Las aleluyas de ciego fueron uno de los primeros intentos de transmitir información en dos dimensiones. Es cierto que las viñetas había que contemplarlas una después de otra, y en ese sentido poco se diferenciaban del lenguaje hablado o de la escritura latina, china o egipcia. Pero cada imagen era una pequeña historia en sí misma, y uno podía entretenerse en sus detalles e interpretarla a su manera. A diferencia de las palabras, las aleluyas de ciego no expresaban información simbólica, sino resumida.
Es curioso que fueran precisamente los ciegos los precursores del cine. Desde luego, las representaciones visuales son tan antiguas como los palitos y las superficies de arena. Uno puede imaginar sin dificultad que, faltos de pluma y pergamino o arrebatados de inspiración, Euclides o Pitágoras garabatearan alguno de sus teoremas en una playa del Mar Egeo. En Mesoamérica, los mayas desarrollaron el único lenguaje conocido que representa relaciones sintácticas en dos dimensiones. Pero ninguno de los dos métodos era muy user-friendly: el quinto postulado fue una fuente de quebraderos de cabeza hasta el siglo XIX, y los intrincados glifos de Palenque son todavía hoy objeto de controversia.
En la película Orphée, de Jean Cocteau, una de mis favoritas de la historia del cine, hay una escena invertida en el tiempo: liberada de la fuerza de la gravedad, una figura humana se levanta del suelo como atraída por un imán y recobra su posición vertical. Inventados ya el flash-back y el flash-forward, el lenguaje cinematográfico descubría la simetría de sus elementos narrativos, y se liberaba de la sumisión al tiempo cronológico. De ahí al lenguaje de hipertexto no había más que un pequeño paso. Sólo faltaba inventar Internet.
Lo cual, a efectos prácticos, sucedió 39 años después, exactamente en 1989. En la recién nacida Web uno podía avanzar o retroceder a voluntad a lo largo de un texto, o saltar a cualquier otra área de información a través de un enlace. Era tan fácil como pensar, aunque con una ventaja: a diferencia de la memoria humana, la memoria digital es fidedigna.
Precisamente ahí empezó el problema. ¿Cómo organizar las ideas en un sitio web? La primera respuesta que a uno se le ocurre es: como mis propios pensamientos. En sus primeros balbuceos, los sitios web eran un strip-tease mental de sus constructores, y los resultados eran francamente descorazonadores. ¿Realmente así tenían aquellas personas estructurado su pensamiento? Sin necesidad de consideraciones teológicas, uno comprende ahora por qué el mundo es tan imperfecto.
A la vista de cómo están las cosas a día de hoy, cabe temer que los balbuceos todavía no han terminado. Parece que seguimos lejos de encontrar un lenguaje universal y, lo que es peor, uno se teme que la evolución del lenguaje web está sujeta en gran medida a consideraciones personales o políticas, e incluso a los caprichos de la moda. Hace sólo unos años, un puñado de sitios web habían encontrado por fin una estructura cómoda para el sufrido usuario: Air Europa, Renfe, Idealista, Páginas Amarillas y algunos ministerios habían conseguido -¡albricias!- que la experiencia de consultar o comprar por Internet fuera lo más parecido a un placer. Sin embargo, ha bastado un cambio de Gobierno (o de responsable, en el caso de las empresas privadas) para convertir todas aquellas modélicas páginas en laberintos inescrutables donde, una vez más, el bosque impide ver los árboles.
Para el lector -como yo- desesperado, tal vez será útil saber que Vueling es en este momento la compañía a la que más fácil es comprar un billete de avión. Mañana, no sé. En el otro extremo de la balanza está Renfe, cuya interfaz es lo más parecido a la guerra de Vietnam. De hecho, en mis dos últimos viajes en tren preferí acudir a la estación y esperar tres cuartos de hora de cola para comprarle mi billete a un ser humano (lo de "humano", en sentido taxonómico sólo). Back to basics.
En inglés sucede lo mismo. Aunque sitios como Booking.com, ScienceDaily o Spiegel International siguen resistiendo las embestidas de los idiotas, Reuters ha empeorado varias veces, Amazon es un caos (aunque apasionante), Facebook es un horror (o, mejor dicho, millones de horrores), y Twitter todavía no lo he entendido.
El problema, creo yo, es el deseo irresistible de hacinar el mayor volumen posible de información en una sola pantalla. Por suerte, van desapareciendo ya de las primeras páginas aquellas larguísimas parrafadas introductorias del estilo de "Nuestra prestigiosa empresa, fruto de un constante empeño por la superación y avalada por 35 años de dedicación y servicio al cliente, se esmera en todo momento por ofrecer productos de la más alta calidad, bla, bla, bla..." Déjense ustedes de rollos: yo lo que quiero es saber si venden tornillos del 7.
Hasta cierto punto, esta inflación absurda de datos distribuidos como con un salero se mitigaba tirando a la basura el viejo monitor y comprándose uno la pantalla más grande posible. Pero, mientras tanto, en el otro extremo de la gama, los teléfonos móviles se infiltraban sigilosamente en la vida cotidiana. En ellos, la presión de la competitividad era mucho más fuerte todavía, y los fabricantes se esforzaban por embutir en su interior decenas y decenas de funciones que uno no necesitaba y que, en caso de necesitar, no sabía cómo usar a menos que se estudiase un manual apenas más sencillo que una enciclopedia de biología molecular. En esas circunstancias, que alguien tardase tanto en lanzar el iPad no es sino una demostración más (¡por si hiciera falta!) de la escasez de sentido común del ser humano.
El problema ahora es otro. No quiero hacer chistes fáciles, pero en cuestión de interfaces el tamaño importa, y mucho. El teclado de un teléfono móvil permite escribir una felicitación de cumpleaños, inevitablemente con k y omitiendo el 99% de las letras del mensaje, pero no da para un artículo de prensa o un capítulo de una novela. Los PCs portátiles son cada vez más ligeros y discretos, pero sólo el tamaño de un teléfono móvil cabe razonablemente en el bolsillo. La convergencia del PC con el teléfono móvil, inevitable se mire como se mire, está estancada en una especie de coitus interruptus por culpa, ay, de unos pocos centímetros.
Es una situación transitoria, pero que puede durar muchos años todavía. La razón es que, pese a las profecías de los visionarios y a las consignas comerciales obedientemente divulgadas por los medios de comunicación, la máquina no sólo no está liberando al ser humano, sino que lo está esclavizando. Trate usted de conducir un automóvil sin abrocharse el cinturón de seguridad, o cómprese un despertador digital o una simple cocina de vitrocerámica, y entenderá lo que digo. Las máquinas modernas son ciegas, sordas y mudas. Y testarudas. Somos nosotros quienes debemos aprender su lenguaje, y no a la inversa. Sólo cuando las máquinas entiendan (y no sólo hablen) nuestro lenguaje seremos realmente libres. Aunque mucho me temo que, el día en que las cocinas de vitrocerámica piensen por sí solas, será cuando realmente habrán empezado nuestros problemas.
¡Con lo sencillo (y romántico) que era encender una fogata...¡
viernes, 11 de junio de 2010
En dos dimensiones
a las 10:23
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2 comentarios:
Suscribo cuanto dices. Ayer compré un cuaderno y lápiz...
Suscribo cuanto dices. Ya he comprado un cuadernillo y lápiz.
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