martes, 6 de enero de 2009

Leer, viajar

No recuerdo cuándo fue la primera vez que oí ponderar la importancia de los libros. Debió de ser hace ya muchos años. Cuando yo era niño no existían los videojuegos ni las dislexias. Mal que bien, todos los niños aprendían a leer y a escribir correctamente, e incluso a redactar frases coherentes con los puntos y comas en su sitio. Las imágenes no ocupaban tantas horas de nuestras vidas. Con suerte, íbamos al cine una vez por semana, y al lunes siguiente, en clase, explicábamos con entusiasmo la película a quienes no la habían visto. Era todavía la era de la palabra.

En la época actual, la palabra está muy devaluada. Ayer mismo, un amigo me recordaba los tiempos en que acudíamos a las citas con las chicas llevando un libro en la mano. Sólo con ese detalle, uno ganaba puntos. Si además dejabas caer que escribías poesías, el prestigio se multiplicaba. Pero las cosas fueron cambiando. Cierto día, mi amigo se dio cuenta de que, para ligar, declararse poeta era más bien contraproducente.

Con la decadencia de la palabra, el prestigio de los libros como vehículo de cultura fue también marchitándose. Todavía se oye, de vez en cuando, exaltar el valor de la lectura, como si los libros contuvieran algún elixir mágico que transformase el cerebro de sus lectores en pozos de ciencia infusa. Extinguida hace ya años la era de la palabra, únicamente ha quedado el mito.

La invención de la imprenta no relegó del todo al olvido la palabra hablada. Desde luego, tenía también sus inconvenientes. Las historias quedaban fijadas en un papel, y no se transmitían de boca en boca. No podían ya deformarse con el paso del tiempo, por fallos de la memoria o por interferencias de la fantasía de quienes las contaban. La imprenta asestó un golpe brutal a las leyendas, pero los libros seguían estando hechos de palabras. Muchos de ellos contenían también imágenes, pero sus lectores seguían leyendo, pensando y razonando en palabras.

Todo esto ha cambiado. Estamos en la era de la imagen, y desde hace ya dos generaciones cada vez más seres humanos piensan, básicamente, en imágenes. Cuando uno piensa en imágenes, los nombres de las cosas y la sintaxis pierden importancia. Una imagen evoca sensaciones, recuerdos o metáforas: nunca ideas. Quizá estamos volviendo a los primeros tiempos de la Humanidad, cuando el lenguaje, aún rudimentario, no era todavía un medio para comunicarse, sino simplemente una ayuda, y algunos se entretenían dibujando bisontes en las paredes como sus sucesores se entretienen hoy rascando signos inconexos en los vidrios de las ventanillas del metro.

Hace ya unos veinte años que las novelas de autores contemporáneos se me caen de las manos en la página 5. Existiendo antecedentes como Bocaccio, Flaubert, Conrad o Pío Baroja, hay que tener un cierto déficit de vergüenza para publicar según qué novelas. Pero todo esto no importa ya mucho. El libro es ahora un producto de consumo, uno más, y el nuevo lector de hoy no ha oído siquiera hablar de Bartleby o de Ana Ozores. De comprar algo, se compra el último libro de ese periodista o famoso que ha visto en la televisión o que le cuenta historias 'a la moda': los nuevos libros de caballerías.

Por eso no tiene ya mucho sentido decir simplemente que hay que leer libros. Hay libros provechosos y hay libros maravillosos, pero también hay libros basura, del mismo modo que hay hamburguesas basura o programas de televisión (aquí añadir 'basura' sería redundante). Y, de todos modos, qué sentido tiene cultivar la narración coherente cuando uno lo único que quiere es hablar de futbolistas o de videojuegos.

Otro mito que todavía se oye es aquello de que el nacionalismo se cura viajando. Hay una frase célebre que no sé quién pronunció, en respuesta a alguien que le había preguntado si tenía raíces. La respuesta fue algo así como "No. Yo no tengo raíces. Yo lo que tengo son piernas." Para caminar, se entiende.

El caso es que viajar en el siglo XXI no es lo mismo que viajar en tiempos pretéritos. El viaje del Beagle duró 18 meses, y Ulises tardó 10 años en regresar a Itaca. El mayor interés de "La vuelta al mundo en 80 días" radicaba en la dificultad de conseguir lo que el título proponía, y Álvar Núñez Cabeza de Vaca tardó 11 años, desde su naufragio frente a las costas de Florida, en encontrar nuevamente cristianos en lo que hoy es territorio mexicano.

Por eso, viajar era antiguamente una experiencia que cambiaba radicalmente la mentalidad del viajero. Los viajes por tierra eran a caballo o andando, y las distancias se median en leguas. Había posadas donde uno se encontraba con otros viajeros de lugares remotos, y en invierno el frío obligaba a juntarse en torno al fuego y conversar. Lo que le cambiaba a uno la vida no era tanto el conocer nuevas costumbres, sino el descubrir personajes singulares, con sus propias manías y mitos y noticias y experiencias originales. Excepto en el ejército, el concepto de 'standard' aplicado a los seres humanos carecía todavía de significado.

Hoy los aviones lo depositan a uno en Atenas en unas pocas horas, y ningún turista tiene intención de quedarse en el lugar más tiempo del suficiente para tomar unas fotos y ver el Partenón desde un autocar, explicado por un guía en su propio idioma. Las comidas, los bailes y los productos 'típicos' son en realidad estereotípicos, y poco tienen ya que ver con el original. Y en las calles principales de casi cualquier ciudad del mundo uno se encuentra ya con las mismas tiendas, marcas y modas que dejó atrás en su propia ciudad. ¿Qué interés puede tener hoy en día viajar? Y, sobre todo, ¿en qué puede ayudarnos a ese sano ejercicio mental de relativizar nuestras propias costumbres?

Leer, viajar. Atrás van quedando aquellos tiempos en que estas dos actividades enriquecían a los seres humanos. Ahora sólo el dinero proporciona riqueza.

Son otros tiempos, sí. Ahora somos pobres.
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1 comentario:

ERre80 dijo...

Ven al Perú.

Aquí todos somos ricos.

ERre!

 
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