre genética al aire libre. Pues no. Los espectáculos organizados en la Ciudad de las Ciencias son, simplemente, actuaciones discotequeras con altavoces de tres metros de altura cuyo tamtam sobrecogedor arrasa miles de metros a su alrededor, tabiques o no de por medio. En ocasiones, empezando a la una de la madrugada. Inefable.

Cabe preguntarse si hay muchos más votantes afectados por estos desmanes. En la medida en que la gente necesita dormir y no usa la cabeza sólo para peinarse, yo creo que sí. Entonces, ¿por qué no han conseguido que el Ayuntamiento haga respetar un derecho tan elemental como el silencio en el propio domicilio? Para responder a esa pregunta habría que explicar, antes que nada, por qué en España la sociedad civil es apenas testimonial. Por experiencia propia he aprendido, con quebranto, que en España reclamar es inútil. Es cierto, podría interponer una denuncia municipal. Quiero decir, podría acudir a una oficina, esperar una cola, rellenar un formulario y esperar meses, quizá años, a que el problema fuera resuelto, posiblemente a favor de mis torturadores. Pero mi salud no tiene tanto margen. Ni mi rendimiento laboral.

Incluso podría interponer una demanda civil contra el gimnasio (de nombre 'Activa', por si alguien tiene curiosidad). Sonrío mientras lo estoy escribiendo. ¿Cuántos meses o años tendría que soportar esta caja de los truenos hasta el día en que un juez desbordado de trabajo sentencie -tal vez- que Activa y sus fornidas aeróbicas están en su derecho de importunar a la población y me condene a pagar las costas del juicio? Sería un gasto muy oneroso, sobre todo si lo sumamos al del sanatorio psiquiátrico en el que para entonces estaré internado.

Entre tanto, voy alternando tapones de espuma con tapones de cera. Sin resultado. Pongo a todo volumen grabaciones de tormentas bajadas de YouTube, ruido marrón y generadores de frecuencias graves, con el resultado de que, al caer la noche, incluso el roce de las sábanas me produce cosquilleos en todo el cuerpo. Me pongo y me quito unos cascos de operario de aeropuerto que compré en algún pasado remoto. Bum, bum, bum. Me desespero. Bum, bum, bum. Podría volver a buscar piso, pero la idea de hacer dos mudanzas seguidas es, simplemente, aterradora. Bum, bum, bum.

Con el búnker hemos topado, Sancho. No sé cómo saldré de este atolladero pero, a este paso, dentro de muy poco tiempo, desde algún sanatorio mental enclavado a ser posible en lo alto de una sierra remota, prometo tenerlos informados. Si sobrevivo.


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