Ahora que la legislatura está a punto de concluir y que Rodríguez Zapatero no se presentará a las próximas elecciones, podría ser el mejor momento para hacer un análisis de la personalidad del todavía presidente del Gobierno español. Es, posiblemente, la última oportunidad. Una vez que el futuro Gobierno haya asumido sus funciones, es de temer -y de desear- que la figura de Zapatero quede arrinconada para siempre en los desvanes históricos de la mediocridad, de la que nunca debió salir.
O tal vez al contrario. Puede que su nombre figure algún día en negrillas en los libros de texto, para ser recordado por las juventudes futuras como uno de los presidentes más nefastos de la historia de España. Los amantes del sentido común, ciertamente, poco tendrán que agradecer a un desaprensivo ideológico que ha tratado de implantar en su país las fórmulas más mohosas de una izquierda -que no socialdemocracia- de catón, que ha empuñado el timón de su Gobierno con el desenfado de quien maneja un joystick, y que ha dilapidado en maquillaje un dinero que los contribuyentes le agradecerían haberse gastado en medicina.
Se ha comparado a Zapatero con un adolescente, con don Quijote, con Largo Caballero, con Lenin y hasta con Fernando VII, pero lo que no he leído ni oído todavía atribuirle es la característica para mí más descriptiva: Zapatero es un pijo. Un pijo de Léon, o de Valladolid, tanto da, porque -al menos en mi experiencia- los pijos españoles comparten unos cuantos rasgos fundamentales que los hacen parecer a todos fabricados con un mismo troquel.
Mucho se ha hablado en estos últimos siete años de las supuestas mentiras de Zapatero. Dado que no es posible leer en la mente de nadie, difícilmente se podrá averiguar algún día si Zapatero ha faltado conscientemente a la verdad, pero la discusión es, en cualquier caso, bizantina, porque Zapatero nunca ha vivido en la realidad del mundo real, sino en la de ese planeta quimérico e impostado en el que habitan, inmunes a los problemas de allende el Olimpo, los pijos de izquierdas (valga la redundancia) que colorean esta pintoresca Disneylandia del sur de Europa, siempre vacilante ante la tentación africana.
Zapatero tiene probablemente la pátina de cultura justa para distinguir entre lo que canta su esposa y las melodías del hilo musical en la consulta del dentista, aunque no para pronunciar bien la z de 'Madriz'. Nadie es perfecto. Sabe que en su país hubo una guerra civil, pero su idea de aquel episodio histórico no es más sutil que el guión de una película de John Wayne. No sabe ni una jota de economía, pero suple sabiamente esa carencia con vaguedades improvisadas o, simplemente, -como decía Azaña de Ortega y Gasset, aunque también Ortega y Gasset lo podría haber dicho de Azaña- enhebrando ocurrencias.
Desde que se estrenó como presidente del Gobierno, Zapatero se ha comportado como si se creyese ungido por la Providencia. Es comprensible, a condición de que uno sepa ignorar lo que no le interesa. Avezado en las artes pijas de flotar por encima de la realidad, acertó a decir a sus deprimidos compañeros de partido lo que éstos querían oír, pero su elección como candidato a la presidencia del Gobierno no respondió a sus méritos personales, sino a oscuras maquinaciones partidistas. Después, la plumbidez funcionarial de Mariano Rajoy y los acontecimientos del 11-M lo elevaron al poder, pero ni siquiera esas realidades tan reales fueron suficientes para disipar la imagen de Orlando furioso que Zapatero tenía probablemente ya forjada de sí mismo.
Ese optimismo indestructibe nunca lo ha abandonado. Si los científicos del CERN crearan un día por accidente un agujero negro que terminase engullendo la galaxia con nosotros dentro, Zapatero sería el único capaz de hundirse en la vorágine cósmica proclamando sonriente que "la tierra sólo es del viento". He conocido a muchos pijos como él. Pijos o pijas capaces de hacerse hippies, de casarse con un senegalés o de devenir madres solteras, de afiliarse a una ONG como pretexto para viajar a la India o de dormir dos meses seguidos -ojo: no más- en un monasterio de Katmandú, sabiendo en todo momento que, si las cosas se tuercen, papá o mamá los traerán de vuelta a casa, y encima probablemente les regalarán un 4x4.
Tener como presidente a un niño mimado es quizá lo que mejor casa con una burbuja económica. Al fin y al cabo, ninguno de sus caprichos tendrá consecuencias graves en un mundo en el que el piso que compro hoy valdrá dos veces más dentro de cuatro años y el banco me regala además el viaje de bodas. Un presidente pijo para un mundo virtualmente pijo. Una embaucadora Scheherezade en el país de nunca jamás. Lo malo es cuando el sueño se desvanece y la alternativa es votar a un aburrido funcionario en un país que parece ya maduro para la justicia peronista. Zapatero lo ha dejado todo atado y bien atado. Quiéranlo o no, el futuro don Quijote o el futuro Sancho Panza tendrán que dar de beber a sus votantes el indigesto bálsamo de Fierabrás. No me atrevo a decir que se lo merecen, pero entre todos lo han cocinado, y es tarde para melindres. El tiempo de los trucos se ha terminado. Es tarde para volverse atrás.
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